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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          NOSOTROS, QUE NOS ODIAMOS TANTO

El gaucho o'neill o la fascinación por el lumpen

Gustavo Espinosa

Durante su  carrera como deportista profesional, abandonada prematuramente, Fabián O'Neill fue un futbolista admirable. El libro Hasta la última gota, subtitulado como Vida de Fabián O'Neill, es un festejado bestseller. La primera edición  (4.000 ejemplares en un mercado donde por lo general los libros de este género se inauguran con 1.000) se agotó vertiginosamente. Lo mismo ocurrió con las cuatro reimpresiones que se han realizado hasta la fecha. Pese a que desconozco los méritos o defectos estrictamente narrativos que pueda tener el relato, su éxito no resulta sorprendente; es probable que la seguridad de conseguir estas ventas haya motivado a los periodistas que lo escribieron, ya que según se sabe el jugador dejó de serlo temprano para dedicarse a beber. La narración de la biografía de O'Neill trata entonces sobre dos
de las actividades que (como práctica activa o como tema de conversación, y aún de épica) más fervor producen en Uruguay: fútbol y  alcoholismo. Sin embargo, creo que el interés masivo por Hasta la última gota se debe también a otra cuestión: la fascinación por el lumpen.

En su libro En defensa de la intolerancia, el filósofo esloveno Slavoj Zizek sostiene que el multiculturalismo es una especie de dispositivo de despresurización para dar salida a la frustración del pensamiento político. La impotencia para imaginar alternativas efectivas y verosímiles a la globalización capitalista, sostiene Zizek, realiza su catarsis a través de la tolerancia relativista: “es como si la energía crítica hubiese encontrado una válvula de escape sustitutoria, un exutorio, en la lucha por las diferencias culturales, una lucha que deja intacta la homogeneidad de base del sistema capitalista mundial”. De los dos símiles elegidos, el segundo resulta (tal vez por tratarse de un cultismo y un tecnicismo exótico), más eficaz o atractivo: exutorio es una úlcera o herida que se deja abierta para que supure, con fines curativos.

La metáfora, que tal vez no sea más que una manera infecciosa de designar la catarsis aristotélica, puede funcionar también para explicar la estetización del descastado, o su sola tematización, la curiosidad o el voyeurismo de quienes se encuentran más férreamente eslabonados en algún tramo de la cadena de producción, proyectada hacia los que permanecen marginados de ella. Algunas de las modalidades fundantes, más poderosas y originales, de la escritura de estos extremos de la civilización (Montevideo, Buenos Aires) pueden ser leídas de esta manera. Durante el siglo XIX,  la gauchesca fabuló sus héroes a partir de cierta subclase residual de las campañas pastoras. Los gauchos fueron una especie de planchas rurales refractarios a las formas de disciplinamiento requeridas por la modernización. Al igual que los actuales, se distinguieron ostentosamente por su atavío, por su jerga y por ciertas músicas. Las operaciones políticas destinadas a abolir a los gauchos (el alambrado de los campos, la reforma escolar de Varela en Uruguay), se realizaron en la década de 1870, por la misma época que llegaban a su etapa culminante las maniobras de monumentalización literaria (El gaucho Martín Fierro en Argentina). Antes de eso, también del lado occidental del Río de la Plata, se había publicado un libro que comprime en sí mismo estas pulsiones contrarias en torno del gaucho: Facundo, de Domingo F. Sarmiento (1845). Su autor concibió la obra como un instrumento de civilización para contribuir al acabamiento de los bárbaros. Sin embargo, el extraño poder de su escritura transparenta y contagia, desde muy temprano, la seducción del desclasado: tal vez la intensidad que transmite el libro de Sarmiento, lo que le ha permitido trascender como algo más que un panfleto, es justamente ese conflicto político-narrativo que funciona, sin resolverse, en sus páginas.

Cuando a la postre el capitalismo arrasó con los gauchos y su mundo, la épica gauchesca ya quejosa y elegíaca en Martín Fierro se decoloró, perdió el carácter de pendencia política que habían tenido sus textos primordiales, y se convirtió en lírica folklorista y pintoresca, en costumbrismo, en criollismo, en nativismo. 

Una de sus últimas resurrecciones o resistencias fue el libro Tacuruses, el  más vendido y menos canónico de la Historia de la poesía uruguaya, escrito a comienzos de los años 1930 por Serafín J. García, que era por esos tiempos escribiente de la policía. “Orejano” (adjetivo que se aplica al animal sin marcas ni señales que indiquen su pertenencia), es el título del poema más famoso de aquella colección. Escrito en dodecasílabos y en una lengua extraña, el texto se hizo muy popular, convertido en canción, durante los hiperpolitizados años 60 del siglo pasado. Sin embargo, el texto es una desdeñosa diatriba contra la política y contra la ciudad: “Porque no me enyenan con cuatro mentiras / los maracanases que vienen del pueblo / a elogiar divisas ya desmerecidas / y a hacernos promesas que nunca cumplieron”. Arremete también contra el trabajo asalariado (“Porque no me han visto lamber la coyunda / ni andar hocicando p'hacerme de un peso...”), contra el registro civil (“Porque cuando truje mi china pal rancho / m'he olvidao que hay jueces p'hacer casamientos”) y contra la iglesia (“Porque a mis gurises los he criao infieles / aunque el cura grite que irán al infierno”). Tampoco se salvan del desprecio del Orejano la policía, ni la propiedad privada, ni los eufemismos. Estamos frente a un héroe antinómico, un outsider radical, un lumpen maledicente, que al igual que las yiras y guapos de los tangos, que los borrachos californianos de Bukovsky, que el O'Neill de los reportajes y las biografías, ha sido construido para que los ciudadanos progresistas, los consumidores domesticados y los hinchas televidentes nos aliviemos un poco de todo lo que nos odiamos.

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