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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          MARAVILLAS DE LO POLÍTICO CORRECTO

La vida en un mundo sin mal

Gustavo Espinosa

Conozco, hace años, una mujer que no
ha podido desembarazarse de cierto hippismo crepuscular. Este background informa sus convicciones, asoma en su prosodia y en su bisutería. Tal vez por eso
o simplemente por desgracia  tiene un niño notable por lo hiperkinético y destructor. Cuando madre e hijo llegan de visita, ante la sonrisa beatífica de ella y la desazón de los dueños de casa, él sin dejar de chillar se aplica a pulverizar cada uno de los vasos, a desguazar electrodomésticos, a empastelar libros con mayonesa y a imponer la audición exclusiva e interminable de “El brujito de Bulubú”. Cuando el infante alcanza cierto clímax insoportable en su actividad deletérea, suele intervenir, por fin, la madre:

-Ay, Facu, quedás tan feo cuando gritás así y degollás el gato de los tíos.

Se trata de un síntoma ínfimo, de una escena de la vida cotidiana en un mundo sin mal. La madre tardohippy no puede abrumar a su hijo con una ética; estima que el niño puede sobrellevar de un modo menos gravoso, más sencillo, una reprensión estética. Esa ineptitud para hacerse cargo del mal, de su pesadez metafísica, de la complejidad gnoseológica de semejante categoría, puede constatarse también en ámbitos menos domésticos.

En 1941, Borges (el Borges todavía vidente, barroco y pendenciero, el que escribía en revistas sobre películas o sobre bujarrones) anunciaba esta desactivación de la ética a través de mecanismos de simplificación: “Para los pensadores de Hollywood,  el bien es el noviazgo con la virtuosa y pudiente Miss Lana Turner; el Mal (que tanto preocupó a David Hume y a los heresiarcas de Alejandría), la cohabitación ilegal con Fröken Ingrid Bergman...”.

Hollywood, se sabe, todavía resulta útil como metonimia de la industria del espectáculo. Y las prácticas espectaculares, tal como lo advirtió Guy Debord en los años 60 del siglo XX (y repitió hace poco, sin mucha inventiva ni pudor, Mario Vargas Llosa) han impuesto su lógica, sus maneras de funcionar, a muchas actividades humanas. El espectáculo es nuestro ambiente, y por lo tanto determina de manera casi excluyente nuestro sentido común. Cada uno de nosotros es, en cierto modo, Truman Burbank, y, así como Alejandro de Macedonia, Shakespeare o Howard Hawks terminan convirtiéndose en sus propias biopics melodramatizadas, cada una de las trabajosas acumulaciones de las humanidades y de las ciencias tiene una duplicación infantil y bidimensional que termina sustituyéndola. Cualquier conversación de pizzería sobre un programa de televisión puede concluir cuando alguien sentencia que el medio es el mensaje. Las peripecias de cualquier ciudadano en una oficina pública puede ser comentada diciendo que el infierno son los demás, o con la mención del título de la obra más conocida de Hannah Arendt, por parte de alguien que sospecha que lo que allí se dice es que el mal es, simplemente, la burocracia.

Poco después de que Comte publicara el Discurso sobre el espíritu positivo, y algo antes de que Nietzsche anunciara la gran defunción, Baudelaire, que tenía mucho de romanticismo reaccionario, de nostalgia resentida propia del cajetilla arruinado, y que tal vez no fuese un gran poeta (habría que releerlo con esa sospecha), instituyó definitivamente al mal como constructo estético. Para dotar de un verosímil a su poética y a su personaje de artista maldito, refutó la caducidad del mal, el vencimiento de su principio activo, acuñando su frase más famosa: La más hermosa astucia del diablo es persuadirnos de que no existe. Esta fue la más hermosa astucia de Baudelaire, pero en su obra el mal ya no era más que un diseño de regisseur, una puesta al día de la plástica de Horace Walpole, de Poe o de Lautréamont.

Ahora nadie, salvo los filósofos profesionales y los idiotas, se aventura a fundamentar sus proferencias en la complicada densidad de ciertos conceptos tales como el mal. Nadie sensato puede proponer una agencia política designada como El Eje del Mal, o señalar que los niños que asesinaron a otro niño a machetazos y pedradas en el barrio Mario Benedetti de Maldonado lo hicieron porque son malos. Susan Neiman, autora de un libro sobre el mal en la filosofía moderna, sugiere que este desvanecimiento es una de las consecuencias del proceso de secularización que implica la modernidad, esto es, de la muerte de Dios que, como se sabe, empezó a ocurrir bastante antes de que fuese anunciada oficialmente en Alemania. El mal es algo así como la herencia maldita legada por el finado, de la que nadie quiere responsabilizarse, dice Neiman: “Las concepciones modernas del mal fueron desarrolladas en un intento de dejar de culpar a Dios por el estado del mundo, para hacernos cargo de su concepción por cuenta propia. En la medida en que una mayor responsabilidad sobre el mal fue siendo atribuida a los seres humanos, menos digna fue pareciendo nuestra especie de cargar con ella. Nos hemos quedado sin rumbo”.

Como de tantas cosas, hemos renegado del mal. Frecuentemente sustituimos la ética, no solo por la estética (como aquella madre hippoide), sino por la sociología y por la psiquiatría: hace unos veinte años, Sandino Núñez observaba, en una nota del semanario La República de Platón, que a los territorios amplios y bien iluminados de la burguesía correspondía una intervención psi, mientras que en los territorios abigarrados y malolientes del lumpen era el turno de la sociología. Y entonces, como ocurre con la política que dice haber renunciado a su dimensión utópica, a su componente ideológico, nuestras intervenciones ante el flujo amoral de la existencia se reducen a la aplicación de una especie de recetario tecno, a un positivismo políticamente correcto y a una especie de no lenguaje aséptico e in-trascendente,  que comprende y  explica cada cosa (pero no todas las cosas) sin escándalo y sin pavor.

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