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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          CULTURA Y VIDA

Rock alrededor de la bomba

Amir Hamed

Tic tac, tic tac, tic tac. “Sos la única cosa viva que me sostiene / sos como una bomba de tiempo en mi corazón”, canta en “Duquesne Whistle”, la canción de apertura de su último disco, editado hace un mes y medio, Tempest. Tic tac, tic tac, tic tac  Ni faltan los que mascullan que tal vez el disco no sea tan redondo como Love and theft, de 2001 (como este Tempest, del 11 de setiembre, pero entonces del 2001), o que Modern Times, de 2006, ni otros, alarmados por el título (reminiscente del que por mucho tiempo se creyó era el último drama de Shakespeare, The Tempest) sospechando que se trata de un testamento, si bien el resto, empezando por la Rolling Stone, Metacritic o American Song Writer, lo viene celebrando como uno de los mejores de su carrera.

Tal vez todos tengan razón, y seguramente ninguno. Lo que se puede establecer, sin lugar a vacilaciones, es que se trata del disco de rock más intenso de Bob Dylan en décadas, y, seguramente, el más importante de los últimos diez o 15 años del rocanrol. Es que, a los 71 años, Dylan, que sigue de gira perpetua, acaba de entregarnos esta lección (léasela como testamento, como summa, como manifiesto, como lo que se quiera) de rock y sosegada fiereza, un reloj contra reloj, un artefacto explosivo recién detonado y en plena onda expansiva.

Toc, toc, toc. El último disco de Bob Dylan puede llegar a ser el último disco de Dylan. Estamos en el horno, con el tímpano averiado por los silbatos de los altos hornos de Duquesne. Este solo señor septuagenario está más enojado que todo Occidente, y más ganoso que casi todo lo que pueda articular esta civilización que paparruchea en facebook, ulula en caminatas zombies o se liquida entre villanos de Batman. Hay cosas, Bob lo sabe bien, que ya sucedieron, solo que no terminamos de darnos cuenta. Como alertaba T. S. Eliot, el fin del mundo llega con un quejido, no con una explosión, y el tic tac y el silbido de Duquesne no son más que la fanfarria de un tiempo que, en rigor, ya se agotó. Tempest, drama póstumo, amenaza el estallido, pero justo después de que todo ha terminado (“es recién pasada medianoche, / y mi día acaba de empezar”).

Sangre a plazo fijo

Tac, tac. “Pago en sangre, pero no la mía”, reniega Dylan, que de a ratos insulta y acto seguido sirve un largo y machacón vals (tic tic tic tic, tac tac tac tac) sobre el desplomarse a los submundos del Titanic (“Tempest) y una no menos larga y machacona balada de homenaje a Lennon (“Roll on John”). Canta como lo viene haciendo desde 1997, específicamente desde Time Out of Mind, cuando dejó de entonar por la nariz, para revelarse en una aplomada carraspera, en palabras de arena gruesa, pulsando cuerdas vocales cada vez más cuarteadas, que ahora, en esta entrega tempestuosa, recuerdan a los que se han desangrado en los hondones de gloria y desesperación del capitalismo tardío. Algo se acaba de hundir alrededor, en un hondón de sangres derramadas; un desastre lírico tan abarcador como cualquier derrame petrolero que pueda llegar a conocer, por ejemplo, el Golfo de México.

Tic, tac, tic tac, toc toc toc. ¿Cuánto aguantará esa garganta? El último disco de Dylan acaso sea el último disco de la historia del rock. Una figura no del todo definible duerme y se levanta junto a esa misma ronquera (“me despierto cada mañana con esa mujer en la cama / todos me dicen que ella se me ha metido en la cabeza”), alimentándola, mesmerizándola, relampagueando aquí y allá su alarma de finitud.

No se trata de la muerte, al menos no en su estampa convencional, sino de algo, una criatura, un silbido, un chirrido (“chirrian y charlan, cuál es el problema”), que aletea en los estertores de la civilización, y sin duda de este rock, emaciado en un interminable revival pop, en concursos de talento, en su irreversible cortedad lírica. Porque el genio de la música popular —nunca se debe olvidar— está menos en las búsquedas desaforadas de armonías inauditas, de arreglos sorprendentes o de tecnologías conmovedoras que en cantar algo con honestidad.

