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			1. lugar vacío
 
			En una contratapa de Tiempo de crítica (TdC) 
			hice algunos apuntes breves sobre cierto sujeto maravilloso de la 
			cultura contemporánea: el
			adolescente. 
			Anotaba que la psicología de las edades o los empiristas evolutivos 
			describen al adolescente 
			objetivamente, tal como lo hace un profiler del FBI: 
			labilidad del yo oculta tras una paradójica exacerbación del yo, 
			tendencias gregarias y tribales, carácter imitativo o mimético, 
			ritual o disciplinario, actings pasionales explosivos en 
			formas extremas de amor-odio, extrañamiento histérico narcisista 
			(vergonzoso o exhibicionista) del cuerpo mutante, sumisión absoluta 
			tras una máscara arrogante de rebeldía reactiva, cierta dolorosa 
			pragmática individualista y hasta hedonista, tentación adictiva con 
			los juegos de desafío y competitividad, con los de experimentación, 
			con los de vértigo y los estados alterados. En fin. También decía 
			que al adolescente no se lo descubre ni se lo describe: se lo 
			produce como una forma fantástica, hiperrealista e hipertrófica 
			(toda forma en la cultura de masas tiene esas características 
			fundamentales), vehículo puro de trasmisión de todas las demás 
			formas fantásticas, hiperrealistas e hipertróficas. Y esta 
			producción es más bien compleja: no se trata simplemente de 
			producirlo en el sentido clásico de agregar un objeto nuevo a un 
			mundo viejo. La operación tiene algo de aleatoria y paradojal: 
			comienza a aparecer, quién sabe cuánto tiempo atrás y en qué 
			estructura simbólico-cultural, un lugar práctico o práxico para el 
			sujeto adolescente que luego es llenado con un objeto 
			empírico-positivo que se describe y se mide. La cultura occidental 
			ya esperaba al adolescente. Y 
			él llega, puntualmente, a situarse bajo las luces del espectáculo o 
			de la ciencia descriptiva —y eso no debería asombrarnos en absoluto. 
			Luego se lo celebra o se lo aborrece. Cualquiera es adolescente, no 
			importa la edad biológica o histórica, y por lo tanto el tema no es 
			el adolescente, sino la generalización funcional de su figura y su 
			concepto. 
 
