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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ASTROLOGÍA, ETIMOLOGÍA, HISTORIA - ASTROLOGÍA Y FILOSOFÍA - ASTROLOGÍA Y SEMEJANZA -

Astrología: la máquina de asemejar*

Aldo Mazzucchelli
La astrología tal como se conoce hoy nace en el siglo de Aristóteles, y no antes, por más que haya existido un tipo rudimentario de anotaciones de las posiciones planetarias en tablillas de arcilla con predicciones puntuales, ya 1.800 años antes de Cristo en Mesopotamia.


La etimología de la palabra símbolo refiere a un término técnico de la lengua griega. Se trata de un fragmento de un utensilio de cerámica que el anfitrión regalaba a su huésped cuando éste partía para que, al volver, pudiese reconocer la casa que una vez lo acogió. La imagen está, ella misma, grávida de simbolismo. Si -como afirman muchas tradiciones religiosas- los hombres son viajeros que buscan a tientas volver al lugar de donde vienen antes -sea este lugar entendido como Dios, como una pre-existencia a la existencia terrestre, como útero seguro, como infancia grata, o como cualquier territorio que su inconsciente o sus sueños hayan fecundado- el símbolo es la promesa de volver a encontrarse allí, volver a ligarse con lo que ya no es. Re-ligarse.

La mención inicial al símbolo viene a cuento porque la astrología es, precisamente, un sofisticado arte de simbolizar. Una definición simple de la astrología occidental sería la siguiente: es aquella disciplina que busca en los cielos símbolos que permitan reconstruir un sentido para la vida.
La astrología tiene además, por tanto, y desde el vamos, una dimensión -etimológicamente cuando menos- religiosa.

El procedimiento esencial de la astrología consiste en tomar un fragmento del cosmos que acoge temporariamente al hombre, e intentar, a través de ese fragmento, reconocer la totalidad a la que pertenece. Los ‘signos zodiacales’ son verdaderos signos, es decir, cosas que están en lugar de otras, que refieren a otras. A diferencia de las palabras escritas frágilmente en papel, que son los clásicos signos de cualquier lenguaje, estos extraños ‘signos’ zodiacales están escritos ‘para siempre’ sobre el enorme pizarrón nocturno, en una especie de lección complicadísima y dudosa que nunca se termina de aprender.

Una carta natal es un diseño astronómico de un momento único en el desarrollo del Todo. Volviendo a la noción de símbolo mencionada al inicio: para los practicantes de la astrología es, de algún modo, aquel fragmento de cerámica que el Todo regala a sus criaturas cuando se van a vivir en la Tierra de la manifestación objetiva y fragmentada, para que luego recuerden y reconozcan a través de su estudio qué otro espacio más total una vez les dio origen.

Desde este punto de vista, la astrología es una de las tantas formas -tal vez desesperadas- que existen de salvar la caída, de reconstruir cualquier plenitud perdida y añorada. Bastante más y bastante menos que una ciencia -como creen algunos entusiastas entre sus practicantes-, parece ser también una herramienta de consolación. Tal vez por eso ha vivido siempre en una tensión mal resuelta y a menudo belicosa con las religiones institucionales: pregona que el propio intelecto, el propio raciocinio y la propia intuición del hombre son suficientes para dialogar con la propia divinidad, y amenaza así el papel vicario que las estructuras rituales y las jerarquías sacerdotales juegan en esas religiones. Algo fáustico de quien se pierde por su soberbio deseo de conocimiento amenaza, por cierto, a todo astrólogo de cualquier época.

Ahora bien, las ambiciones -eternamente no colmadas debido a su pretenciosidad- de la astrología son las de proveer un sistema de conocimiento. El problema más estentóreo para una cauta y culta mentalidad occidental actual es que, cuando uno se interroga acerca de qué es lo que el método astrológico pretende conocer, la respuesta se resume en cuatro letras: todo. Se puede hacer la carta natal de una persona, de un pollo o de una nación, de un equipo de fútbol o de un matrimonio, del lanzamiento de un cohete interplanetario o del clon de un dromedario. Para la astrología, todas y cada una de esas cartas, si están levantadas en un momento exacto y razonablemente identificable como el de nacimiento de esas entidades, revelarán algo muy esencial acerca de cómo éstas son, y de cómo se desarrollarán.

