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          EL IMPERATIVO DE LA EDUCACIÓN

Contra la vida

Gustavo Espinosa

El uso otorga a una abstracción tan
extensa e imprecisa como la vida significados muy variados y escurridizos.

Curiosamente, en las primeras décadas del siglo XX, la vida era la prostitución  y sus alrededores sórdidos: las drogas, las enfermedades contagiosas, las palizas tremendas. La lírica del tango, y la generalmente más tosca del blues, documentan aquella acepción de la vida. El aplicado wikipedista que se encargó de la biografía de la cantante y compositora Lucille Bogan (1897-1948), define así esta categoría:  Bogan sang straight-talking blues about drinking ("Sloppy Drunk Blues"), prostitution ("Tricks Ain't Walking No More"), gambling, lesbianism and other facets of what her generation called 'the life'.

En el Río de la Plata, el poeta Carlos de la Púa, autor de La crencha engrasada y coetáneo de Bogan escribía: Vinieron los hijos. ¡Todos malandrinos! / Vinieron las hijas. ¡Todas engrupidas! / Ellos son borrachos, chorros, asesinos, / y ellas, las mujeres, están en la vida.

Sin conexión inmediatamente visible con aquellos significados, el variopinto espectro de los ecologismos se apega a una denotación  no sé si estrictamente biologicista o meramente neorousseauniana, que incluye en sus slogans: actuar en defensa de la vida es preocuparse u ocuparse de la preservación de la biodiversidad, del agua y otros recursos naturales, etc.. La cultura (en su sentido más abarcador: desde la metalurgia o la nanoelectrónica a las bellas letras) no son implicadas por esta concepción de la vida.

Por otro lado, cierto sentido común verificable al menos en el Río de la Plata atribuye a la vida un significado vagamente equivalente al de la existencia. Tal vez se trate de una adaptación pequeñoburguesa de aquella idea de la vida lumpen de la que daban testimonio el tango y el blues, o de el lado salvaje de la vida que cantaba el finado Lou Reed. O quizás sea una versión vulgarizada o intuitiva del lema sartreano según el cual la existencia precede a la esencia. Así, la vida (entendida como la gravitación rotunda y primordial de la existencia) antecede y subordina a toda construcción de sentido, es el escenario sobre el cual se erige cualquier teleología. La vida como escribió Sandino Núñez hace más de veinte años (en el primer editorial de La República de Platón, si no recuerdo mal) no obedece al control remoto de la teoría. Cualquier intervención política o solo discursiva que intente dar cuenta de la vida desde una sistematización filosófica o ideológica es vista, por quienes participan en la amplificación de este relato, como un esencialismo anacrónico, como un melindre sofisticado e inútil, como la pretensión delirante de geometrizar lo que siempre desborda y fluye. Solo la vida (entendida como experiencia más o menos indecible, como densidad metafísica, como serie desconcertante de peripecias) dispensa los saberes necesarios para la vida.

Cuando todo esto traspasa el folklore y se filtra en las fundamentaciones políticas, se lo suele mentar descuidadamente como pragmatismo. Pero no se trata de un envío a Dewey, ni a William James, ni a Putnam, ni a Austin, ni a Searle, ni a Pierce (al fin de cuentas estos nombres designan elaboraciones intelectuales, modelos, simuladores de la vida, que están fuera de ella). Se trata de una practicidad resignada, de un utilitarismo de corto alcance. A partir de él se desprenden políticas adaptativas, despojadas del mínimo componente utópico, cuyo propósito es sobrellevar de la mejor manera posible las contingencias que ciegamente impone la vida.

Es curioso: en ciertas intervenciones más formales o solemnes (por ejemplo, en un largo discurso reciente en un organismo internacional) el Presidente José Mujica denuesta, entre irritado y compungido, algunos rasgos de la vida contemporánea. Mujica convoca a resistir y contravenir el individualismo, el hedonismo, el hiperconsumismo, males que atribuye a la imposición del mercado. Sin embargo, a la hora de diseñar e implementar políticas concretas  no deja de favorecer estas conductas. A veces, además, el gobierno uruguayo exhibe como méritos las estadísticas que verifican el crecimiento de ciertos consumos suntuarios.

Cuando se trata de políticas educativas, quienes las proponen  (tanto como quienes se oponen a ellas) suelen partir de una crítica según la cual la educación (sobre todo la secundaria y aún la universitaria) es demasiado abstracta o libresca o inútil. La solución que aparece casi siempre es educar para la vida. Si se investiga en esta vaguedad, lo que generalmente se encuentra es la  necesidad de abolir las Humanidades e incluso las ciencias formales para dedicarse a instruir a aplicadores de tal o cual tecnología que el mercado laboral (tal como se presenta en el presente o como promete presentarse si se concretan ciertas inversiones o proyectos) requiere. Aquí parece esfumarse la evidencia proclamada por el Presidente: la vida está sobredeterminada por el mercado, y éste necesita consumidores perfectos, de tiempo completo, a quienes los deseos de satisfacción hedonista generen la paradójica necesidad de autoexplotación. El mercado requiere la reproducción de una vida idiota (recuérdese la recreación etimológica del término que propuso Aldo Mazzucchelli en interruptor) radicalmente disfuncional a lo que la tradición moderna, que fue alguna vez la tradición nacional, instituyó como educación. Educar para la vida  no es más que montar un dispositivo de perpetuación del mundo idiota. Si es que el deseo de educar todavía persiste, como esos microbios enconados que de vez en cuando regresan de la latencia, habrá que hacerlo contra la vida.

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