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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          ACHICAR EL MUNDO

La biblioteca libro cero

Amir Hamed

1. Papel en llamas

En algún lugar del futuro situaba
Ray Bradbury la práctica de la quema de libros en su Fahrenheit 451, título que remite a la temperatura en que arde el papel. Espectáculo abrumador como pocos, el libro de Bradbury, publicado en 1954, no podía sino recordar el humazo todavía respirable de los libros dados a la combustión en la campaña que iniciaran los nazis en 1933, en Alemania y Austria, pero detrás de esas cenizas, todavía candentes, es dable ahogarse con otros incendios, como el del Obispo Diego de Landa, dando al fuego los códices mayas en 1542, y más atrás, sin duda, empequeñeciendo otras horribles quemas, las llamas imborrables de la Biblioteca de Alejandría.

Como se sabe, la Biblioteca había sido, en sus orígenes, una sección del Museo fundado por Alejandro Magno, y fue absorbiendo las culturas de la antigüedad. En sus salones, para citar un ejemplo, se copiaban y consignaban los textos grecolatinos de todos los géneros, los mitógrafos elucidaban los itinerarios de los dioses, y surgió la Teología, cuando los sabios de Alejandría invitaran a sus pares de Palestina para que les participaran sus conocimientos. Como se sabe también, la Biblioteca padeció sucesivos incendios, el primero de ellos cuando Julio César interviniera en favor de Cleopatra en su disputa por el trono de Egipto contra Ptolomeo XIII, su hermano.

Altamente combustible, el papiro arde y arde el pergamino, y del mismo modo en que sabemos que, por ejemplo, se ha perdido casi todo el teatro trágico griego con la Biblioteca de Alejandría, es sencillamente horrible ponerse a conjeturar que haya desaparecido en la quema de esa biblioteca, textos de los que ni siquiera hemos tenido noticia (¿contendría, por ejemplo, la literatura de los fenicios, inventores del alfabeto, que se sabe pereció con sus papiros). De todas formas, cabe recordar que los saberes no desaparecen sin dar su propia guerra, y una biblioteca hija, el Serapeum, se guardaría por varios siglos más en Alejandría, hasta que nuevas flamas la disiparan para siempre.

El último gran bibliotecario de Alejandría fue una mujer, Hipatia, científica y filósofa neoplatónica que en la biblioteca enseñaba filosofía y astronomía hasta que fue muerta, acusada de brujería, por cristianos coptos azuzados por Cirilo, el obispo de la ciudad. De los recuentos se establece que fue arrinconada por la turba, desnudada y sajada su piel con minuciosas conchas de ostra. Para los cristianos, que se hacían por entonces con las dos mitades del Imperio Romano, tanto la griega como la latina, las mujeres con saberes serán, de allí en más, sencillamente brujas.

No se ponen de acuerdo los estudios sobre cuál haya sido la deflagración final que pondría fin a la biblioteca, aunque se cree que, de alguna manera, y aunque herido de muerte, por algún tiempo el Serapeum sobrevivió a Hipatia, asesinada en 415, del mismo modo que Roma, es decir la parte latina, sobrevivirá algunas décadas, aunque herida de muerte, al saqueo de Alarico en 410. Se suele establecer este saqueo como fecha simbólica para dar comienzo a la Edad Media. Parece sin embargo más correcto establecer el fin simbólico de la antigüedad en el asesinato de la griega Hipatia, con quien desaparecían los libros paganos que solo lograrán sostenerse como registro en los sudas, la gran enciclopedia de Bizancio.

2. El cuarto propio

Para escribir, las mujeres necesitan un cuarto propio, decía Virginia Woolf en 1929, en su ensayo A room of one’s own (Una habitación propia). Este texto se volvió ariete de la crítica feminista en la segunda mitad del siglo XX, y eso que el muestreo que hace Wolf era más bien corto, ya que Woolf señalaba ejemplos hipotéticos, como Judith Shakespeare, una ficticia hermana del Bardo, con sus mismos talentos, que sin embargo nunca fue enviada a la escuela. La carencia de un cuarto propio, en Woolf, está vinculada directamente con la escasez de recursos materiales, pero si se repasa Occidente se nota que lo del claustro, en realidad, resume toda una Historia de la escritura, y no solo la de las mujeres.

La británica no nombra, por ejemplo, al primer escritor que se conozca hasta el momento, a aquella mujer acadia de hace 4.300 años, Enheduana, o Enkeduana, hija del rey Sargón. Enkeduana no tenía un cuarto burgués sino un templo propio, porque era sacerdotisa de Innana, o Ishtar, esa diosa mesopotámica que pasaría a Canaán como Astarté, a Grecia como Afrodita y a Roma como Venus. En el templo, componía himnos a Innana que resuenan todavía magníficos, tras ser recuperados por excavaciones arqueológicas (escritora cuneiforme, sobrevivió en la arcilla que rescataran las excavaciones del siglo XX, como han sobrevivido Gilgamesh y los dioses mesopotámicos en la cuneiforme biblioteca de Asurbanipal, quien se preciaba de tener libros en todas las lenguas e incluso anteriores al Diluvio). Tampoco nombra Woolf a Hildegarda, quien en el siglo XII se ganó, a fuerza de una parálisis, ser canonesa de un monasterio en Bingen, en el que, entre oras cosas, dictó y redactó sus visiones y en el que inventó un alfabeto para dar cuenta de ellas.