Esta nota pretende mostrar cuál es la historia, y por qué aún existe esta antigua disciplina o arte conjectural, con la que se ganó la vida Johannes Kepler en una época en que aún era posible pensar el mundo de las apariencias materiales con el rigor de un genio científico y, a la vez, tratar de construir y ver funcionando un modelo del cosmos basado en una teoría de la armonía en donde Dios se expresa a través de ciclos y números. Un mundo a la vez de apariencias materiales y de mensajes profundos sólo accesibles a un genio de pensamiento a la vez observador e intuitivo.
Acaso, el éxito astrológico y científico a la vez de Kepler sea un recordatorio y una admonición de que no todo es tan fácil, dirigido a la nueva astrología masiva que está naciendo ahora, y que da la ilusión de una carta natal en 10 segundos por ordenador -y en esa trivialidad oculta y muestra a la vez el inmenso poder de las antiguas representaciones.

De hecho, aunque los hombres no se ponen de acuerdo acerca de lo que es, algo interesante tiene que haber en la astrología, si ha seguido viva a pesar de que murió definitivamente ya dos veces -entre los años 500 y 1200, y en el siglo XVII. La ciencia no ha podido matarla, tal vez porque, hasta ahora, ningún científico ha constatado que los viejos símbolos -y entre ellos los planetarios y zodiacales-, hayan abandonado el sótano de nuestra psique, donde están las bases de nuestra capacidad para interpretar el libro del mundo.


Tales y el pozo de los comienzos

Tales de Mileto, el primero de los filósofos griegos, cayó en un pozo de agua mientras caminaba distraído observando el firmamento. Según se ha contado, fue rescatado del insuceso por una sirvienta, que le hizo la inteligente y filosófica observación de que la caída en el pozo era la demostración de que el interés por los abstractos cielos desvía al hombre de los asuntos terrenos de los que debe ocuparse. Seguramente, ésta breve anécdota dirá mucho acerca de la figura del astrólogo, a quien la mayor parte del público ve hoy como un freak medieval o un chiflado místico. El dudoso consuelo que provee esta anécdota es que ya se los veía así hace 2500 años.

Y es que Tales de Mileto podría haber sido un astrólogo, aunque no lo fue, porque -contrariamente a lo que a menudo se cree- en su tiempo la astrología, tal como la conocemos hoy, estaba todavía por nacer. Era Tales, en cambio, un cosmólogo que defendía la preeminencia del agua como elemento primordial -tal vez a causa de su experiencia con el pozo- y es por ello citado con razón en la primera página de una de las poquísimas historias serias de la astrología occidental que existen -y la única que existe en castellano-, escrita por Jim Tester en Londres en 1986. Tester recuerda que, muy a pesar de las afirmaciones que vulgarmente repiten sin fundamento la mayor parte de los astrólogos de periódico, quienes afirman que la astrología es inconcebiblemente antigua, “puesto que la astrología propiamente dicha depende de los mapas de los movimientos y las posiciones de los planetas, no pudo surgir antes del desarrollo de la astronomía matemática. Debido a que desde la Antigüedad se han hecho muy diversas y fantásticas afirmaciones sobre el vasto período de la astronomía babilónica, se puede decir sin temor a equivocarse que algún tipo de astronomía teórica y matemática se desarrolló tardíamente en la historia mesopotámica a partir del siglo V a.C., y que el verdadero florecimiento de la ciencia fue obra de los griegos. (...) De esta manera, parece que la astrología horoscópica no se remonta más allá del siglo IV a.C.

Esto significa que la astrología tal como se conoce hoy nace en el siglo de Aristóteles, y no antes, por más que haya existido un tipo rudimentario de anotaciones de las posiciones planetarias en tablillas de arcilla con predicciones puntuales, ya 1800 años antes de Cristo en Mesopotamia.

La ‘astrología’ egipcia, por su parte, fue una fuente que aportó parte de su caudal en los orígenes de la astrología griega.

En cuanto a la hindú -hoy muy desarrollada y socialmente mucho más aceptada en su país que la occidental en Occidente- lejos de ser anterior a la astrología griega, es un derivado de ésta.

De modo que la primera sorpresa parece ser el hecho de que fue la misma civilización que dio origen a la ciencia, a la lógica, a la filosofía, a la literatura y al derecho occidentales, la que adoptó y dio forma a la astrología. Más exactamente, una antecesora de ésta llegó a Grecia en el siglo IV desde Babilonia -los mismos griegos pensaban que fue un personaje referido como “Beroso el caldeo” quien la introdujo-, y fue en el período helenístico, sobre todo en Alejandría, que se formalizó y codificó en sus rasgos básicos y principales.

