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PSEUDODOXIA EPIDÉMICA O SOBRE ERRORES VULGARES - BROWNE, THOMAS - BORGES, JORGE LUIS - CULTURA -


Sobre errores vulgares, bibliotecas escondidas, monstruos y laberintos

Marcelo Damonte

En Borges, la biblioteca es el laberinto, donde se oculta el libro que esconde la página que esconde la palabra divina, el hálito sagrado, las cuatro o las catorce letras del nombre de la divinidad: la cultura. En su jerga, la mayor o menor respetabilidad del monstruo que la resguarda, el minotauro, dependerá del tipo de busca que nosotros mortales emprendamos en su territorio.

En 1646 se imprime Pseudodoxia Epidemica o Sobre errores vulgares, obra del autor inglés Sir Thomas Browne que ilustra una afición por la observación de la naturaleza, los animales, pero enfatiza aún más acerca del culto del saber, el conocimiento y los libros. De su título original en inglés (Pseudodoxia Epidemica: or Enquires into Very many received Tenents, And commonly presumed Truths), algo así como Epidemia de conocimientos falsos: inquisiciones en cuanto a la sabiduría popular y los errores vulgares (la traducción libre es mía), se decantan los conceptos de “error”, “verdad”, “inquisición” y una noción de “vulgo” o vulgar. Esta última, en especial, procede del latín “vulgus” y define al vulgo, al populacho, la plebe, entre otras acepciones semejantes.

Una serie de conocimientos falsos o erróneos, entonces, la pseudodoxia, es emitida y transmitida con tenor epidémico (big bang o expansión geométrica) por la turba o el vulgo, hacia alguna parte y ninguna en especial, en pos de algún destinatario cualunque. Eso, en primer lugar. Tras la abducción, a mitad de camino entre la oposición conceptual y una dialéctica de lo bicéfalo, se entrega el territorio común donde conviven lo vulgar y lo culto: el paisaje social urbano. Ambos miembros de esa dualidad alternan, como todos podremos convenir sin demasiado esfuerzo, en esgrimir cierto protagonismo a la hora del destaque en sociedad. Uno, enfáticamente terrestre, el otro elevándose un tanto más del suelo, aledaño a la platea olímpica purcelestial. Son dos portadores del conocimiento: por una parte, el lego, que trajina entre relinchos el carromato de la pseudodoxia epidémica, pueblo por pueblo, agilitando una retórica de la baratija, mezcla de bufón y goliardo, y por otra parte, el ilustre portador del fuego prometeico, hombre del ágora, convencido de la posesión de una sabiduría de marca registrada.

En una de sus obras más interesantes, denominada Museum Clausum, sive Bibliotheca abscondita, Sir Thomas se divierte imaginando la existencia de libros y curiosidades que, o bien nunca existieron o yacen perdidas en remotos parajes, allende mapas y palimpsestos, apenas accesibles al intelectual y a sus deseos imaginarios. Es en ese mismo ejido en el que pasta, lejos del tumulto bochinchero del mercado de variedades, la ávida obsesión de Jorge Luis Borges por el conocimiento escondido en bibliotecas inextensas, el amor por los retruécanos y los laberintos múltiples, donde el monstruo (o el minotauro), preso de soledad y olvido, pasea y deambula de aquí para allá, sin poder conciliar el inmerecido sueño.

El peronismo en la Argentina fue mucho más que un hito político y social liderado por uno de los últimos caudillos populares que ese país supo contar entre sus filas. El contenido de la gesta del General Juan Domingo Perón y sus acólitos fue y será, por su impronta hiperbólicamente populachera, padre y madre de mucha prole bastarda, entre otros, el que supo vociferar en actos y discurso la ineficacia y prescindencia de tanto cenáculo intelectual e instancia de progreso artístico emergente. Considerados sospechosos, inútiles, innecesarios, en resumidas cuentas: un verdadero lastre, todos aquellos intentos de índole cultural diferencial y picos que sobrepasaran un ápice la modesta modorra del protectorado proletario, fueron motivo de inquina y considerados peligrosos para la gesta, yendo a parar a los márgenes, a esa zona fronteriza con el exilio del outsider, más allá de las montañas y el apunamiento educativo.