			2. indeterminación
 
			La modernidad clásica sostenía que el niño era un 
			proyecto del adulto y el adulto era un proyecto de sí mismo, 
			determinado por el niño —y ahí se levantaba la historia como drama y 
			organización narrativa del tiempo colectivo. El adolescente, en 
			cambio, es un paréntesis en el que se es nada y se es todo. Es una 
			tragedia absoluta en la que no hay origen ni destino y por lo tanto 
			tampoco historia. El adolescente es una abolición de la edad. Es un 
			desdibujamiento o un desfondamiento de la dialéctica 
			infancia-madurez o infancia-sujeto alrededor de la cual ha girado la 
			historia y la metafísica moderna del sujeto político desde Descartes 
			a Kant y Hegel, incluyendo a Marx y al psicoanálisis. Una dialéctica 
			inclusiva de la alteridad en la que infancia no es algo dado 
			objetivamente sino que es infancia del sujeto, y por lo 
			tanto, un necesario desdoblamiento après-coup del sujeto, una 
			alteridad que es subjetivable porque ya contiene, embrionariamente, 
			al propio sujeto. Así, el paradigma inmadurez-madurez manejado por 
			Descartes en las Meditaciones, o la famosísima definición de
			Ilustración dada 
			por Kant como “arribo a la mayoría de edad”, se apoyan en ese 
			antagonismo un poco desconcertante en el que la madurez no es sino 
			(negativamente) cierta capacidad de darnos cuenta de que ayer éramos 
			inmaduros o “menores de edad”, es decir que madurez, además 
			de uno de los polos de la oposición, es el tercer punto que permite 
			plantear el propio antagonismo. Solamente podemos ser maduros a 
			condición de reconocer que algo en nosotros sigue siendo inmaduro. 
			O, lo que es lo mismo, solamente podemos pensar o ser sujetos a 
			condición de reconocer que algo en nosotros todavía no piensa o no 
			es sujeto (el cuerpo, la infancia). Esta lógica paradojal funda la 
			historia y la organización narrativa del tiempo como dialéctica de 
			superación.  
			Acá llamemos adolescencia a eso que irrumpe 
			como la catástrofe de esta dialéctica: un simple punto intermedio de 
			indeterminación, una singularidad absoluta, clavada en sí misma, sin 
			idea, sin memoria y sin porvenir. La adolescencia es un punto de 
			mutación y tránsito entre la infancia y la madurez que tiene la 
			propiedad de absorber y disipar toda la lógica temporal de la 
			contradicción infancia-madurez, de estropear en lo real del goce  el 
			grano dramático de la historia y del sujeto.  
			Me va a resultar útil aquí tomar los giros expresivos 
			de Deleuze y Guattari e imprimirles un sentido opuesto. La 
			adolescencia corona ese campo ilimitado de un perpetuo devenir 
			adulto del infante o de un perpetuo devenir infante del 
			adulto. Así como el intergénero corona un perpetuo devenir 
			hombre de la mujer y un perpetuo devenir mujer del hombre. O más 
			allá, más cerca del delirio voluptuoso y de la psicodelia: un 
			perpetuo devenir animal-estrella-árbol-máquina-dios del hombre. La 
			adolescencia o el intergénero es la coronación de una utopía y de 
			una libertad real: ¿por qué ser rehenes de este pobre esquema 
			binario infancia-sujeto u hombre-mujer que encadena en la miseria de 
			su estructura rígida a toda la compleja vitalidad diversa de las 
			energías, donde no hay ser ni idea sino solamente la fluidez de 
			los devenires sin origen ni destino ni organización del tiempo? 
			Pero este tonto argumento empirista potencia el error que pretende 
			combatir: no existe el hombre y no existe la mujer excepto como 
			convenciones categoriales que empobrecen la complejísima polifonía 
			de lo existente. En realidad ya sabíamos eso, y sabíamos, también, 
			un poco más: hombre o mujer, niño o sujeto, no designan nada del 
			orden de lo realmente existente o de lo en-sí: están ahí como 
			operadores de un antagonismo, una dialéctica y una lógica de la 
			alteridad. Y sin esa dialéctica negativa no podríamos pensar que hay 
			una “complejísima polifonía de lo existente” que escapa a la 
			estructura de nuestro pensamiento. ¿Cómo decir devenires mujer 
			del hombre si no me apoyo en el punto ciego de un
			lenguaje que 
			presupone el antagonismo hombre/mujer?: el argumento se hunde en la 
			locura, víctima del desengaño, que no es sino una confirmación 
			definitiva del engaño. El argumento heraclitano (por así llamarlo) 
			de que todo es ser en el devenir rigurosamente debería 
			enfrentarse a la angustiante aporía de que no tiene un
			lenguaje para decir 
			devenir o para decir ser. En “la tranquila simplicidad 
			del devenir” (Hegel) no hay ser ni hay no ser, no hay devenir y no 
			hay tiempo, no hay vida y no hay muerte, hay todo y no hay nada. El 
			argumento por la adolescencia es un argumento adolescente.
			 
			La indeterminación de la figura del adolescente tiene 
			una impensable potencia energética. Si en el pasaje infancia-madurez 
			lo que hay es, precisamente, una organización o una administración 
			social de la energía, la adolescencia, la última energía del motor 
			del mercado liberal, es una energía incomparablemente loca y 
			vistosa: circulación, derroche, explosiones, recaídas, dispersiones 
			y reagrupamientos súbitos. El adolescente mantiene viva la fuerza 
			misma del mercado: la circulación incesante de todo. Y dice Badiou 
			que dice Platón que un viejo avaro es quien cobra los beneficios de 
			la máquina energética del adolescente. Por tanto, el “sujeto 
			democrático” es un viejo amarrete injertado en el cuerpo de un 
			adolescente pródigo. Su paradigma, dice, es la vieja estrella 
			rockera, millonaria y decadente, que le sigue gritando al micrófono, 
			mientras su cuerpo trasnochado se retuerce.
 