Debe concederse -dice Vitruvio en el siglo I a.C.- que podemos conocer los efectos que los doce signos, el Sol, la Luna y los cinco planetas tienen sobre el curso de la vida humana a partir de la astrología y los cálculos de los caldeos. El arte genetlíaco
[es decir, el que usa una carta astrológica levantada para el momento del nacimiento de un ser], que le permite descubrir acontecimientos pasados y futuros mediante cálculos astronómicos, es propiamente suyo. Son muchos los que han surgido entre la raza caldea que nos han dejado sus descubrimientos, los cuales están llenos de agudeza y sabiduría. El primero fue Beroso, quien se estableció en la isla de Cos y enseñó ahí, y tras él el docto Antípater y luego Aquinápolo, quien no obstante hizo sus cálculos genetlíacos no a partir de la fecha de nacimiento, sino de la concepción”.

En Las leyes, y especialmente en otro diálogo de autenticidad algo discutida y que a veces se ha considerado debiera formar naturalmente parte de este último, llamado Epinomis, Platón argumenta largamente cómo la contemplación de los ciclos de los cuerpos celestes dan al hombre destinado a gobernar el número, es decir, la sabiduría que permite conocer y comprender la armonía que organiza todo cuanto acontece en este mundo. Es probable que estas ideas hayan llegado a Platón desde oriente, o por influencia de la escuela pitagórica, consagrada a la formalización numerológica y matemática de una visión simbólica y oculta del cosmos.

Aristóteles, en la Física, sistematiza y une las combinaciones de las cualidades primordiales de Cálido o Frío y Húmedo o Seco que había trabajado Zenón de Elea, para dar origen a la teoría de los cuatro elementos: Fuego -cálido-seco-; Aire -cálido-húmedo-; Agua -frío-húmedo-; y Tierra -frío-seco-, que es aun uno de los pilares de la cosmovisión astrológica.

Concluye Tester: “Fueron los griegos quienes a la contemplación de las estrellas, a su magia y sus conjuros añadieron la filosofía, añadieron la geometría y el pensamiento racional sobre ellos mismos y su universo, para crear así el arte de la astrología.

Lejos, por lo tanto, de ser la astrología, en su origen, una especie de umbanda griego, reservado a la superstición de las clases populares, se trató de un sistema sofisticado, cuya aceptación fue preparada por los -discúlpese el anacronismo- intelectuales griegos de la época clásica, y que fue desarrollado luego y en principio por los estoicos, que se contaban entre los físicos y los lógicos más grandes de su tiempo. George Sarton, historiador de la ciencia británico, escribió: “Uno casi podría afirmar que la astrología griega fue fruto de su racionalismo. En todo caso recibió alguna clase de justificación a partir de la noción de cosmos, un cosmos tan bien dispuesto que ninguna parte era independiente de las otras ni del todo (...) El principio fundamental de la astrología, una correspondencia entre las estrellas y los hombres (...) no era irracional”. Los griegos aceptaron, pues, la astrología, y ésta creció dentro de la cultura oficial que hoy vemos como occidental, contribuyendo abundantemente a configurarla. Tester concluye que “dicha aceptación como estudio científico y erudito fue la actitud común, si no es que normal, hacia la astrología hasta el siglo XVIII. Es imposible comprender a hombres como Kepler y Newton, a menos que se conciba a la astrología como lo hicieron los griegos, como un intento racional para trazar el mapa del cielo e interpretarlo en el contexto de la ‘armonía cósmica’ que hace del hombre una parte integral del universo.

El trabajo de los dioses que viven en el sótano

No estaría bien aquí que siguiéramos adelante con la historia de una disciplina que básicamente no se conoce sin antes hacer un esfuerzo por narrar brevemente de qué se trata.
Todo el mundo en este fin de siglo cree tener una idea acerca de qué cosa es la astrología. Se la define en general como “una ciencia que intenta la predicción del futuro a través de la observación de la influencia que ejercen los astros”, afirmación que, para quien esto escribe, es falsa tanto en general como en cada una de sus partes.

Para empezar, la astrología no es una ciencia. No es este el lugar para discutir qué es una ciencia. Si se considera una idea de ciencia muy amplia, en la cual cualquier actividad que incluya observación y corrección de las teorías a partir de la experiencia es ciencia, entonces la astrología si lo es, pero también lo es conducir un coche, el servicio doméstico, o vivir. Si restringimos la idea de ciencia, en cambio, a las actividades como la física o la biología molecular, la astrología no es ciencia. Por su propia naturaleza, no puede aplicar con rigor un método controlado. La afirmación anterior, que molestará a aproximadamente la mitad de los astrólogos serios que lean esta nota, trata de fundamentarse en el trabajo de
(Charles) Perry titulado Cómo conocemos lo que creemos que conocemos.