En días de Hildegarda, para escribir era preciso recluirse en monasterios, alejarse del siglo, como se llamaba a la vida mundana. Esto valía para todos, varones y mujeres, pero en ellas se hace más advertible el paradigma: la escritura requiere un templo, que las mujeres por siglos solo podrán encontrar en la reclusión monástica, porque fuera del monasterio podían ser quemadas primero como herejes, como le sucediera a la autora del Espejo de almas simples, Margarita Porete en el siglo XIV, o luego del siglo XV, y reeditando a Hipatia, como brujas.

Pero el siglo, es decir, la vida secular, también exigía sus templos de escritura y a partir del siglo XII Europa se poblará de universidades, cada una con sus anaqueles, siendo el uso de sus bibliotecas lo que determinó que, finalmente, empezáramos a leer en voz baja, porque los libros, en ese claustro, exigían silencio (cierto, San Agustín se había sorprendido de que Ambrosio leyera en voz baja, y los monjes irlandeses, en el siglo V, leían en silencio, pero la imposición de la práctica llegará recién con las bibliotecas universitarias).

Claro que una biblioteca no tiene que comportar, obligatoriamente, una disciplina monástica, y por ejemplo algunas estadounidenses, pertenecientes a grandes universidades y edificadas en las últimas cinco o seis décadas han sido diseñadas para permitir la lectura en posiciones confortables, incluso con el cuerpo reclinado en canapés, bebiendo gaseosas, o comiendo en algún caso, pero siempre en silencio, y siempre recordando que se trata, en rigor, de un templo del libro y la escritura.

3. Indexando el libro cero

Teniendo en cuenta lo anterior, cuesta entender, por ejemplo, lo que ocurre con la Biblioteca Nacional, en Montevideo. Se sabe que surgió en 1815, por iniciativa del padre Dámaso Antonio Larrañaga y el mandato del héroe patrio José Gervasio Artigas, de que fueran “los orientales tan ilustrados como valientes”, y que incendiada y depredada por invasores lusos, fue refundada décadas más tarde por Manuel Oribe. Se trata de una biblioteca modesta, por cierto, que todavía no alcanza el millón de títulos, que solo ahora puede mostrar un archivo digitalizado y que como novedad del siglo XXI microfilma, antes que digitaliza, que no hace mucho ha conocido escenas de pugilato entre su director y un gremio de funcionarios invariablemente en conflicto, gremio al que desde hace décadas se percibe poco dispuesto a atender público, y cuyos investigadores producen una revista que, para no ser impiadosos, cabría tildar de dispar.

Se la puede entender, más allá de las últimas administraciones, como biblioteca incongruente, o socrática. El marido de Diotima conoce humoradas rioplatenses, una la confesión del ex presidente argentino Carlos Saúl Menem, entonces en ejercicio, de que su obra favorita eran las “obras completas de Sócrates”, la otra su estatua, donación de la embajada de Grecia, invitando desde el Siglo XX el ingreso a la Biblioteca Nacional en Uruguay. Si alguien militó contra la escritura, y contra los libros, fue Sócrates, a los que invariablemente redujo a saber de segunda, a mal necesario.

¿Se puede entender, por tanto, que sea un adversario de los libros el patrón de una biblioteca? ¿Qué tiene que hacer, ahí, el autor de libro ninguno, alguien que no condescendió a la letra, cuya obra completa, tan fervorosamente leída y releída por Menem, suma cero? En Estados Unidos, civilización que no puede vivir sin lo concreto, se produjo el Necronomicon, que ahora tiene existencia tangible, y ya no es más ese libro inhallable, obra del árabe loco Abdul Alhazred, que iba citando H P Lovecraft a lo largo de esa obra suya que reeditaba una cosmología cuneiforme en los dioses de Cthulhu. Tomando este ejemplo, ¿no sería propicio que los investigadores de la biblioteca nacional produjeran algún libro apócrifo de Sócrates, al menos para que se pueda indexar en sus anacrónicos ficheros mecanografiados?

4- El cuarto de otro


Las revoluciones suelen precipitarse en calendarios. Así, por ejemplo, el Calendario Republicano Francés sustituyó los nombres de los meses del gregoriano, albergando una nueva edad con meses de nombre flamante como Brumario, Vendimiario o Termidor, y renombró cada día bajo especie de minerales, plantas y bestias, para extirparle a cada jornada el santoral con el que había venido cargando. Otro ejemplo radical es el de los jóvenes turcos liderados por Ataturk, que renunciaron al Califato, abrazaron la escritura latina, abandonando la semítica, y se entregaron el calendario gregoriano, olvidando el islámico con que se habían regido hasta entonces.

