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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          SANITARIA DE DIOS

Cultura y letrina

Amir Hamed

No hace demasiado, en 2004,
arqueólogos
alemanes encontraron algo así como el Santo Grial de los protestantes. Un trono de piedra de 30 centímetros cuadrados, la recóndita  letrina, siempre referida pero nunca atestiguada, que compareció cuando las excavaciones en Witemberg revelaron un anexo a la casa de Martín Lutero. Como es sabido, el teólogo que desencadenó su Cisma fue también uno de los constipados más célebres que haya conocido Occidente. Tanto que, en sus escritos, su inspiración provenía de un secretus locus monachorum hypocastum, o cloaca, el mismo lugar donde habría de descubrir que la salvación es, solamente, cosa de fe (y no de razón ni de bulas pontificias).

En las Tischreden (Conversaciones de sobremesa) un ya obeso Lutero recordaba a sus comensales que fue allí, entrampado en la cloaca, sudando y bufando por liberar los intestinos, que el Espíritu Santo le trajo la iluminación de que la Justicia Divina no se agotaba en el castigo horrendo que dictaminaban sus contemporáneos, y que por entonces pintaba entre otros El Bosco, sino que era por la Justicia Divina que el creyente era salvado, o rectificado.

En particular, mientras pujaba heroico pero todavía vano, lo asaltó la Epístola a los romanos 1:17 (“Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”). Las palabras, recuerda Lutero, “vinieron a mí empujándose unas a otras de todas partes, sonriendo en su acuerdo”, y es ahí donde se produjo su gran liberación. Por supuesto, a partir de ese momento, se acabó la dispepsia, su sujeción al dogma latino y se le abrió al sacerdote una nueva vida en Cristo. Defecar y reivindicar el derecho a la interpretación fueron un gesto solo, lo mismo que salirse de la tiranía del latín e interpretar, o verter, los testamentos al alemán, tarea que emprendió con furia de cíclope y completó en 1534, afectando no solo lo que de allí en más pensaran los alemanes sobre Dios sino, además, de forma definitiva, su propia lengua.

Traducir y digerir, interpretar y evacuar, impresión y deyección. Cualquiera de estos pareados rutila en el cisma. Se ha leído sobradamente la escritura escatológica de Lutero (doblemente escatológica, porque al estudio de los últimos días agrega una retórica atiborrada de culos y de mierda), desde los tiempos en que su agresividad excrementicia azoraba a Tomás Moro, algo que todavía causa perplejidad entre sus estudiosos. Algunos tratan de leerlo a la luz, también hiperfisiológica, de su contemporáneo Rabelais (el teólogo, en su epistolario cuenta que libera “gargantuescas” cantidades de orina). Otros entienden que la crudeza de su lenguaje le servía para combatir enemigos corporales e inmateriales (tirarle mierda a los malos espíritus, digamos), sin faltar el repujado análisis freudiano de Erik H. Erikson, quien a mediados del siglo XX, en su muy difundido Young Man Luther entendía que, hijo de minero como era, trataba de identificar los propios intestinos con los “peligrosos y volubles de la tierra”, es decir el cobre que buscaba su padre, al tiempo que su obsesión con el vientre revelaría un campo de batalla entre la voluntad paternal y la infantil, que se resumiría en un “desafío anal” a la voluntad de ese otro padre, el Papa.

Clarinada liberadora del retrete

La exhumación arqueológica, por otra parte, reveló que teólogo y familia, a pesar de las protestas de humildad y escasez, comían generosamente, y que los gansos que se regalaban regularmente suministraban las plumas con las que escribió sus 95 tesis. Esto, por un lado, abre la compuerta para que cualquier escritor esté alerta de que, de aquí en más, puede ser considerado el caso de una investigación tipo CSI, o Bones, ya que cualquier proclama disfrazada de confesión puede, ya, ser rebatida con investigaciones de basura y de retrete.