Siguiendo con la lamentable definición, la cuestión de la “predicción del futuro” no es en absoluto lo central de la astrología, sino solamente una de sus hipotéticas posibilidades. Los astrólogos actuales hacen básicamente un diagnóstico de las características y condiciones psicológicas y anímicas de su cliente, lo cual puede tal vez ser una ayuda para cualquier experiencia interior de autoconocimiento.

En manos de un profesional formado en psicología, también puede servir de ayuda para diversas clases de terapia. A su vez, si las creencias psicológicas y el estado interior de una persona guardan alguna relación con lo que es su vida exterior -afirmación que seguramente no parecerá demasiado descabellada-, la astrología tiene también algo que decir al respecto de las condiciones exteriores, materiales de la vida, y esta es la parte que toca al futuro, y al pasado.

Un buen astrólogo puede hacer afirmaciones muy interesantes respecto no sólo del futuro, sino también del pasado de la persona, el cual él no conoce, pero su cliente sí. De este modo, pedirle que le hable sobre lo que ya ocurrió sería una de las buenas maneras que tiene una persona de testear la seriedad de su astrólogo antes de gastar dinero en él.

Finalmente queda la cuestión de las “influencias” de los planetas y las estrellas. No hace falta creer en ninguna influencia astral para ser astrólogo, y de hecho muchos astrólogos no creen en ellas en absoluto, o al menos dejan esa cuestión para debatirla en conversaciones triviales.

Ya para muchos entre los antiguos, los planetas no son causa de los fenómenos en la tierra, sino meramente signos de estos. La diferencia no es trivial, sino esencial. Si los planetas son causas, entonces el universo es una máquina, y deben detectarse físicamente los ‘rayos’ que salen de Marte y le ‘pegan’ a un recién nacido para hacerlo belicoso.

Por supuesto, estos rayos no se han descubierto aún, lo cual permite a los científicos explicar con elegancia a los astrólogos que la fuerza gravitacional del cuerpo de la partera es mucho mayor que la de Marte en ese sacro momento cósmico, para no hablar de la luz de la sala de partos en relación con la del planeta rojo. El astrólogo que cree en las ‘influencias’ queda así en ridículo, pues se ha auto-invitado a la fiesta del materialismo cientificista y se encuentra en medio del salón, con su frac, pero sin pantalones.

En cambio, la tradición astrológica ha dicho siempre con mucha claridad que los planetas son signos de lo que ocurre en el cosmos. Esta idea presupone que el cosmos es un ser vivo, una unidad, en donde todas las partes se comportan en armonía porque, justamente, son partes de ese todo. De esta manera, la observación sistemática del comportamiento de una parte de esa totalidad -los planetas- permite al estudioso hacer inferencias para conocer el comportamiento de cualquier otra parte de ese todo -por ejemplo, la vida de un hombre-, puesto que ambas partes son solidarias.

Es la idea de que el hombre es un microcosmos dentro del macrocosmos, que su vida y su espíritu particulares repiten y dialogan con el universo continuamente. Esto es lo que ha dicho siempre la máxima atribuída a Hermes Trismegisto y que preside todo conocimiento hermético: “Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, para que así se cumpla la maravilla de la Unidad”.

De modo que lejos de ser una ciencia predictiva a partir de influencias, la astrología tiene mucho más que ver con un arte conjectural -como lo era antiguamente la medicina o la navegación-. Así la definió Morin de Villefranche, el más grande entre los astrólogos del Renacimiento.

Un arte que tiene que ver con contenidos mitológicos ahora aparentemente en desuso, pero que parecen seguir viviendo en el sótano de la psique. De ser eso así, podrían seguir siendo ahora tan o más significativos que antes. Y que esto es así, es algo que saben bien los escritores de guiones cinematográficos, los escritores en general, los psicólogos, los políticos mediáticos y los creativos publicitarios finiseculares, para mencionar sólo a algunos de los que se ganan la vida con una actualización de las luchas entre los dioses del panteón griego. La astrología es parte de ese mismo mundo.

La máquina de asemejar

La astrología funciona como una máquina de hacer metáforas apoyándose en unas reglas de elocuencia retórica. Es un sistema de símbolos que, al interrelacionarlos, produce un lenguaje simbólico. Este lenguaje está basado en factores independientes de la voluntad de sus intérpretes. Los planetas, la Tierra, y sus respectivos movimientos celestes son objetivos, y medibles más allá de la voluntad del observador. Esas son sus reglas, y son normativas. Por ejemplo, ningún astrólogo puede considerar que Saturno está en Virgo, si está en Escorpio. Ningún astrólogo puede, tampoco, juzgar que la Luna tiene que ver con los largos plazos, o que Mercurio rige las emociones, etc.