En Uruguay, país que emprende sus cambios con invariable modestia, las reformas calendáricas se han limitado, desde 2005, fecha de asunción en el gobierno del Frente Amplio, a enmendar el sentido de algunos días feriados, por ejemplo el del 19 de junio, al que el entonces presidente Tabaré Vázquez consagrara como día del nunca más, en referencia a la dictadura militar y a las violaciones de los derechos humanos. Pero este impulso, por el cual la historia nacional vendría a nacer, de alguna forma, en la dictadura y sus prolegómenos, es decir, en el último tercio del siglo XX, y como temprano, en los combativos 1960, consagrando como epopeya el pasado reciente, campea hoy en la Biblioteca Nacional, que ya no muestra una sala de eventos con el decimonónico nombre de un poeta de talento, además de autor del himno nacional, Francisco Acuña de Figueroa.
Si uno pregunta en recepción, le dicen que la sala alguna vez Acuña de Figueroa fue reconvertida en una especie de barcito donde la gente apoya laptops o libros, porque allí al parecer se hacía ruido y se molestaba “a los investigadores”. Las actividades como congresos, que antes se hacían en esa sala, ahora se derivan a una nueva, llamada Anhelo Hernández, en homenaje a un pintor, en cuyo interior hay una exposición, que cabe suponer permanente, de su obra. Consagrar con nombre de pintor, por más relevante que éste sea o se lo pretenda, una sala de Biblioteca es una incongruencia incluso mayor que la estatua de un Sócrates reacio al libro y a la escritura. De todos modos, una sala contigua muestra que, detrás de esta remodelación hay una lógica, y que esta lógica es escasamente libresca. Esta otra sala tiene ahora por nombre “Maestro Julio Castro”, homenaje a un autor de libros de educación asesinado por la dictadura, cuyo cuerpo fue encontrado recién en 2011.

Por más documento flamante del horror de la represión que comporte esta exhumación, el carácter de víctima no basta para convertir a Castro en figura emblemática de una biblioteca nacional, máxime si sigue siendo en vano encontrar entre sus salas los nombres de escritores cabales como Horacio Quiroga, Julio Herrera y Reissig, Felisberto Hernández, Marosa Di Giorgio o Delmira Agustini, muerta no en un cuarto propio sino en un cuarto de hotel por el marido que venía de divorciar. La explicación es sencilla: ninguno de estos nombres puede ser mártir de una dictadura, o héroe de la causa libertaria que alguna vez abrazó la izquierda (Onetti conoció el exilio, donde moriría, pero nunca adhirió al Frente Amplio).

Se trata, a todas luces, de una manipulación, más que ideológica, partidaria, que pretende hipostasiar la historia particular del Frente Amplio en la historia del país, como si el país hubiera empezado hace no más de cincuenta años. La biblioteca deja de hablar de libros, o de sí misma (si se quieren mártires, ¿por qué no consagrar, entonces, un mártir bibliotecario y llamar Hipatia a una de sus salas?) para consagrar estampas frenteamplistas, valiosas en sus respectivos rubros pero carentes de estricta validez libresca. Semejante operación no hace sino achicar la cultura, y cuando se encoge la cultura se mezquina el mundo que una biblioteca debe servir a sus usuarios. Es claro también que las bibliotecas, sostén de la civilización, templo de la escritura, deben estar más allá de mezquindades.

5. Coda íntima

Horas después de terminada la columna, han venido memorias a la cabeza de este columnista, de su muy temprana adolescencia, en una casa poblada de libros en la que, de pronto, muy transitoriamente, se escondían conocidos y desconocidos, prófugos de la dictadura, que desde ese refugio encontraban una vía al exilio. Algunos no se escondían allí, pero allí dejaban sus libros, por ejemplo gruesas colecciones en las que refulgían los nombres de Mao Tse Tung, Lenin o Karl Marx. Estos libros habían quedado en anaqueles secuestrados en una planta alta, hasta que un día de invierno fueron apilados en la planta baja, junto a la estufa, y alguien empezó a darlos al fuego. No puede decir a ciencia cierta el columnista cuántas horas llevó esa operación, solo que antes de verlos hechos leña, los ojeaba con unción, como intentando detener, aunque fuera por un segundo, las letras que se iban por el tiro de la chimenea. La lectura y la contemplación fueron un trance hipnótico, las llamas hinchadas por tanta letra en combustión, tanta revolución hecha humo.

No por azar han llegado estos recuerdos. Cuarenta años más tarde, salir de la Biblioteca Nacional tras advertir estos cambios subrepticios es constatar una revolución hecha humo. 

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