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          EL TALLER Y LA CAMPAÑA GLOBAL DE ERRADICACIÓN DE LAS HUMANIDADES

Un aviso chileno

Gustavo Espinosa

En un diario del sur de Chile, los
primeros días de este año, se anunciaban los cursos de verano
de una de tantas universidades privadas de allá:

Los talleres se impartirán hasta el 17 de enero (...) los interesados pueden postular a clases de Ciencia Política y Estado, Discurso, argumentación y debate, Música, Defensa personal y Tenis de mesa.

La existencia de aquellos cursitos, compitiendo en pleno enero con muchas actividades del mismo tipo, muestra redundantemente a la educación chilena como área de desastre.

En los últimos tiempos (hablo por lo menos de dos o tres años) se han instalado en los informativos ciertas imágenes que parecen ser siempre la misma imagen, que comienzan a instituirse como una especie de género, como el misil israelí cayendo en territorio palestino o el gol robótico de Messi. Las secuencias muestran grandes manifestaciones de estudiantes reclamando en Santiago y otras ciudades la democratización de la educación, y a la policía reprimiendo muy violentamente a los manifestantes con gases y con balas de goma y otros materiales. Hay un aire retro en esas escenas con cubiertas quemadas, con tanquetas  vs. adolescentes: si no fuese por el piercing que parece estar ahí para datarla podríamos creer que la dirigente estudiantil Camila Vallejo (hoy electa diputada) es una heroína de mayo del '68.

Sucede también que la educación en Chile aparece como un espacio extemporáneo o ucrónico.

Por un lado, el neoliberalismo (que allí ha tenido menos alternativas, aggiornamientos o resistencias que en otros contextos posliberales de la región) ha operado una privatización excluyente y radical de la educación. El suelto citado al comienzo es un síntoma de la mutación del campo educativo en mercado educativo. En pleno enero cuando podría esperarse que los asuntos relacionados con la educación estuviesen aletargados en el verano la prensa gráfica, la televisión y las pantallas gigantes de la publicidad vial se ven superpobladas por un frenesí de promociones, ofertas, rebajas y otros artilugios de marketing que desarrollan las empresas dedicadas a la enseñanza. Hay una inocultable ansiedad, reflejada y generada por los medios en torno a los cupos de cada una de las instituciones, de los rankings de estudiantes que accederán al subsidio, a la gratuidad o al descuento de las carreras más o menos accesibles, y otras variables. Los estudiantes mejor puntuados son una especie de casta de héroes de sus comunidades del estilo de las reinas de belleza que desayunan con el alcalde y reciben ofrendas florales. El anuncio da cuenta de esa ferialización: es básicamente una enumeración caótica, donde cohabitan, entre otros ítems, la retórica y el ping pong, y nos envía naturalmente a la famosa lista de Borges-Foucault o a la letra del tango “Cambalache” de Enrique Santos Discépolo. La mezcla es el principio constructivo de la enumeración; es el procedimiento idóneo según sentenció Leo Spitzer, ya a mediados del siglo pasado para dar testimonio del mundo como caos, para renunciar a todo criterio de jerarquización, para denunciar la imposibilidad del conocimiento. Allí lo trascendente (Estado, argumentación, discurso) se contamina de la trivialidad que se le yuxtapone (tenis de mesa). Que un anuncio sobre la enseñanza utilice este recurso, que en realidad no pueda ser otra cosa que una enumeración caótica, es literal y etimológicamente catastrófico. En ese sentido, el suelto de la prensa chilena se parece a una vidriera de una cadena de grandes tiendas populares, donde se trata de mostrar mucho, sin  la intervención forzosamente selectiva de un diseñador. Se trata de un emblema, muy eficaz por lo comprimido o económico, del actual sentido común de la educación (una pandemia que no solo es chilena), hacia el cual incomprensiblemente el Uruguay parece pretender sumarse.



Sin embargo, por otro lado, la enseñanza chilena conserva, además
de su naturaleza excluyente, otras rémoras premodernas que la mirada uruguaya (que aún guarda, como una nostalgia, algo del formato vareliano y batllista) recibe con desconcierto: allá todavía existen  Liceos de niñas y Liceos de hombres.

Finalmente, otro asunto que asoma en el textito que ha pretextado esta columna es la modalidad didáctica que ofrece para enseñar ciencia política o defensa personal. Se trata de talleres. Desconozco en qué corriente pedagógica se originó esa institución, pero resulta evidente que se trata de una transferencia que llega a la educación desde otras actividades. Para la Real Academia Española, un taller es un establecimiento donde se trabaja en algún oficio. El tallerismo pulula desde hace tiempo en toda clase de propuestas educativas. En el caso de los ya institucionalizados o arraigados talleres literarios, hay un intento de regresar a la banausia, que era el modo (despectivo, por cierto) en que la paideia griega designaba a las artes mecánicas o a los oficios manuales.

El taller literario, entonces pretende reconvertir los textos literarios en artefactos que producen sentido, y que pueden ser ensamblados, desensamblados o reparados mediante determinadas técnicas en el ámbito de un taller: el escritor ejerce un oficio, es un trabajador de la cultura, como solía decirse. Es probable que aunque todo eso no sea estrictamente cierto la modalidad de taller sea la más funcional para comunicar o socializar ciertos saberes y quehaceres de la literatura, sin que haya que recurrir a entidades como la musa o el estro, o considerar que la creación poética es un don o una tara propia del vate.

Sin embargo, al revés de lo que ocurría en la Grecia clásica, se sabe que ahora es de recibo denigrar como por superflua la inmaterialidad inútil de todo saber que no pueda aplicarse, más temprano que tarde, a algún oficio. Así que la superabundancia de talleres para enseñar (o “aprender juntos”) cualquier cosa, puede verse también como una estrategia más de la campaña de erradicación de las Humanidades.

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