Down down, rock and roll

El último tango seguramente haya sido la “Balada para un loco”, irrepetible intervención del Polaco Goyeneche a composición de Horacio Ferrer y Astor Piazzola, y desde entonces el género, no renovado en su lírica, se ha convertido en una adorable antigualla, en la que definitivamente Gardel canta día a día mejor aquel su mundo evaporado, rezongando sin cuartel contra el ascenso social de las mujeres. Y en cuanto a lo eléctrico, acaso el penúltimo roquero haya sido Kart Cobaine, aniquilado en sus propias convicciones, y el último, eso parece mostrarnos este disco, esté siendo este mismo Bob Dylan, seguramente el mayor que haya existido.

Es que si el rock (tac tac tac tac, tac tac tac tac) llegó a ser algo más que el estallido del riff eléctrico en Chuck Berry o el vaivén de pelvis del que ascendía la voz de Presley, esto fue porque, medio siglo atrás, y a través de Dylan —lector de Pound, de Eliot y de los beatniks—  fue capaz de reinventar su lírica, algo que aprenderían rapidísimo Beatles y Stones, y los Who y Pink Floyd, o Bowie, o Zeppelin, o Jethro Tull, o Patti Smith, o los Ramones, o el mismo Cobaine, hasta convertirse en una épica, en una contracultura, en un exasperado reclamo por otro mundo que implacablemente nos elude.

Y si ese mundo nos elude, mucho más nos viene evitando el rock and roll. A ese emporio celestial de bandas tibias que en cualquier lengua, escenario y pantalla se desgañita imitando un desafío imposible se opone Tempest, y se opone Dylan. Alguna vez, allá por los sesenta y setenta, se creyó que los roqueros eran gurúes de un culto, médiums de un saber, dadores de una lección sobre los tiempos que salía electrificada, en discos de vinilo, en casetes, incluso en cd roms, convicción que entre otras cosas, desde Buddy Holly y Ritchie Valens, edificó un martirologio al que no escapó John Lennon. Pasadas cuatro décadas, cabe resignarse a que entre tanto roquero sí había un gurú (escuchen ese silbido), y que ése sigue siendo Dylan.   

Desde que hay memoria

Tic tac, tic tac. ¿En qué andás, entre tanto silbido? “Ando en busca de frases para cantar tus alabanzas”, abre “Soon after midnight”. Desde Love and theft, Dylan viene exhumando el soplo viejo del jazz, el rag, el swing, el boogie y otros ritmos que cuajaron en su música y en su lírica, esos ritmos que lo hicieron. Tempest, en esta línea, es un logro mayor,  una filigrana filológica de Jack Frost, el alter ego productor del señor Dylan: cada arreglo, además de ingresar con relojera precisión en la melodía, es a la vez una cita. Con cada fraseo y cada acorde adviene un estilo, un ritmo, la canción de otro, infinidad de sangres ajenas desembocando en este salmo o coágulo melódico que sostiene la cuarteada dicción de Dylan.

Y tac, y tac, y tac. Pero cuanto más roto, más potente. En su ronquera, como alguna vez en la de Satchmo, canta un reconcomio macerado, como de masticar tabaco, antes de decidirse a soltar una frase. Las palabras, mordidas, implacables, casi charladas, se dulcifican en cada verso, como si no vinieran de él sino de ese pabellón de olvido, del time out of mind, ese tiempo impensable que, según el parlamento de Mercucio en Romeo y Julieta, se abre “desde que hay memoria de que las hadas tengan carretero”. A través de Dylan, los ritmos y versos del ayer casi imposible, semisepultado y sin embargo vivo, siguen exigiendo aflorar en mitad de esta majadería instantánea que insistimos en llamar mundo.

Toc, toc. (“Cuanto te conocí no creí que llegaras a serlo / es recién pasada medianoche / y ahora no quiero estar con nadie más que con vos”). Con este filológico Tempest, Dylan nos sigue recordando que la única forma de sobrevida, más allá de cualquier cronómetro, es la cultura. Mientras sobreviva la cultura, el día acaba de empezar, algo que la cultura siempre frasea más o menos así: vengo de mil trillos, y esos trillos, no importa si subacuáticos, semiextintos o detonados, siguen ahí para vos. 

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