La carta natal es simplemente un esquema astronómico del cielo visto desde determinado lugar de la Tierra, en un determinado momento. El lugar y el momento son los del nacimiento del ser acerca del cual se quiere investigar, y esa es la razón por la cual los astrólogos necesitan solamente la fecha, hora y lugar de un nacimiento para hacer una carta natal. Esta es, grosso modo, la parte de la astrología en la que la astronomía tiene ingerencia, y sólo esta. Por eso, parece descaminado que los astrónomos sientan que aún tienen autoridad para hablar -mal- de astrología.

Se trata, evidentemente, de un mal entendido, puesto que la astronomía se encarga de la descripción de los aspectos materiales del universo, mientras que la astrología intenta hacer una lectura simbólica de ese mismo universo. Nada que ver entre sí. Es como si el dueño de una imprenta quisiera ser admitido en un congreso de filosofía, bajo el argumento de que los libros de filosofía son impresos.

La máquina de asemejar II

Luego viene la interpretación de esa carta, y aquí es donde comienza el gran problema, el verdadero corazón de todo lo que interesa decir acerca de la astrología, y que por supuesto, es por eso lo más difícil.
Metáfora de la estructura de la conciencia occidental, el zodíaco de 12 signos y los 10 “planetas” son una “máquina de interpretar”, una tecnología para construir imágenes significativas.

Esta máquina tiene sus reglas de construcción y funcionamiento. Y la mentalidad científica del hombre culto occidental de los siglos XIX y XX rechaza esas reglas y ese método casi por instinto, puesto que se ha habituado a una visión del mundo en general muy diferente, en que por un lado están las ciencias, que proveen conocimiento objetivo y comprobable, y por el otro están las artes, que proveen placer estético. La astrología es una disciplina extraña, que está a caballo entre unas y otras, puesto que a la vez su método es el de metaforizar de acuerdo a reglas, como lo haría un retórico medieval, mientras que sus conclusiones se presentan a nuestros ojos como afirmaciones de verdad objetiva o comprobable. El corto-circuito epistemológico que subyace aquí es notorio, aunque son pocos quienes han estudiado ese proceso de encontrar significado que desarrollan los astrólogos.

Sin embargo, lo que postulamos en esta nota es que ese mecanismo no es equivocado, sino algo peor o mejor: es anacrónico en un sentido muy relevante. El hombre occidental ya no piensa como en el siglo XV, y es precisamente por eso que la astrología -que supone una cosmovisión del siglo XV y acaso una del siglo XXI a la vez- ha estado en bancarrota semántica durante los últimos tres siglos.

Michel Foucault describe muy bien -como veremos un poco más abajo- el ‘giro copernicano’ en los modos de conocer el mundo que fue la anticipada y única guillotina que verdaderamente mató -provisoriamente, parece- a la astrología a comienzos del siglo XVII.

La máquina de asemejar III

Umberto Eco postula en un largo capítulo de su libro Los límites de la interpretación que lo que él llama ‘semiosis hermética’ es un proceso por el cual el mundo se interpreta como un libro -o un libro, como mundos-. En este caso, observa el semiólogo italiano, el practicante de la semiosis hermética tiene una “visión sospechosa del mundo”, y ha desarrollado un método obsesivo. “Sospechar, en sí, -dice Eco- no es patológico: tanto el detective como el científico sospechan por principio que algunos fenómenos, evidentes pero aparentemente irrelevantes, pueden ser indicio de algo no evidente; y sobre esta base elaboran una hipótesis inédita que luego someten a prueba. Pero el indicio se toma como tal sólo con tres condiciones: que no se lo pueda explicar de una manera más económica, que apunte hacia una sola causa (o hacia una clase restringida de causas posibles) y no a una pluralidad indeterminada y disconforme de causas, y que pueda formar sistema con otros indicios.”

La descripción de Eco cierra muy bien con lo que aparentemente hace un astrólogo, cuando toma los signos del cielo para hacer sus inferencias. Y Eco intenta, en el capítulo citado, una demolición de la semiosis hermética y de quienes la practican. Los acusa de ser maniáticos buscadores de un ‘secreto diferido’ que nunca se encuentra y que, por lo tanto, no existe, y de sacar conclusiones no económicas e incomprobables.