En este estado de cosas, la recuperación mnemónica del peronismo, en su irrefutable actualidad, deviene fundamental a la hora de comprender el espacio intelectual, cultural e ideológico que rige hoy, ambos márgenes del Río de la Plata, pese a quien pese. En el principio era Borges. Y es desde Borges que se ve con mayor claridad el esbozo metafórico de errores vulgares, bibliotecas escondidas, laberinto y monstruo que mencionamos al principio. Pues es desde Borges y su exordio que nos enfrenta con inmejorable poder ejemplarizante la clase de rol primordial que jugó y juega hoy el nuevo peronismo “reloaded”, con respecto al panorama cultural de los argentinos, que por desgraciada —aunque no casual— adyacencia, se transmite hacia este lado de Guermantes. Y si no, que alguien testifique cuales fueron las actividades culturales que promovió el hangar uruguayo en la 39ª Feria del libro de Buenos Aires de este año.

Se han agotado ya los márgenes donde aquellos biógrafos curiosos tildaron las notas que trascriben y repiten hasta lo exhaustivo las innumerables menciones, sugerencias, alegorías, connotaciones y demás apostillas que, velada, apócrifa o expresamente, pusiera de manifiesto Borges con respecto a la epopeya peronista. Hombre de letras, de familia acomodada y culta, más cercano a los gustos con perfil modesto y silencioso, amante de la tradición y los pequeños actos heroicos de cada día, no es difícil comprender las tribulaciones que le habrían provocado semejantes estallidos populistas, de fervor exageradamente masivo, de sino social menos justiciero que activista. Y esto, a modo de establecer una mera naturaleza en Borges, explícita en parte de su obra, implícita en la totalidad de su discursividad, crítica para con la vulgaridad que suscitaba el entorno político de la época, y que le valiera el “merecimiento”, en plena apoteosis del “monstruo”, y a instancias particularmente suyas, de “Inspector de conejos y aves de corral” en los mercados vecinales.

No es casualidad que en La fiesta del Monstruo, Borges, y también Bioy Casares, con quien escribiera en colaboración este cuento, emprendan una suerte de connato lingüístico-político, al relatar el cuento en un lenguaje ramplón, de baja estofa, con “horrores” de expresión y mucho menos de lunfardo que brutalidad rusticana, sumado a un evidente mal gusto y torva grosería. En el cuento se describe, entre otras barbaridades, el abuso hacia el intelectual, mediante la minuciosa descripción de una golpiza a uno de ellos por parte de unos matones de la avanzada del “monstruo”. Es obvio que la idea es la escenificación de una parodia lúdica, de una realidad que podía verse a diario en las calles de Buenos Aires, durante la vigencia del generalato. Es desde ese côté de Swann, o de Guermantes, que podemos leer la noción de vulgaridad, de “vulgo”, borgiana, y vislumbrar el que ver de las bibliotecas escondidas, el laberinto, y que, antes que nada, hay un monstruo diferente al minotauro.

Era un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo. El pelo era colorado, los libros, bajo el brazo y de estudio. Se registró como un distraído, que cuasi se llevaba por delante a nuestro abanderado, el Spátola. Bonfirraro, que es el chinche de los detalles, dijo que él no iba a tolerar que un impune desacatara el estandarte y foto del Monstruo. Ahí no más lo chumbó al Nene Tonelada, de apelativo Cagnazzo, para que procediera. Tonelada, que siempre es el mismo, me soltó cada oreja, que la tenía enrollada como el cartucho de los manises y, cosa de caerle simpático a Bonfirraro, le dijo al rusovita que mostrara un cachito más de respeto de la opinión ajena, señor, y saludara a la figura del Monstruo. El otro contestó con el despropósito que él también tenía su opinión. El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano que si el carnicero la ve, se acabó la escasez de la carnasa y de bife de chorizo.[1]

Todos estos tópicos, a saber: el de los errores del vulgo o conocimientos falsos, el de la biblioteca escondida, el del laberinto y el del monstruo, resisten un análisis polisémico o por lo menos más de una versión, en cuanto a sus contenidos paradigmáticos esenciales. Nuestra cultura rioplatense, por ejemplo, ha sabido, y puede aún hoy, reconocer en este tránsito, por los usos y significados de las palabras, los referentes menos simbólicos, más llanamente directos, a los que pueden asociarse la biblioteca escondida, el laberinto y los monstruos, y asimismo vincularlos a una cierta cotidianeidad, más o menos visible, dependiendo del poder de abstracción que cada realidad individual tenga el talento de descodificar.

Nuestra cultura rioplatense.