			3. inmortales y célibes
 
			El adolescente generalizado es una figura eterna: no 
			conoce la historia y no conoce la muerte. “Ser inmortal es baladí”, 
			dice Borges, “excepto el hombre todos los animales lo son, pues 
			ignoran la muerte”. El asunto, claramente, no es la muerte, la 
			muerte literal, asimbólica, indialéctica (ese momento inefable y 
			real en el que la máquina, el cuerpo, simplemente se apaga), o la 
			inmortalidad, siempre “baladí”. El asunto es un significante de 
			la muerte, significante alrededor de cuya aceptación (o 
			conciencia) se levanta el
			lenguaje.
			Soy mortal, soy finito, histórico, vulnerable y limitado a 
			mi circunstancia —pero ese enunciado dice forzosamente algo más, 
			un algo más que termina por ser lo contrario a lo que se 
			quiere decir: me sé mortal, puedo pensar mi finitud,
			puedo situarme “por encima” de mi vulnerabilidad y de mi 
			circunstancia: y ahí, precisamente, por un momento soy, por así 
			decirlo, inmortal, participo de la eternidad desde mi 
			historicidad (un inmortal no podría tener esa conciencia, de ahí el 
			carácter trivial o insignificante de la inmortalidad). Soy libre de 
			pensar mi circunstancia y mi limitación (mi alienación): soy 
			(determinado por) el que fui, soy (proyectado en) el que seré, pero 
			nunca soy (simple y plenamente) el que soy. Ese desequilibrio, esa 
			no plenitud es lo que permite el pensamiento y la conciencia. Y el 
			Otro (mi alteridad antagónica, que de algún modo soy yo mismo), mi 
			relación siempre problemática y dañada con esa alteridad, es 
			precisamente lo que me mete en la historia y por tanto en lo social: 
			el Otro es el nombre que le doy a eso que me empuja o me obliga a 
			ser Sujeto. 
			No es raro que una cultura fascinada con el 
			adolescente esté fascinada también con el andrógino y el gender 
			bender. Todas son imágenes menos de rebeldía o excentricidad que 
			de indeterminación, figuras de una suspensión narcisista del
			lenguaje 
			que ignoran la alteridad y se entregan a un amor gemelar, célibe, 
			incestuoso. No hace mucho vi a una joven pareja gay de 
			varones: discreta, correcta, distraída en todo caso en la burbuja de 
			sus silenciosos juegos internos, sin ocultarse pero sin exhibirse. 
			Sólo un rasgo llamaba la atención: eran idénticos. Uno más alto, 
			pero ambos uniformados por el mismo corte de pelo (muy corto en 
			sienes y nuca, con un penacho superior), el mismo mechón decolorado 
			en el mismo sitio, las cejas dibujadas de la misma forma, el mismo 
			aro en el lóbulo de la oreja, la misma tobillera en la pierna 
			izquierda. La perfecta máquina célibe de un amor especular, sin 
			riesgo y sin intercambio. No es necesario salir a respirar el aire 
			peligroso del Otro, no es necesario el impacto traumático de un 
			encuentro, de una confrontación con mi alteridad y por lo tanto con 
			mi propia muerte. Esa figura gemelar incestuosa, esa máquina 
			narcisista especular no es el antagonista del acoso, de la (in)tolerancia 
			y de la irrupción monstruosa de un otro extranjero: es su correlato 
			más íntimo, su forma más solidaria y próxima. Si forcluyo al Otro y 
			construyo la máquina narcisista radical en su ausencia más completa, 
			ese otro solamente puede volver como un real aterrorizante. 
			El adolescente, fetiche contemporáneo, figura de 
			permanente tránsito, mutación y devenir, y, por lo tanto, paradójica 
			congelación de una identidad absoluta, inmortal y eterna, no puede 
			tener historia ni puede tener Otro. El adolescente es la imagen 
			perfecta de una cultura aterrorizada con la muerte y aterrorizada 
			con el Otro. Ya hace tiempo que no tenemos edad ni generación: nos 
			hemos igualado a nuestros hijos. Tecnología masiva, ansiedad 
			comunicativa o expresiva, flotación libre de los gustos y los 
			hábitos y las identidades, rejuvenecimientos químicos o quirúrgicos. 
			Y ya hace tiempo que no tenemos Otro: o bien proyectamos nuestra 
			imagen gemelar (la forma extrema de la comunidad como máquina 
			célibe), o bien vivimos bajo la modalidad paranoica del acoso o de 
			la víctima (el otro como extranjero, objeto parcial real 
			monstruoso). Seguridad, protección, amparo, y ya no liberación.
 