Un astrólogo era, cuando la astrología era una disciplina inserta en una sociedad como la renacentista que comprendía y conocía el mundo a través de unas cadenas de signaturas, un erudito intérprete, para sus contemporáneos, de ese mundo compartido por la experiencia de todos. Era su misma erudición la que le permitía adivinar, puesto que el mundo de aquella astrología era un mundo en el cual los sucesos se iluminaban e interpretaban de acuerdo con un modelo general preexistente.

Los hechos ilustraban el modelo y sólo tenían lugar y sentido a partir de él, y no al revés. El erudito del modelo -por ejemplo, del modelo astrológico- usaba su erudición para poner en orden lo que ocurría, para darle sentido, para interpretarlo. La verdad era revelada, y el destino ya estaba escrito, y la erudición de qué cosa era semejante con qué otra era la que permitía descifrar lo que había ocurrido, y lo que iba a ocurrir.

Ahora bien, una vez que el mundo deja de verse de acuerdo con esos supuestos, una vez que esos modelos interpretativos hechos de símbolos dejan de constituir el standard, una vez que son olvidados y que no se enseñan más, salvo bajo la forma de mitos y cuentos sin referencia aparente, quien los siga estudiando y conociendo pasa, por un lado, a ser un marginal de las ideas.

Por otro, si es verdaderamente capaz, pasa a ser un peligro, pues tiene un conocimiento que ahora subyace por debajo de los modos de ver e interpretar el mundo aceptados colectivamente. La astrología es en ese sentido ahora mucho más esotérica de lo que nunca fue. Y el astrólogo actual es básicamente un poeta y un retórico, cuyo repertorio son los mitos fundacionales de la cultura, que parecen olvidados pero que están allí nomás, a muy poca distancia de la superficie, completamente vivos por lo demás en la estructura de los cuentos de hadas, de la literatura, del cine, y de las historias de poder, sexo y muerte que se escriben en cualquier diario todos los lunes.

La desconfianza y el método obsesivo del que habla Eco, y su inteligente e irónica descripción de la semiosis hermética, dejan de lado que el ‘libro del mundo’ que la astrología interpreta, es decir, la carta natal, sí está sujeta a limitaciones, y éstas vienen de la estructura misma de la disciplina astrológica, marcada a su vez por la estructura del cosmos. Esto se explica cuando se piensa en el astrólogo como si fuese un creador de pequeños relatos míticos a medida de su cliente, que es de hecho todo lo que es.

El problema no es interpretar, sino interpretar bien

Lo que hace de hecho un astrólogo es básicamente lo mismo que hace un artista verbal. Ambos buscan construir analogías y buscar semejanzas, dos mecanismos clásicos en la construcción de metáforas. Por ejemplo, en astrología, Marte se liga con el color rojo, luego con la sangre, luego con la violencia, luego con las heridas, luego con la guerra, luego con el hierro, luego con el valor, luego con el riesgo, luego con los músculos, luego con la voluntad, luego con la masculinidad, luego con los testículos, luego con la sexualidad masculina, luego.... Venus se relaciona con el color verde, luego con la naturaleza primaveral, luego con pasarla bien, luego con el descanso, luego con el placer, luego con un estado pacífico y perceptivo, luego con la receptividad, luego con la sexualidad receptiva, luego con la sexualidad femenina, luego.... La cadena parece infinita, y para una mentalidad analógica, es interesantísima y hasta divertida. Para una mentalidad poética, es preciso que las analogías sean bellas e iluminen nuevos sentidos. Para una mentalidad predominantemente científica o racionalista, a menudo todo esto carece de sentido.

Lo que cree Eco es que, en esta jacarandosa carrera detrás de la próxima imagen, no existen límtes a una deriva infinita del sentido, lo cual hace que las interpretaciones sean radicalmente incontrolables. Es una postulación que considera que lo que hacen los practicantes del esoterismo, cuando piensan, es usar el modelo semiótico de Charles S. Peirce tal como sería aplicado por un mero loco. Lo que subyace a esta visión -típica a su vez de un mero teórico de los signos-, es la suposición de que el conocimiento del mundo, es decir, lo que permite la competencia lingüística de cualquier hablante, es inexistente o está enferma en quienes practican la antedicha semiosis hermética.

Pero el problema aquí es de otra índole. No es que la deriva infinita de significados sea aplicada sin sentido por los astrólogos, sino que es aplicada con el sentido que cada astrólogo posee. Es decir, una perogrullada: cada astrólogo es tan inteligente y tan culto como es. No es que el sistema en sí garantice el conocimiento falso, sino que el sistema analógico requiere de determinada capacidad, determinado talento, que puede mejorarse con la experiencia y el estudio, pero que sin duda forma también parte de la capacidad innata de cada persona.

