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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA GUERRA NO ES SEXO ANAL

Del éxito (o de cómo son las cosas)

Amir Hamed

A veces, cuando los tiempos parecen más entreverados, más sobre la mente revierten los versos viejos, por ejemplo cierto epigrama de Marcial, del siglo I, que dice así: “Cuando a tu esclavo le duele la pija, oh Nébolo/a ti te duele el culo/. No soy adivino pero sé cómo son las cosas”. Convendría que los grandes diseñadores de política internacional, es decir, los gestores de las últimas revueltas y guerras urbi et orbe, tengan en cuenta la llana sabiduría de los versos viejos, que saben atender a causas y efectos para liberarse de tentaciones oraculares.

Esto viene al caso si se atiende cómo los medios de comunicación de Occidente tratan de dar un sesgo teórico (toda teoría tiene pretensión predictiva) a lo que, en realidad, no son sino manotazos de ahogado de servicios de inteligencia confabulados con su propaganda a través de los medios, confabulación que hoy parece llamada, más que nada, a sobresaturar de caos un mundo ya suficientemente caótico. Véase por ejemplo este caso: ni bien derrocado en Egipto Hosni Mubarak, en febrero de 2011, los tecnócratas de la publicidad salieron a inquirir por dónde se extendería esa “primavera árabe” que acababan de etiquetar y que, atribuían, sobre todo, a nuevas generaciones familiarizadas con las nuevas tecnologías de la información y comunicación (básicamente, las redes sociales). Para enterarse, o para fingir enterarse, la CNN en castellano convocó brevemente a un señor al que denominaron “analista de inteligencia”, imposible eufemismo para señalar a quien, ostensiblemente, era un agente de inteligencia que sin vacilaciones señaló hacia Túnez y Siria.

En esos dos países se sostenían, casi sempiternos, los apellidos Gadafi y Al Assad. El primero era ese coronel Muammar, fotografiado en la inveterada sastrería militar que caracterizara a los gobernantes del Baath, partido nacionalista y socialista árabe que se desparramó desde el Sahara a Mesopotamia a partir de la década de 1950, es decir, con la descolonización, sentando militares en sillones presidenciales; el segundo, Bashar, el hijo segundo y sobreviviente de Hafez al Assad, médico que se había especializado como oftalmólogo en Londres (su hermano mayor, Basel, heredero natural a la presidencia o trono, había muerto en 1994,en un accidente automovilístico), quien fuera ungido de apuro presidente tras la muerte de su padre, en 2000.

Había caído en enero Ben Ali, presidente vitalicio en Túnez y ahora lo seguía el de Egipto, una especie de faraón de saco y corbata. Si se miraba hacia cualquier otra parte, por ejemplo hacia la península arábiga, se divisaban los kafiyyes que siguen cubriendo las cabezas de jeques y emires y los velos y chadores que siguen tapando la cara de mujeres, en la mayoría de los casos, impedidas, siquiera, de manejar un auto, de tener pasaporte propio, o de andar por la calle solas, pero, por lo que decía el analista, la primavera abatía solo regímenes laicos, como los de Egipto y Túnez, y ahora a Libia y Siria, por lo que cabe inferir que iba a dejar intocadas las exigencias de un Alá, según los islamistas, cada vez más exigente. Y de hecho al informante de la CNN, si uno le olvidaba su condición de artífice, se lo podía confundir con oráculo, porque la primavera, en efecto, se estaba cargando a Gadafi en cuerpo y alma, no sin previamente sodomizarlo, al grito de Alá es grande, con un cuchillo rebelde (el video está disponible aquí), y enseguida arreciaba sobre Bashar, cuya caída, insistían en Estados Unidos la Secretaria de Estado Hillary Clinton y el presidente Barak Obama, además de los primeros ministros del Reino Unido y de Israel, David Cameron y Benjamín Netanyahu, era inminente.

El agente hizo pública su teoría porque en rigor había declarado hágase la primavera sobre Libia y Egipto, y todos podríamos haber aplaudido, una vez más, la coartada posmoderna de François Lyotard, por la cual las cosas se legitiman en su performativo, es decir, sencillamente porque funcionan, de no precipitarse sobre uno cierta melancolía, proustiano revolearse hacia la rosada juventud, allá por 1970, o 1980, cuando el adjetivo “inminente” se aplicaba sin tregua a predecir el derrumbe del capitalismo, o el de una dictadura. Y si lo que quería uno era evadir melancolías, mejor prestarle atención al cuchillo sodomita que ritualizó la muerte del coronel Muammar, que llevaba a recordar alguna oscura crónica de cómo en su momento, secuela de una destemplada sesión de la Liga Árabe que terminó con gritos e insultos, había fracasado un intento de asesinar al Emir de Arabia Saudita orquestado por Gadafi. Era preciso sospechar, de una vez, que la clamoreada primavera, en rigor, no terminaría siendo más que uno de esos atávicos ajustes de cuentas que ha sabido manejar, desde que el tiempo es tiempo, la cultura del Mediterráneo: si a Gadafi le había dolido el traste arrasado por un filo, a otro le estaba doliendo otra cosa.

Bastaba advertir la sorpresa de la contraparte europea de esta intriga, el entonces Primer Ministro Silvio Berlusconi, declarando su estupor ante lo que le exigían franceses, ingleses y estadounidenses, siendo que Ben Ali, Mubarak y Gadafi, eran “amigos”, para caer en la cuenta de que, en efecto, las leyes de la historia repiten menos las urgencias de la modernidad que los versos en lengua muerta: Berlusconi, ahora caído en desgracia, se vivía, probablemente sin darse cuenta del todo, como un monarca latino defendiendo a sus amigos del sur, los monarcas de Egipto y Libia (el finado Gadafi, vale recordar, era incluso el más amigo de todos, en el momento de su caída, un aliado de las potencias occidentales en la “Guerra contra el Terror”, y en particular, íntimo de Berlusconi, con quien intercambiaban batallones de mujeres en tacos de alfiler para sus respectivos harenes, bajo la rúbrica de “tours culturales”. A fin de cuentas, amistades y enemistades, tratados y traiciones entre monarcas egipcios, libios e italianos, como se sabe, han venido moliendo, por milenios, la sal misma de cada ola del Mediterráneo.