Por otro, el repaso de las aventuras intestinales de Lutero, atentísimo lector de San Pablo, de alguna forma pone de relieve que toda la aventura humanística, al menos desde el Renacimiento, ha sido procurar una liberación que puede alcanzarse, tal vez, con notable ventosidad, pero que no debe descuidar ni cuerpo ni tampoco alma. Todas las doctrinas de la liberación parten de la premisa de que alguien (Satanás, el engañador, nos diría San Pablo) nos ha inoculado un cuerpo extraño y es ahí donde, como reclama el evangelio, la verdad nos hará libres. Y por otro, nos alerta de las limitaciones que, en ocasiones, una concepción en exceso beleletrística de la cultura puede desatender lo esencial. Pero si hablamos de cultura, al menos en sentido amplio, o antropológico, no debemos olvidar que también tenemos que hablar de comer y deponer. Así, los trabajos de Claude Levy-Strauss sobre la mitología bororó, en el siglo XX, habían establecido, en Lo crudo y lo cocido, que cultura es el pasaje, precisamente, de lo crudo a lo cocido, y en De la miel a las cenizas, que cultura es la distinción entre comida y excremento.

¿Habría algo más pertinente en esta acepción de la palabra cultura que la construcción de letrinas individuales, que establecen una intimidad inviolable, ese lugar secreto al que puede recurrir el teólogo? Porque si algo ha quedado claro es que el Dios de los protestantes, antes de inventarse, o de revelarse, tuvo que esperar a la entronización de ese tipo de cloaca en la que el individuo caga en perfecta intimidad y sigilo. Esto es decir que, una teoría cultural debería prestarle atención a los modos de cagar, algo que bien tenía presente Lutero, lector de Rabelais, autor que, entre los títulos que asignaba a la educación de Pantagruel, incluía un Tartarentus modo cacandi, y a las tecnologías que se le dispensan. Así, si se sigue la confesión de Lutero, la reivindicación protestante de la libre interpretación no podría haber ocurrido en una letrina pública, como las que confeccionaban los romanos, que jamás entendieron la necesidad de defecar a solas, como no la entendían pilares del catolicismo como Ambrosio o Agustín.

A fin de cuentas, ¿qué hay más cultural que comer o defecar? Si se sigue la evolución del protestantismo, habría que entender que estamos donde estamos porque, antes de creer en el dinero, aprendimos a defecar a solas. Si el análisis que debemos a Max Weber sobre la ética laboral protestante es complementado con las ya legendarias, y victorianas, observaciones de Sigmund Freud sobre la retención anal, tendríamos que resignarnos al hecho de que el capitalismo se afianza toda vez que recurrimos a la mochila sanitaria. Según Freud, la educación que recibe el niño sobre el valor monetario de sus heces, que lo exilia, por decirlo así, de una cultura del exceso y el regalo (el primer regalo, la mierda), más cercana al catolicismo y la mano muerta de la Iglesia terrateniente que denunciaba Karl Marx, algo que tomaba en cuenta por ejemplo Carlos Fuentes para reivindicar en su momento el carácter liberador de lo que llamó palabras caca en La nueva novela latinoamericana. Y dicho más en breve, ¿es posible el capitalismo como lo conocemos sin la publicación, en 1561, de las Metamorfosis de Ajax, una autodefinida sátira cloacal del mismo John Harington al que se atribuye la invención del inodoro? ¿Cómo liberarnos, ahora, en este siglo XXI que se pretende inconsútil y virtual si no damos cuenta, primero, de la sanitaria de Dios?

¿Y los Estudios Culturales? 

Esta pregunta por la liberación, por supuesto, viene preñada de otra. ¿Quién es el agente, es decir la disciplina, que debería liberarnos? Los antiguos saberes humanísticos parecerían verificarse insuficientes, y la transdisciplinareidad, en la que la ciencia arqueológica y antropológica vienen a poner a prueba la letra del sacerdote, es incapaz de plantearse el imperativo, siempre teologal, y alguna vez político-social, de la liberación. Es en momentos como éste en que descubrimos que, por décadas, los humanistas hemos venido perdiendo el tiempo. Esa disciplina de momento no existe, pero hasta ayer, alguno podría haber contestado con liviandad que, en las últimas décadas, una, surgida en el Reino Unido de posguerra, debería alzar la antorcha de esta liberación. Se trata de  los Estudios Culturales, cuyo alcance, según cualquier vademécum, cuando no en extremo heterogéneo, es tan amplio como la cultura misma.

