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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA RESIGNACIÓN DEL PRAGMATISMO INTRASCENDENTE

Hombres de madera

Gustavo Espinosa

Una de las modalidades de la crítica instauradas por la modernidad consiste en declarar que ciertas prácticas o ideas originadas en culturas premodernas (excéntricas respecto de la propia modernidad, cuando no subordinadas o destruidas brutalmente por ella) resultan más racionales o moralmente más aceptables que ciertas prácticas o ideas modernas. Quizás el fundador de este procedimiento sea Montaigne, quien en su ensayo Acerca de los caníbales, anticipa el modelo de buen salvaje, desarrollado siglos después por Rousseau, y nos recuerda, de paso, que el horror y la irracionalidad nunca han sido rasgos exclusivos de los bárbaros: No dejo de reconocer la barbarie y el horror que supone comerse al enemigo. (...) Desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente y echarlo luego a los perros o a los cerdos; esto no sólo lo hemos leído, sino que lo hemos visto recientemente, y no es que se tratara de antiguos enemigos, sino de vecinos y conciudadanos, con la agravante circunstancia de que para la comisión de tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión. Esto es mucho más bárbaro que asar el cuerpo de un hombre y comérselo después de muerto.

Este dispositivo crítico (especie de homeopatía o antídoto de la civilización) se ha continuado, vulgarizado y extremado hasta hoy. Uno de sus matices es la interpretación de ciertas leyendas o narrativas de explicación como admoniciones proféticas, como advertencias legitimadas en un saber arcaico y elemental que solo hemos llegado a comprender tarde, mal o en vano.

Ojalá que la simple analogía que pretendo mostrar (entre un relato maya y ciertas situaciones o tendencias actuales) no aparezca demasiado contaminada de esa tradición antimoderna.

El Popol-Vuh, Libro del concejo (¿o consejo?), o de la comunidad o de las esteras, según diversas traducciones y transculturaciones, es una recopilación de tradiciones del pueblo maya-quiché. La manera en que llega hasta nosotros genera cierta insatisfacción o ansiedad, nos provoca la certeza de que solo podemos sospechar sus contenidos a través de la extrañeza y la falsificación. Todas las traducciones provienen de un texto del siglo XVI, el Manuscrito de Chichicastenango, atribuido a un maya cristianizado como Diego Reynoso, quien no se sabe si memorizando o inventando o copiando de un documento perdido alfabetizó en caracteres latinos y lengua quiché los pictogramas originales. La narración empieza con una cosmogonía: iluminados con plumas verdes y azules, sobre las tinieblas del mar indiferenciado, aparecen los demiurgos, Tepeu, Gucumatz y Hurakán. Luego de crear la variedad del mundo con sus accidentes geográficos y el reino vegetal, anuncian la necesidad perentoria de hacer una criatura que los reconozca como creadores, que sepa sus nombres, que los venere y los alimente. Los dioses deliberan, proyectan, y luego, utilizando solo la palabra como instrumento sobrenatural de la creación, suscitan a los animales. Cuando ordenan a estas criaturas que digan los nombres de los creadores, solo se oye un caos de graznidos, trinos y rugidos insignificantes; el primer intento de crear una criatura racional ha fallado. Los creadores castigan esta imperfección de sus criaturas (que es en realidad una falla en el know how de los propios dioses), condenándolas a vivir en cuevas, o en las copas de los árboles, y a comerse los unos a los otros. Así, la equivocación de los hacedores deja su huella en el mundo, tal y como lo conocemos, y el mito cumple con su carácter fundamental de explicación y legitimación.

Luego, Tepeu, Gucumatz y Hurakán intentan rectificarse, y para eso hacen un hombre de barro: es una especie de incredible melting man de alfarería, que no estaba bien hecho porque quedaba blando y se deshacía (...) no sostenía la cabeza, la cara se le corría, tenía la vista nublada y no podía mirar hacia atrás. Este monstruo tampoco pudo decir los nombres de sus progenitores, por lo cual lo deshicieron, y no quedó ningún rastro de él en la creación.

Ansiosos y fastidiados, porque debían crear al hombre tal como lo habían diseñado antes de que terminara aquella noche primordial, los demiurgos consultaron a otras deidades y, por consejo de éstas, inventaron los hombres de madera, quienes al principio hablaron de forma incoherente, se multiplicaron, hicieron algo así como una cultura, pero no pensaban ni hablaban con el creador y el hacedor, sus formadores y vivificadores. Y por ese motivo fueron ahogados y muertos.

La destrucción de los hombres de madera[1] es redundante y apocalíptica: comienza con una inundación seguida de un diluvio de fuego; luego aparecen animales fabulosos que mutilan o despedazan a los hombres de palo, y finalmente y esto es lo llamativo ocurre una rebelión de todos los artefactos que aquellos androides habían creado. Las ollas, las piedras del fogón, los animales domésticos (gallinas y perros), en fin, toda la tecnología que los muñecos de madera habían logrado desarrollar se volvió rencorosamente contra ellos: y todo comenzó a hablar; las tinajas, los comales, los platos, las ollas, los perros, las piedras de moler. Todo cuanto había se levantó golpeándolos en la cara.
-Nos han hecho mucho daño. Nos comían y ahora los castigaremos -les dijeron sus perros y sus gallinas (...)  -¿cómo no razonaban; cómo no pensaban en ustedes mismos?Así, casi toda aquella estirpe fue arrasada. Algunos ejemplares, tiznados y degradados pudieron huir y refugiarse en las selvas: ellos son los monos, tan parecidos a los hombres. 

En este episodio puede entreverse la anticipación o el modelo de un tópico de la ciencia ficción (el invento se vuelve autónomo y hostil respecto al inventor), cuyo arquetipo tal vez sea Frankenstein, y cuyas realizaciones y variantes, en la literatura y el cine, son innumerables. Pero en estos casos la rebelión de robots, computadoras o alimañas intervenidas genéticamente, ocurre por hybris, por la soberbia irresponsable de los hombres, por exceso. La cosmogonía maya-quiché, en cambio, propone que la catástrofe se da por estupidez. Los hombres de madera pueden manejar, durante cierto tiempo, una tecné, pero carecen de memoria, de un lenguaje lo suficientemente sofisticado para nombrar aquello que los hizo, y por eso son abolidos y sustituidos por las propias prótesis que han logrado crear.

En el Uruguay actual, en el mundo tal vez, la administración progresista del capitalismo posliberal, y también quienes se oponen a ella, proponen una educación resignada al pragmatismo in-trascendente, subalterna de la técnica y el mercado. Esto implica la creación y reproducción de operadores sin memoria ni logos, melancólicamente parecidos a los hombres, pero incapaces de hacerse cargo (para venerarla, para negarla y modificarla) de la civilización que los hizo: muñecos de madera.


Nota:

[1]  Hay un poema de Circe Maia sobre este asunto.

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