Por supuesto, los liberales a la Fukuyama no dejarán de repetir, ante esto, que los déspotas como Ben Ali o el multielecto Berlusconi olvidan las leyes de una Historia, que hegelianamente ha manifestado su fin en la democracia liberal, y que aquellos que se oponen a su dictado son retrógrados, o, sencillamente, déspotas asiáticos, en fin, bárbaros. Como ejemplo podrían presentar al mismo Berlusconi, hoy al borde del presidio que sigue amenazando con una “revolución en Italia” (si ocurriera, ¿cómo habría de ser etiquetada? ¿Cómo primavera retrógrada?,¿otoño en primavera? ¿neobarbarie fascista?). A ellos habría que recordarles, de todos modos, que en Libia campea la anomia, la guerra civil se extendió al centro de África, y los rebeldes islamistas destruyeron la embajada de Estados Unidos, el país cuyos bombarderos abatieron a Gadafi, mientras en Egipto la democracia ha sido una vez más abolida, sin que nadie chiste ya, y los héroes de ayer, los revoltosos que depusieron a Mubarak, son los presidiarios del día. Más aún, la corriente ha cambiado en Siria y ahora Estados Unidos y sus aliados empiezan a ver con buenos ojos este señor al Asad, que ha sabido resistir durante todo este tiempo a unos rebeldes cuyo núcleo duro ya no es el que exigía libertades y consumo sino el salafista que reclama la aplicación de la shariah o código islámico, es decir, nada de liberalismo y sí mucho más Alá.

Lo que queda claro es que el oráculo, entiéndase, el tecnócrata jugando a Dios, una vez más, falló, y falló porque Occidente ya no está en condiciones de ganar ninguna de las guerras que se apura a concertar. Pareciera que el requisito de nuestra civilización de vender éxito y gratificación instantánea nos hace confundir, entre otras cosas, guerra con sexo anal, es decir, la ritualización de la victoria con la victoria, la coda por el todo. Véase, por ejemplo, otro episodio pseudooracular, como el discurso a la nación que, en setiembre de 2001, pronunciara George W Bush, anunciando la Guerra contra el Terror, y declamando que le iban a llenar de humo los agujeros a los islamistas (we will smoke them out of their holes). Cierto, se echa humo en los hoyos para sacar abejas de sus panales, también a las hormigas, pero el júbilo del público (este columnista asistió al discurso en el televisor de un pub de Brooklyn Heights en el que los parroquianos, que evidentemente desconocían casi todo de apicultura, se abrazaban al escuchar la frase, y la repetían, convencidos, ostensiblemente, de que a los terroristas le iban a dejar el culo hecho humo).

El discurso, por supuesto, era una cabal patraña que solo pudo traer ruina al país. Confundir mundo con propaganda ha traído, ni bien nacida la propaganda, ruina, pero sus publicistas, invariables, irreductibles, piensan lo contrario. Bastaba tirar abajo una estatua de Sadam Hussein para declarar, como hizo Bush en 2003, a bordo de un acorazado y travestido en el soldado que nunca fue, una guerra como ganada, sin entender que eso, una estatua derribada, era apenas preludio, que la guerra de Irak recién en ese momento estaba por empezar.

El reclamo del oráculo de Delfos, ése que dice Platón movía a Sócrates, conócete a ti mismo, quería decir, por sobre todo, tú no eres un Dios. Solo Dios hace el mundo cuando lo declara, es decir, solo Dios puede hacer, en el performativo, mundo. A los mortales no les es suficiente declarar el fin de la Historia para que la Historia cese, ni cantar victoria para que la victoria se alcance. El éxito, ya se sabe, lo alcanza cualquiera y dura 15 minutos, pero esto está muy lejos de la victoria (las victorias, además de carentes de grandeza, y de gusto, son definitivas). La fama, que nada tiene que ver con el éxito; si se adquiere nunca es ganando sino, como sabe Aquiles, batallando; nosotros, sin embargo pensamos que lo que hay que hay que alcanzar es una notoriedad instantánea, o la gratificación de la fama, a como dé lugar.

Volviendo a lo del principio: el amor, como saben Nébolo y su esclavo, no soporta grandes intensidades, y las guerras son intensidades de muy larga duración; ganará el más paciente, el que esté más dispuesto a sacrificarse, y como se sabe, nuestra civilización ha olvidado qué sean paciencia y sacrificio. Hace prácticamente un siglo, en El ocaso de occidente, Oswald Spengler escribía que esta civilización estaba llegando a su “invierno” o temporada final, al menos en su vertiente fáustica. Entendía que el occidental era una figura trágica, porque, por más que lo intentaba, sabía que su meta nunca sería alcanzada. Tal vez porque Occidente es consciente de esto, y porque ha perdido el estómago por la grandeza trágica, en vez de perseguir victorias imposibles se contenta con negociar éxitos instantáneos, que caducaron antes de haber sido siquiera proclamados. Claro, en este negociación fraudulenta en la que alguno se soba el pomo, allá por los arrabales del mundo, por cientos, por miles, por millones, sigue agitándose esa gente desplazada y despedazada, sorda de grita, de bomba y de metralla que ha perdido, de un golpe, hogares, familia esperanza e inocencia, y que además se muere. 

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