El punto clave en el señalamiento que Eco hace de los peligros de la semiosis hermética está en que la semiosis hermética parece menos controlable como forma de conocimiento que el método de asociaciones experimentalmente controladas de la ciencia moderna. Y ciertamente, lo es. Es la razón por la cual se puede formar un ingeniero de modo que los puentes no se caigan, pero no se puede formar un poeta de modo que los poemas no rechinen.

Tampoco se puede formar un astrólogo de modo que sus interpretaciones funcionen.

La preocupación de Eco acerca de que la interpetación en la semiosis hermética no está limitada por el texto que se interpreta, como él sostiene que si lo está en la interpretación de un texto literario, por ejemplo, es también cuestionable. La interpretación de una carta astrológica, por ejemplo, está plenamente limitada porque la interpretación de una carta implica un diálogo entre al menos dos seres racionales -el astrólogo y su consultante-, por un lado, y ese diálogo tiene que tener algún sentido para ambos, en el marco de una cultura.

Y por otro lado, está limitada porque los notorios errores de interpretación que un astrólogo comete son penados por sus clientes con el abandono de ese astrólogo, con lo cual se produce una suerte de selección natural. Los astrólogos que practican la semiosis hermética de responsabilidad ilimitada al estilo que Eco cree que hacen todos los esotéricos, mueren de inanición a la vuelta de la esquina. Y eso a fines del siglo XX. En el siglo XIV morían en la hoguera, y en la década del 40 de este mismo siglo, en los campos de concentración. Esos son los límites de la interpretación de una carta astrológica, tan materiales que dan miedo.

Foucault y el fin (provisorio) del mundo de lo semejante

Michel Foucault escribe en el capítulo 3 de Las palabras y las cosas algo un poco más sutil que lo de Eco, respecto de esta actitud de interpretar el mundo a través de la semejanza:

“El loco, entendido no como enfermo, sino como desviación constituida y sustentada, como función cultural indispensable, se ha convertido, en la cultura occidental, en el hombre de las semejanzas salvajes. Este personaje, tal como es dibujado en las novelas o en el teatro de la época barroca y tal como se fue institucionalizando poco a poco hasta llegar a la psiquiatría del siglo XIX, es el que se ha enajenado dentro de la analogía. Es el jugador sin regla de lo Mismo y de lo Otro. Toma las cosas por lo que no son y unas personas por otras; ignora a sus amigos, reconoce a los extraños; cree desenmascarar e impone una máscara. Invierte todos los valores y todas las proporciones porque en cada momento cree descifrar los signos: para él, los oropeles hacen un rey. Dentro de la percepción cultural que se ha tenido del loco hasta fines del siglo XVIII, sólo es el Diferente en la medida en que no conoce la Diferencia; por todas partes ve únicamente semejanzas y signos de la semejanza; para él todos los signos se asemejan y todas las semejanzas valen como signos. En el otro extremo del espacio cultural, pero muy cercano por su simetría, el poeta es el que, por debajo de las diferencias nombradas y cotidianamente previstas, reencuentra los parentescos huidizos de las cosas, sus similitudes dispersas. Bajo los signos establecidos, y a pesar de ellos, oye otro discurso, más profundo, que recuerda el tiempo en el que las palabras centelleaban en la semejanza universal de las cosas: la Soberanía de lo Mismo, tan difícil de enunciar, borra en su lenguaje la distinción de los signos.”

Lo que le ocurrió -y aún le ocurre- a la astrología, no es que su sistema no sea “verdadero”, ni es que su conocimiento sea necesariamente “falso”. Es que, de alguna manera, utiliza una moneda que ya no es de curso. Esa moneda, se argumenta quizá con mucha razón, es una moneda de un valor inmenso. Pero mayoritariamente ese valor no se reconoce. El oro que la astrología tenga para ofrecer es considerado lata.

Foucault fecha bastante precisamente el momento en que esta caída del saber analógico tuvo lugar: “A principios del siglo XVII, en este período que equivocada o correctamente ha sido llamado barroco, el pensamiento deja de moverse dentro del elemento de la semejanza. La similitud no es ya la forma del saber, sino, más bien, la ocasión de error, el peligro al que uno se expone cuando no se examina el lugar mal iluminado de las confusiones.

