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Bigote blanco y motivos para un suicidio periodístico*

Carlos Rehermann

Hay un aviso de televisión protagonizado por un bailarín de ballet clásico, aquella cosa elegante y rusa que pintaba Degas. El bailarín habla de cuidar el cuerpo, mientras la imagen se llena de su abdomen terso, virgen de chinchulines y grasas poliinsaturadas


Levanten la mano los que se manchan con yogur o leche el labio superior y los quince milímetros que lo separan de la nariz. Los que levantaron la mano se van para afuera.

Hay un aviso de televisión protagonizado por un bailarín de ballet clásico, aquella cosa elegante y rusa que pintaba Degas. El bailarín habla de cuidar el cuerpo, mientras la imagen se llena de su abdomen terso, virgen de chinchulines y grasas poliinsaturadas. Un vaso oculta su boca, luego la desolculta, y entonces se puede ver el bigote blanco de yogur. Semiótica del publicista: he aquí que el bailarín ha tomado yogur, puesto que el signo natural (=huella) "mancha de yogur sobre el labio" lo demuestra. Nosotros, los que hemos permanecido aquí porque no levantamos la mano (aunque alguno puede haber mentido) sabemos que entre las cosas más difíciles de la vida se encuentra el logro de una mancha de yogur sobre el labio. Lo podemos lograr, aunque para ello debamos prescindir del uso de buena parte del lóbulo frontal del cerebro.

Los niños algunas veces se manchan el labio, porque usan recipientes demasiado grandes para sus boquitas y caritas. Para el publicista, el labio manchado indica inocencia, y su exhibición por parte de un adulto es una señal de orgullo por esa inocencia infantil. Hay allí una serie de contenidos asociados a las virtudes del producto: ya que se trata de algo que hace bien al cuerpo, hay que poner de manifiesto el cuerpo
(¿hay algo más corporal que una piel sucia de comida, ignorada por el sujeto?); en contraposición con los males de la adultez -que hace caso omiso del cuerpo, y por tanto lo llena de alcohol y otras drogas-, orgullosa mostración de un acto primario, la alimentación, el contacto con la maternalidad de la leche, la primigenia necesidad de todo cuerpo.

El bigote blanco no es una ocurrencia de un creativo solitario en plena etapa oral. Hace decenios que se viene repitiendo, primero en el norte, luego aquí.

Entiendo todo eso, comprendo perfectamente el mecanismo. ¿Por qué, entonces, me siento desgraciado? Cada vez que veo al bailarín con el bigote blanco, me siento insultado, degradado. ¿Será porque su arte representa, como el de los tres tenores, la más alta cumbre de la decadencia de Occidente, la complacencia, la mistificación, el vacío? Quizá porque me hace sentir idiota el hecho de que estoy mirando televisión; después de todo, si es a través suyo que me destratan ¿por qué insisto en mirar la pantalla?

No puede haber ninguna conclusión, porque lo que produce este bigote blanco es un desánimo general, unas ganas de abandonar todo y declarar clínicamente muerta la esperanza. Apto para un relato expresionista o kafkiano, en el que la reiteración con mínimas variaciones puede seguir eternamente hasta que la muerte ponga un final, con quejas psicológicamente correctas y torturantes preguntas sobre el propio destino, el bigote blanco no es apto para una nota periodística. Porque para aumentar el desasosiego y ahondar la rendición de las razones, el publicista y sus bigotes blancos es un personaje clave para la supervivencia de estas notas, las de al lado y las que siguen.

Paternalmente el publicista puede permitir los grititos del pequeño columnista en contra de la ñoñez de la publicidad, porque la voz del infante nunca podrá enmascarar el grito del padre.

Más desesperanza, futilidad, decaimiento. Digo, hablo, grito gracias al bigote blanco que me ofende y me insulta. Al menos queda la opción de admirar el bello círculo vicioso que sostiene esta situación.

* Publicado originalmente en Insomnia

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