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COCTEAU, JEAN - FRACASO -

Reflexiones después del opio*

Carlos Rehermann

No se puede evitar, se aduce, que el cronista tenga una opinión; es más honesto, entonces, manifestarla que disfrazarla de objetividad

Nadie habrá dejado de observar a Jean Cocteau. En su libro Opio, escrito después de su segunda internación en una clínica para opiómanos, comenta: "Las obras geniales exigen un público genial". Este aserto puede provocar respuestas no muy geniales: que la baja aceptación de alguna de sus obras por parte del público hizo que el artista, en lugar de realizar una autocrítica, endilgara las culpas a la masa.

Un político dirá siempre que la mayoría tiene razón, porque su forma de conseguir trabajo es a través de la conquista de una mayoría. No podemos hacer caso de sus palabras, están demasiado condicionadas por la necesidad. Un científico, en cambio, no tiene reparos en decir, cuando lo cree conveniente, que la mayoría está generalmente equivocada. El chiste es perfectamente válido: coma mierda; millones de moscas no pueden estar equivocadas.

Cocteau agregaba, para escarmiento de los ansiosos: "Se llega a un sustituto de este estado receptivo genial por la electricidad que desprende una aglomeración de personas mediocres. Este sustituto permite ilusionarse sobre el destino de una obra de teatro".

Esto es lo mismo que decir que la masa puede llegar a aceptar una genialidad por los mismos motivos que acepta una mediocridad, lo cual explica que cualquier cosa puede tener éxito ante un público insensible.

Vale la pena reflexionar acerca del público y del éxito de una obra de arte, por varios motivos. Primero, porque en la era del marketing el único valor es el éxito en las ventas. Se trata de una perversión del valor estético en un sentido kantiano, por el cual el placer estético no se define como el deleite que el sujeto experimenta por el objeto sino el que deriva de comprobar que uno pertenece a un determinado grupo
(para Kant, la humanidad misma como ideal) que tiene en común la capacidad de apreciar lo bello. Segundo, porque hay demasiados militantes de la ignorancia, luchadores en defensa de lo chato y lo tonto, a quienes no les basta sólo el éxito de lo pobre, sino que se empecinan en atacar las obras que no llegan a comprender.

Cocteau también decía, refiriéndose a La Edad de Oro de Buñuel: "Es inútil ponerse de acuerdo sobre algo con personas que son capaces de reír en los episodios de la vaca y del director de orquesta".

En dos líneas, con un poco de oficio periodístico, es posible emitir un juicio final, que, si bien no afecta a la cosa, ni a quienes conocen la obra, sí puede impedir que público nuevo acceda a su conocimiento. Quién sabe cuál es la función del periodismo cultural, pero en todo caso debería ser respetuoso del criterio del público, que tiene derecho a ser genial, aunque el periodista no lo sea.

La militancia por la ignorancia se defiende enarbolando la idea de subjetividad. No se puede evitar, se aduce, que el cronista tenga una opinión; es más honesto, entonces, manifestarla que disfrazarla de objetividad. Por cierto, hay que estar bastante hinchado de sí mismo para creer que su opinión tiene interés para otros. Si hablamos de una cosa, me interesa la cosa, no la opinión que de la cosa tenga un tercero. En todo caso, me interesará la opinión si está precedida de una exposición de motivos; en este caso, tal vez los motivos me aporten algo.

La opinión es consecuencia de los motivos, nunca un axioma. En general, los guardaespaldas de la mediocridad miden sus palabras acerca de las obras de acuerdo a su éxito o su fracaso.

Y decía Cocteau, a propósito: "La importancia del fracaso es capital. Si no se comprende el secreto, la estética, la ética del fracaso, nada se ha comprendido y la gloria es inútil".


* Publicado originalmente en Insomnia Nº 47
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