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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          BUCÓLICA Y POLÍTICA

Elogio primoroso del idiota pastoril

Gustavo Espinosa

No es novedad que un mundo, al que con cierta pompa podríamos llamar la Civilización Occidental, siempre ha estado aplicado a su propia abolición, de modo sostenido, refinado y creativo. No se va a hablar aquí de ingenios de destrucción masiva, ni del efecto invernadero, ni siquiera de la comida chatarra. Se trata, meramente, de la bucólica, un subgénero de la poesía lírica, cuya apariencia inocente embosca una de las formas más insistentes y amaneradas de la crítica. Las églogas, como suele llamarse a los poemas de esta índole, proponen una representación idealizada de la vida campestre, sus escenarios, sus personajes, sus costumbres.

Se sabe que el rastreo de fuentes es la construcción de una retrospectiva inacabable, pero los historiadores de la literatura convienen en repetir que el creador de esta modalidad fue Teócrito, poeta refinado y cortesano del período alejandrino, que supo vivir al servicio de algún tirano, unos 300 años antes de nuestra era. En algunos de los poemas de Teócrito, conocidos como idilios (piezas cortas), habrán asomado por primera vez los decorados nemorosos de la bucólica. Croiset, en un envejecido manual de historia de la literatura griega, anota que estas celebraciones de lo rústico aparecen con frecuencia en las épocas fuertemente civilizadas. La intensidad de la civilización concentrada en la ciudad
su sofisticación, su relativa complejidad, su decadencia se critica, se niega, huye de sí hacia la simulación de un mundo primario, hacia la ingenuidad artificiosa y bidimensional de los cultivadores de aldea. La invención de Teócrito ha sido exitosísima: podemos monitorearla desde Virgilio (tal vez su practicante más célebre), hasta por decir algo la nueva canción latinoamericana, cuando artistas más o menos cultos y urbanos (Alfredo Zitarrosa, pongamos por caso) alimentaron la industria del entretenimiento y el imaginario político con obras construidas mediante temas, lexicón y prosodia campestres: No te olvides del pago/si te vas pa la ciudad/ cuanti más lejos te vayas/ más te tenés que acordar, etc.. Entre el Siglo de Augusto y la década de 1960 pululan ( por mencionar algunos casos sin salir del castellano) las más diversas realizaciones de la bucólica: las serranillas del Marqués de Santillana, Garcilaso, Góngora, la insufrible "Oda a la Agricultura en la Zona Tórrida" de Andrés Bello, las eglogánimas de Herrera y Reissig (Los éxtasis de la montaña), Miguel Hernández (que había sido él mismo pastor, pero que, para escribir sobre pastores, copió a Góngora), la obra de los nativistas uruguayos Fernán Silva Valdés o Pedro Leandro Ipuche, aparecida en Montevideo durante los años 1920 cuando empezaba a consolidarse de modernización (la urbanización) por parte del batllismo.

Pero, además de ser una tradición que cada tanto retoman los buenos o malos poetas, la bucólica muestra, tal vez con más nitidez que otros géneros, las implicaciones, las recíprocas injerencias entre la escritura literaria y las prácticas y discursos políticos. Su exaltación de la rusticidad de la naturaleza, de la simplicidad de las costumbres, de la ingenuidad aldeana (probable derivado del mito de la edad de oro) provee una matriz, una raíz arqueológica para ciertas concepciones políticas. Recordemos, por ejemplo, la propuesta final del Cándido de Voltaire (cultivar nuestro propio huerto), el estado de naturaleza de Rousseau, el romanticismo alemán, el mesianismo pastoril del conde Tolstoi (que reivindicaba la elementalidad del mujic ruso como arquetipo moral), y también el sistema o cúmulo de intervenciones académicas o políticas que puedan caber en la categoría verde.

Volvamos a la fase primordial o instituyente del género: no es extraño que un imperio como el de Augusto pretenda o necesite legitimarse mediante una épica. Para cumplir con esa necesidad nacional, el poeta oficial, Plubio Virgilio Marón, escribió La Eneida. Resulta menos obvio que aquel imperio, el más desmesurado aparato de civilización, requiriese un sustento retórico en la exaltación de las abejas, de las cabras y de los pastores: la polis nuclear hacia la cual converge cada uno de los caminos, el emblema ilustrado, industrioso y corrompido de la civilización misma, encomienda
también a su poeta nacional la composición de églogas y de geórgicas. Es verdad que el imperio necesitaba sostenerse en la producción agropecuaria, y que por lo tanto había que instruir y celebrar a los campesinos. Pero también es cierto que al amplificar las ventajas de una existencia apartada y sencilla, el estado imperial, y su dispositivo central, la ciudad polis estimula el apartamiento de la ciudadanía y de la política, cuyo ejercicio pretende desestimular y restringir para apropiárselo en exclusividad.

Este tipo de propaganda antipolítica, el elogio primoroso del idiotes pastoril aparece sobre todo cuando se entreteje en la bucólica el tópico aristotélico de la aurea mediocritas, que desaconseja los peligros de aventurarse a una existencia pública, de intentar lo hazañoso o lo heroico. Góngora sintetizó graciosamente este lugar común: Traten otros del gobierno / del mundo y sus monarquías / mientras gobiernan mis días / mantequillas y pan tierno.

En Uruguay, durante la dictadura (1973-1984), la Dirección Nacional de Relaciones Públicas (DINARP) disfrazó de atavíos campestres diversas expresiones del nacionalismo que impostaba el régimen (por jemplo: la película Gurí, producida por ese organismo). Recuerdo, además, una campaña gráfica, en que aparecía la foto de un hombre tomando mate en la puerta de su casa, en donde el texto en primera persona festejaba la posibilidad donada por el gobierno militar de trabajar tranquilamente y, luego, refugiarse en la paz doméstica, en las pequeñas cosas del diario vivir, sin que ser perturbado por los sindicatos, ni otras expresiones de la política.

Por su parte el Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros), aparecido en la década de 1960 (algunos de cuyos miembros hoy ocupan el gobierno), adquirió pronto prestigio global en tanto que guerrilla urbana. Sin embargo, tal vez por influjo de uno de sus fundadores —Raúl Sendic— que se fue de la ciudad a los extremos de la campaña, también ha practicado —aunque no de modo programático— la alabanza del campesino iletrado, supuesto depositario de cierta nobleza o entereza, que ya no se encuentra en las ciudades. Hoy, los antiguos guerrilleros proponen —entre otras— una variante invertida de la antipolítica: la tecnolatría, la exaltación del que se refugia en la supuesta neutralidad desideologizada de la investigación científica, la monumentalización del idiotes tecno, que se aparta del ágora, para recluirse, no ya en los establos y bosquecillos, sino en el laboratorio. De vez en cuando, sin embargo, a modo de interjección, a la hora de evaluar algún conflicto que los perturba, ciertos gobernantes vuelven al elogio bucólico de la gente simple, que no participa en huelgas o manifestaciones, que siembra, que cosecha, que pone el hombro.

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