			4. descreimiento 
			 Nuestra cultura también es adolescente en tanto no parece creer en 
			nada: vivimos aterrorizados o extasiados el momento congelado de la 
			desmentida: los reyes son los padres, los padres son idiotas, no 
			existe el bien ni la justicia ni las ideas y todo es un invento de 
			viejos nihilistas, autoritarios y conservadores, para someter y 
			manipular la energía adolescente de la vida. Solamente existo yo, mi 
			cuerpo, mi libertad. La imagen publicitaria adolescente es la ética 
			del superhombre. Si Descartes, Kant o Hegel son adultos,
			Nietzsche 
			(Dios me perdone) es adolescente. Por eso la pasión antimetafísica y 
			antifilosófica por Nietzsche de las últimas décadas es un síntoma 
			intelectual de algo: la miseria de la trascendencia, al ser 
			entendida como mera superchería teológica o religiosa. Y en tanto no 
			creemos en nada podemos jugar con todo. Pasemos por alto el conocido 
			argumento de que el descreimiento es precisamente la modalidad más 
			fuerte y fundamentalista de la creencia: solamente porque creemos, y 
			porque creemos furiosamente, es que preferimos evitar el 
			riesgo dañino de la seriedad, de la gravedad de la 
			creencia, situándonos livianamente en la inofensividad de un mundo 
			de juegos, de citas y de comillas. Un mundo en el que todos juegan 
			(con los cuerpos, las identidades, los objetos, los lenguajes, las 
			ficciones, las realidades virtuales) es, por aquello del no-todo, un 
			mundo en el que nadie juega. La realidad es una mera ficción de la 
			hegemonía adulta que se disuelve por completo en el gesto 
			adolescente de la desmentida (no hay tal realidad), y en ese sentido 
			ya no cumple el papel dialéctico de un lugar conceptual que nos 
			permite salir del juego en tanto pensar el juego y 
			pensarnos en el juego. La mecánica puede resumirse en el chiste 
			de Umberto Eco: antes el enamorado decía a su amada “yo te amo”; 
			ahora dice: “como dice Corín Tellado: ‘yo te amo’”. Este doble juego 
			perifrástico le permite separarse y aislarse completamente de la 
			situación riesgosa o dolorosa de amar. Así, podemos jugar a ser 
			otros, podemos jugar al fanatismo, jugar a matarnos, jugar a amar o 
			a odiar desesperadamente, jugar a la locura y al vértigo, porque aún 
			sabiendo que son juegos (y hasta cierto punto, porque sabemos 
			que son juegos, entrecomillamientos sin consecuencia ni 
			responsabilidad alguna) no podemos salir de ellos, no podemos 
			pensarnos en ellos, no nos sentimos (debido a la magia cínica sin 
			fallas del simulacro) algo más que los juegos que jugamos. Así, los 
			asuntos clásicos de la alienación y de la liberación ya no cuentan 
			en absoluto en la sociedad adolescente de los juegos, los simulacros 
			y los rituales. Ya no vivimos en el drama histórico de la alienación 
			sino en la tragedia eterna de la urgencia del goce.
 
