| En el séptimo círculo 
                del Infierno están los violentos, bajo la mirada insana 
                del Minotauro, hijo de los amores bestiales que Pasifae tuvo con 
                el toro blanco que Posidón hiciera surgir de las olas de 
                Creta para premiar al rey Minos. Privado por Dante de su nombre 
                (Asterion), es llamado por el signo que señala 
                su doble naturaleza, mitad humana, mitad animal. Los violentos, 
                sumergidos en la sangre 
                ardiente que llena el cauce del río Flegetonte, se aterran 
                ante la presencia del vigilante monstruoso, 
                que personifica las pasiones que en la tierra los dominaron.
 
 La violencia puede bien proceder 
                de la ira, que, según la parte tercera de la Ethica 
                de Spinoza, es un deseo que 
                nos incita, por odio, a hacer mal a quien odiamos. Y el odio es 
                una tristeza acompañada por la idea 
                de una causa exterior. ¿Y la tristeza? Pues el viejo Baruch 
                explica que la tristeza no es otra cosa que el paso del hombre 
                de una mayor a una menor perfección. Así pues, los 
                iracundos (que en el Infierno 
                están en el quinto círculo) pueden llegar a ser violentos, 
                lo que los condena a bajar dos pisos en el laberinto 
                subterráneo de Dante, todo porque pasan a un estado de 
                menor perfección y lo atribuyen a algo exterior a sí 
                mismos.
 
 No es casual que la alegría de otros impulse a los iracundos 
                a descender al séptimo círculo: en efecto, siguiendo 
                a Spinoza, la alegría es el paso del hombre 
                de una menor a una mayor perfección. Habría pues, 
                una envidia de los iracundos, que es estrictamente un odio que 
                afecta al hombre de tal manera que se entristece con la felicidad 
                de otro y se goza con su mal.
 
 Movidos por esa tristeza que achacan a causa externa, los iracundos
            (quinto círculo) violentos (séptimo
            círculo),
            mediante procedimientos fraudulentos
            (octavo círculo, octava bolsa)
            y haciendo uso de una gran hipocresía (octavo
            círculo, sexta bolsa),
            siembran la discordia (octavo
            círculo, novena bolsa).
 
 En su Tractatus Logico-Philosophicus, Ludwig Wittgenstein 
                dice que nos hacemos figuras de los hechos. Una figura es un modelo 
                de la realidad. Dice: En la figura y en lo figurado debe 
                haber algo idéntico para que una pueda ser figura siquiera 
                de lo otro. Lo que la figura debe tener en común con la 
                realidad para poder figurarla a su modo y manera -justa o falsamente- 
                es su forma de figuración. Es por esta causa 
                que un conjunto de palabras 
                puede estar tan cargado de violencia como un acto real de agresión 
                física.
 
 Los hipócritas fraudulentos violentos iracundos que siembran
            discordia (¿podrán
            desdoblarse para ocupar a la vez tantos círculos del Infierno?) elaboran constantemente figuras
            agresivas, cuando hablan, y en ocasiones (cuando
            a sus pecados unen el coraje) realizan
            lo que figuran -es decir, patean, acuchillan o rompen cabezas.
            Tal vez el problema de estos pecadores es que intentan expresar
            lo inexpresable. Como bien dijo Wittgenstein, lo inexpresable,
            ciertamente, existe. Pero no se puede figurar; sólo se
            muestra. El fraude de los hipócritas consiste en que pretenden
            figurar lo contrario a lo que se muestra y es inexpresable (por ejemplo, sus propios vicios).
 
 Inquietos, perturbados, aterrados porque lo inexpresable se muestre
            a los ojos de todos, intentan desesperadamente expresar lo contrario.
            Les convendría llegar a la séptima y última
            proposición del Tractatus..., que dice: De lo
            que no se puede hablar, es mejor callar. Siempre es mejor el
            silencio que el infierno.
 * Publicado
            originalmente en Insomnia
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