Esta disciplina, enancada en premisas antropológicas, campea en Estados Unidos y ha conquistado buena parte de la currícula humanística en América Latina, pero lo que a modo de ejemplo nos muestra Lutero es que convendría que ensanchara sus miras porque, de momento, sus oficiantes andan mucho más entusiasmados en reivindicar relativismos para renunciar a toda axiología: propagan la especie de que todo vale lo mismo, noción a todas luces disparatada, ya que, al interior de cada cultura, todo se rige por mérito y valores, desde quién escribe mejor hasta quién escupe más lejos o mejor resiste ciertas drogas. Y este relativismo, desde un principio, fue erigido sobre una coartada hipotéticamente emancipadora, que confunde, lamentablemente, liberación con inclusión y asume que expresiones marginadas no encontraban su lugar en los estudios humanísticos, que eran de por sí elitistas, y que por tanto ahí están estos estudios para darles cabida.

Pero espacio, o amasijo, no es lo mismo que liberación. Recuérdese: lo mismo que haría luego la Escuela de Frankfurt, Marx se autodefinía como crítico cultural, uno que reivindicaba el gran arte “reaccionario” de Honoré Balzac porque exponía, mejor que el bienintencionado Émile Zola, las contradicciones de clase. Para Marx, o luego para Theodor W. Adorno, la finalidad de la crítica cultural, en todo momento, era la liberación y nunca el andar chuleando relativismos que, si a algo conducen, en términos luteranos, es a un amontonamiento que, lejos de fluir, ocluye, en el que nada se discierne. 

Y esto debe ser dicho de una vez: nada ni nadie se emancipa porque se le quite el prefijo sub. Si antes determinados objetos eran considerados subliterarios o subartísticos, los Estudios Culturales lo que logran es que todo se vuelva sospechoso de ser una versión inferior a sí misma, incluso Shakespeare, los estoicos o Virgilio. Por otra parte, la hipotética ampliación del campo de estos estudios nada tiene que ver con las instancias en rigor liberadoras de quienes entienden que el arte se hace en cultura. Uno puede pensar en Picasso pintando un sifón, y abriendo así el arco de representación de la plástica y de la vanguardia; en Goethe reatendiendo, después de un siglo de tirantez neoclásica, los cantos y bailes del volk; o mucho antes, en el bajo Medioevo, a Dante hincándole el diente a la lengua vulgar que, a partir de él, será la materia con que habrá de surgir, en Occidente, la expresión poética y habrán de secularizarse los Estados-Nación. 
 
De alguna forma era eso lo que reclamaba en su momento Charles Baudelaire al “pintor de la vida moderna”: lubricar esas fuerzas que exigen liberarse, fuerzas que, de alguna forma, ya están tramitando una nueva expresión, que habrán de darle un nuevo sentido a los días. Así, por ejemplo el blues o el tango (ni qué hablar del rock) eran una lengua potente, capaz de articularse por décadas en una cultura propia, pero, por más que se intente sacralizar fenómenos transitorios, que incluso ya han fenecido, por ejemplo la cumbia villera, lo único que se logra es atragantarse en pabellones de taxidermia, embuchando cachivaches con bolas de naftalina. Y, peor aún, en más de un caso, la indiscriminada (o si se prefiere indigerible) inclusividad de los Estudios Culturales revierte en constipación administrativa. Piénsese, por ejemplo, que en Uruguay, país al que llegó hace poco la disciplina, no falta quien pregone que el mayor producto de exportación cultural del país son los videojuegos. Y aquí, claro, la pregunta viene sola: ¿podría alguien explicar, entonces, en qué son más culturales los videojuegos que los ponchos de lana o el dulce de leche? ¿No debería, entonces, estudiarse como forjadores de nación y welstanchauung al poncho de lana, al dulce de leche, etc., y otorgárseles premios culturales a la trayectoria? Cuando todo es cultura, nada queda para el estudio de la cultura (y con este mazacote no hay intestino que aguante).
 
La paradoja es que, estando como estamos infestados de expertos en Estudios Culturales, se desatienden los modos  de comer y deponer, y las narrativas que les asignen sentido, y lo que tenemos, en su lugar, es doctos apresuradísimos por confundir cultivo del alma con craso entretenimiento. Si la letrina y el inodoro, monumentos antibarrocos, capitalistas y protestantes, no tienen lugar en ellos, cabe preguntarse de qué cultura se encargan los Estudios Culturales. Lo que parece obvio es que, si no les encuentran, además de lugar, clave libertaria, deberían, como la Esfinge de Edipo, autoaniquilarse. Porque el resto es cultura stricto sensu, es decir Shakespeare, Dante, Picasso, Dylan, Marguerite Yourcenar o Clarice Lispector, cultura con la que, hasta el momento, tampoco han sido capaces de lidiar.
 

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