Los que hemos agotado páginas de Charoná o Billiken, y quizá, por qué no (los mismos nos), de Ángel Rama o García Canclini, Dante o el gran William, sin llegar a comprender jamás lo que significa en toda su expresión el término “cultura”, sabemos que, a medida que transcurre el tiempo, nuestra historicidad, y a medida que nacen nuestros hijos y crecen nuestros burros y nuestros intelectuales, la cultura, dependiendo para su rapidez expansiva de algunos pormenores o sucesos ininteligentes, amén de diversificarse, metamorfosearse, metaforizarse, se incrementa, adoptando nuevos vástagos para su prole, desde una palabra impronunciable en el argot de una tribu urbana minoritaria al nuevo grito de la moda en cuestiones de vestimenta de uso, desde darse cuenta de que los miembros de la tercera generación desde nuestros abuelos tienden a adoptar niños de piel amarilla, al uso del alcohol en la dieta de los perros deprimidos. En fin, la cultura es cualquier cosa que ande por ahí que sepamos que forma parte de nuestro entorno identitario.

Pero cultura debería ser contenido, y, sin quizás, no continente; parte integrante, constitutiva de una territorialidad o una geografía y no territorio a ocupar. Cultura no es simplemente una palabra que figura prodigio, arte de memorizar pintores y escritores o acervo de conocimientos para generar prestigio de clase. La cultura, nuestra cultura, caracteriza de alguna manera al individuo en una comunidad dentro de los límites socio-geográficos de un territorio dado, así de sencillo. Por eso mi estupor al escuchar, en ocasión de la visita que realizara a la 39ª Feria del libro de Buenos Aires, hora aproximada entre nona y vísperas, el reclamo perentorio y vocinglero de una caterva de estudiantes, increpando como a escupitajos, desde lo más profundo de los cónclaves del aparato difusor del indignado (aparentemente desde el culo dolorido), el eco voseante y martilleo monódico de la oración de cinco palabras y una permutación putativa: «¡Pará de vaciar la cultura, dejá de vaciar la cultura!».

Esa caca repiqueteó por varios segundos sobre los trajes de corte impecablemente azules, de hedor algo mestizo entre Carolina Herrera para hombre y cierto tufo de alcanfor o pomada china para el dolor de espalda, cristalizando, finalmente, sobre los rostros de rocalla, labios apretados y mandíbulas contraídas de visir, guardaespaldas y séquito consorte. Opinar por opinar, no parece del todo posible eso de vaciar la cultura, daban ganas de decirles. A lo sumo tupirla, abarrotarla, exacerbarla con mil y un agregados, hasta que uno no pueda distinguir entre una bombilla para el mate y una sonda de enemas que se puso de moda porque tal o cual músico de cumbia la usa como sorbito para beber refresco cuando tiene calor. Qué importa si tenés que recurrir a Wikipedia para saber de nuestros próceres históricos. ¿Cómo podría un individuo, pertenezca o no a las altas esferas gubernamentales, al mismísimo olimpo, o a la corte del Rey Arturo, vaciar la cultura?

Ante semejante exabrupto teórico, y sin poder eludir el preguntarnos por el tipo de desplazamiento o de desvío que sería necesario, o el carácter de clivaje metafórico que significaría desocupar la cultura, solo nos queda decidirnos e ingresar a ese contrato de ficción; aceptar la derrota y, con esa curiosidad que caracteriza a todo ser humano vacilante, inquirir: ¿De qué? ¿Con qué métodos? ¿Para qué?

Aquí es donde el peregrino de este valle de lágrimas opta por regresar a sus metáforas de hace unas cuantas páginas, las de los errores vulgares, la biblioteca escondida, el laberinto, y el monstruo, por supuesto. Porque si el vaciamiento de la cultura tiene algo de razonable o de lógico, eso es que no se puede vaciar sin que antes haya sido llenada, y qué mejor novedad que la de agregarle gatos a la caja y luego ir sacándolos de allí, como si fueran conejos de la galera del mago, siempre atentos a los arañazos y los mordiscones. En nuestro caso, el vaciado de la cultura es el error vulgar, y los gatos serían la biblioteca escondida, el laberinto y el monstruo, que ahora sí es el minotauro.