 
			5. lo asocial
 
			Las culturas comunitarias, esas utopías célibes 
			inquietantes que Hollywood muestra incesantemente, comunidades 
			imaginarias horizontales con fobia al Estado o a las instituciones, 
			hechas de vecindad, proximidad y vínculos de apego o de raigambre 
			(el barrio, las residencias, las familias, las hermandades, el club 
			de retirados militares, los grupos de ayuda o apoyo, la fraternidad 
			de estudiantes, la comunidad religiosa, la minoría cultural, sexual, 
			étnica, etc.), sólo logran estabilidad en ese estado de 
			inestabilidad permanente entre la sumisión o el horror a la 
			brutalidad mecánica del poder, a la disciplina o a la amenaza real 
			externa, y la libertad abstracta absoluta de la psicosis, encarnada 
			en una especie de fusión incestuosa de sus partículas. 
			 
			Esas comunidades son siempre adolescentes y el 
			adolescente es su gran estrella, la metonimia terminal que todo lo 
			resume. Un lugar común en las ficciones cinematográficas o 
			televisivas: el adolescente incomprendido deserta de su comunidad 
			original (la familia, el barrio, etc.), esa comunidad que lo ha 
			construido y contra la cual él reacciona (esta comunidad se ha 
			vuelto demasiado estricta o exigente, o muestra rastros de una 
			hipocresía o una falsedad que a él le resultan dañosas e 
			intolerables, etc.); afuera encuentra entonces la verdadera 
			comunidad, la verdadera familia y la verdadera utopía uterina de un 
			grupo, una secta o una manada que lo anexa o lo incorpora en 
			condiciones de hermandad absoluta: una comunidad de elección 
			(que él ha elegido y que lo ha elegido a él), a la cual él siempre 
			había pertenecido aunque no lo supiera (podemos esparcir algunos 
			indicios previos para subrayar el tema del elegido, del marcado, de 
			la excepcionalidad, etc.). A partir de aquí se pueden ensayar 
			variantes argumentativas: la nueva comunidad adoptiva es una estafa, 
			es una secta satánica que pretende sacrificarlo o que lo somete a 
			rituales iniciáticos cada vez más siniestros y crueles —y él termina 
			volviendo a la casita de los viejos y a su noviecita de barrio, no 
			sin antes prender fuego a todos los demonios impostores que jugaron 
			con su vulnerabilidad y su buena fe.  
			Otro asunto mediático recurrente de la cultura 
			comunitaria. Si el drama fundacional de lo social moderno ocurría, 
			freudianamente, en la infancia (el trauma, la socialización, la 
			sexuación, etc.), las grandes tragedias asociales contemporáneas 
			ocurren en el adolescente. Conflictos territoriales de pertenencia o 
			rechazo, de inclusión o reyección, la despiadada competitividad que 
			suele terminar en la muerte, el comportamiento de manada con su 
			macho alfa y sus adulones y vasallos, las típicas instituciones 
			americanas como las fraternidades de college o de campus, 
			el baile de graduación, el insoportable momento de vergüenza o de 
			rechazo al que someten al nerd o al freaky al dejarlo 
			en bolas frente a la multitud porque es flaco o gordo o puto o rengo 
			o tiene lentes o prótesis dentales (todos esos rasgos son marcas 
			en lo real). Todo ese ritual estúpido destinado a germinar en 
			algo parejamente estúpido: un tiroteo de represalia o venganza, un 
			suicidio colectivo, la lenta maduración de un
			asesino en serie. 
			Lo asocial más radical, monstruoso y dañino. El adolescente es la 
			verdad asocial de lo postsocial del capitalismo contemporáneo. Por 
			eso los viejos siempre los quieren matar: hablan de seguridad, bajan 
			la edad de imputabilidad o los hacen víctimas de películas 
			slasher: toda la alegre energía superficial del adolescente, de 
			la que el viejo extrae una impensada plusvalía, va muriendo 
			descuartizada por un gigante con armas blancas. A la idiotez del 
			mercado y la publicidad le seguirá un crimen violento. 
			   
 * Publicado 
			originalmente en Tiempo de Crítica. Año II, N° 60, 17 de 
			mayo de 2013, publicación semanal 
			de la revista Caras y Caretas.
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