Descartes funda y precisa entonces, con rigor, cuáles son los tipos de comparación. Bacon expone también una crítica de la semejanza. “Todo esto -dice Foucault- ha tenido las mayores consecuencias para el pensamiento occidental. Lo semejante, que durante mucho tiempo había sido una categoría fundamental del saber -a la vez, forma y contenido del conocimiento- se ve disociado en un análisis hecho en términos de identidad y de diferencia, además, ya sea indirectamente por intermedio de la medida o directamente y al mismo nivel. La comparación se remite al orden; por último, el papel de la comparación no es ya revelar el ordenamiento del mundo; se la hace de acuerdo con el orden del pensamiento y yendo naturalmente de lo simple a lo complejo. Con esto se modifica en sus disposiciones fundamentales toda la episteme de la cultura occidental. Y en particular el dominio empírico en el que el hombre del siglo XVI veía aún anudarse los parentescos, las semejanzas y las afinidades y en el que se entrecruzaban sin fin el lenguaje y las cosas -todo este inmenso campo va a tomar una nueva configuración.”

Así es como la astrología ‘murió’ a comienzos del siglo XVII. No la mató nadie en particular, ni ninguna institución. Como dice Tester, “la astrología murió igual que un animal o una planta dejados a la deriva por la evolución. Nadie la mató. Sobrevivió a los ataques que le dirigieron sus detractores casi desde sus comienzos (...). Pero entonces el mundo cambió a su alrededor y sobre ella, y la dejó atrás

Es en aquel preciso momento que la astrología no muere, pero queda en estado cataléptico. Sólo sobrevivieron los “almanaques” de disparatadas y triviales predicciones, en todo similares a las que aparecen hoy en la sección entretenimientos de revistas y diarios de todo el mundo. Ya no eran grandes pensadores como San Agustín o Pico della Mirandola quienes la cuestionaban, sino que era un satírico como Swift quien se encargaba de ella.

Ese panorama no cambió hasta fines del siglo XIX, en que un nuevo empuje de ideas a-lógicas pero no irracionales provenientes de la tradición esotérica occidental y de las culturas orientales la hicieron renacer.

Fue solamente en Inglaterra en donde se mantuvo viva la llama de cierta preocupación astrológica seria a los largo de esos doscientos años de ostracismo. Sepharial, Alan Leo, y otros astrólogos británicos encabezaron un renacimiento de la astrología que luego se extendió al resto del mundo, y se concretó de un modo totalmente sorprendente en el s. XX.

Ahora es la visión moderna del mundo, la visión racionalista y lineal, materialista y ‘científica’ que supuestamente había ‘matado’ a la astrología, la que está a su vez en crisis. No es en absoluto curioso entonces que la astrología haya vuelto a cobrar fuerza en un mundo no irracional, pero si pos-racional. Desde las primeras décadas de este siglo hubo nuevos estudiosos de la antigua disciplina que la refundaron de un modo nuevo.

Oskar Adler, Von Klöcker o Witte en Austria y Alemania. Dane Rudhyar, Stephen Arroyo o Robert Hand en Estados Unidos. Charles Carter o Liz Greene en Inglaterra, André Barbault o Hadès en Francia. La lista debería incluir cientos de nombres. Todos ellos son o han sido pensadores sincréticos. Algunos han intentado unir la astrología y la psicología de corte jungiano, gestáltico, humanista, y hasta psicoanalítico. Otros han reformulado los conceptos tradicionales en un lenguaje emparentado con las nuevas metáforas del mundo provenientes de la física cuántica o de la teoría de la información. Otros han tratado de reunir de nuevo a la astrología con su vieja raíz esotérica, mística o espiritual.

El astrólogo serio de fines de siglo es sin duda un curioso ejemplar, además de ser difícil de encontrar. Por un lado, su trabajo es el de mantener viva una forma de la tradición, siendo en ello un conservador. En esto, comparte su suerte con los expertos en protocolo de la Corona británica, o con los investigadores de la heráldica.

A la vez, es un excéntrico incorregible que cree -y tal vez sabe- que el mundo -sin distinciones entre pasado, presente o futuro- siempre puede leerse con la ‘máquina de asemejar’. Esta máquina que construye metáforas y asocia lo sólo aparentemente diverso es tal vez la misma que desde la poesía o el arte en general sigue proveyendo al mundo de belleza.

Esta máquina que construye metáforas y asocia lo sólo aparentemente diverso es tal vez el ánima que mantiene unido al universo que la ciencia actual investiga. Aunque las estrellas se ven en el cielo, lo esencial de ellas es invisible a los ojos, es lo que dice la astrología. Ya lo había dicho Saint Exupèry, que no era astrólogo, pero se ocupaba también del cielo y de aquello que no se ve pero es también de vida o muerte, desde el cockpit nocturno de un avión.


* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 42

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