Es que en la biblioteca (y si está escondida sirve mejor a nuestro propósito de ilustrar esta suerte de acto de magia gatuna) vive el saber y se concentra su luz. Es en su monumental dimensión —eventualmente según Borges—, en sus vastos anillos, en su índole laberíntica, donde uno puede perderse en el camino de la búsqueda de parte de esa cultura que venimos anunciando, la que supuestamente está en trámite de vaciado, por lo que cabe deducir que antes estaba llena, o al menos semiplena, ¿de qué? Pongamos que sean libros, gatos, sorbitos de enema o errores vulgares, a la usanza de Sir Thomas Browne. De hecho, si estuviese llena de libros, como establece la norma que rige las existencias de las bibliotecas, no habría demasiados problemas, estaría dentro del prefijo estandarizado de su generalidad. Pero si la llenamos de gatos, de sorbitos de enema, de errores vulgares, como por ejemplo el supuesto de que la cultura es pasible de ser vaciada, entonces la convertiríamos en un monstruo. La cultura es la biblioteca, dependerá de nosotros, de lo que le pongamos adentro, que nos represente con mayor o menor felicidad, que nos guste lo que veamos en su espejo.

En Borges, la biblioteca es el laberinto, donde se oculta el libro que esconde la página que esconde la palabra divina, el hálito sagrado, las cuatro o las catorce letras del nombre de la divinidad: la cultura. En su jerga, la mayor o menor respetabilidad del monstruo que la resguarda, el minotauro, dependerá del tipo de busca que nosotros mortales emprendamos en su territorio. En Sir Thomas Browne, la Bibliotheca Abscondita es parecida a la de Borges, un laberinto con minotauro, quizás más inespecífico, menos especialmente libresco, como lo demuestra la variedad y multitud de obras y objetos raros —además de libros— que se mencionan en su inventario. A la biblioteca escondida se llega por una lucha denodada por ganar el camino del laberinto y evitar la feria de vanidades que rodea la existencia social humana, porque no se teme al monstruo, porque el monstruo que está allí dentro nos gusta, o porque nosotros somos el monstruo.

Por eso la metáfora infeliz del vaciado de la cultura, error vulgar y pseudodoxia (ese conocimiento falso del que habla Thomas Browne), no hace más que “enchastrar” la cancha, nuestro territorio cultural. Se entiende la figura del vaciado de “contenidos” importantes de nuestro bagaje cultural, por encima de la feria de baratijas que la explosión del mercantilismo y el consumo masivo establece para la media ciudadana. No se precisa ser demasiado ilustrado ni inteligente para comprender la justicia y la pertinencia del reclamo. Banalizarlo todo, hartarnos de clichés, transformar el arte en un simple negocio lucrativo de multinacionales y merchandising, es abarrotarlo todo de lugares comunes y ejercer un efecto de tabula rasa o tirar una bomba de fragmentación sobre nuestra sabiduría potencial y la de nuestros hijos, eso sí es verdad. La producción en serie de objetos de arte, la profusión libresca de índole netamente mercantil, el engendro de la televisión hiper-emocional, borrega del reality show y la monada que distrae a grandes y chicos: el “chow”, ese fascismo del corazón, ni tan solapado, está hecho de la misma sustancia del engaño, y reverbera en la canalera abierta de par en par, como las bocas de esos niños que mueven sus cabezas al compás de ese barroco crepuscular, del baile del vampiro, que es apenas una anécdota para llenar de escombros la nada.

La visibilidad es otra mentira. Las vidrieras con libros apilados son una mentira. Es otro tipo de pseudodoxia, neón disparado, publicidad, espectáculo de revistas. Los libros que dicen cosas están escondidos en la biblioteca, en la biblioteca escondida, y como el minotauro, están perdidos. Los discursos que dicen cosas se transmiten en medios ignotos, a horas insólitas y se archivan en la misma biblioteca escondida, igual de monstruos, igual de laberinto. El arte preferido por la mayoría es el arte de espiar a los demás, fácil de encontrar y de comprar, está por todas partes, y no hay que sortear ningún obstáculo, ni monstruo, ni laberinto, está allí, al alcance de los dedos. En vano fatigarías, Teseo, tus pies en busca de la punta del cordel de oro que te guíe hasta ella, que no espera para ser salvada, no viste de lujo, ni sabe de laberintos. Esta Ariadna yace en cama de agua, terciopelo rojo, plumas, lentejuelas y boca enfurruñada de carmín de aplausos, eso es el monstruo, porque se puede comprar. En estos términos, la cultura sí se puede vaciar.
 

Nota:


[1] Jorge Luis Borges, “La fiesta del Monstruo”, en Nuevos Cuentos de Bustos Domecq, Obras completas en colaboración, Buenos Aires: Emecé, 1997, pp. 400-401.

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