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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          SOBRE LA NECESIDAD DEL RELATO

El principio de miopía

Amir Hamed

Mucho hay que agradecer al Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas. Se trata de una epopeya de la creación, alguna vez traducida por un cura el fraile Francisco Ximénez a la que el hombre, bípedo celebratorio, llega tras una sucesión de intentos fallidos.  Como se sabe, los dioses del libro sagrado quiché, tras crear vegetaciones, fauna y minerales, en fin, todo lo que hay, quieren engendrar seres que los alaben, pero fracasan en reiteración real. Ya hay animales, incapaces de alabanza, y por eso hacen unos seres de barro barro con vocación de humano, demasiado frágiles y caidizos. Los Creadores y Formadores toman madera, entonces, pero los seres, unos maniquíes, carecen de sentimientos y sabiduría, y desaparecen, atacados por sus tecnologías (sus ollas, vajillas, escudillas, piedras de moler) y por sus animales domésticos, entre ellos sus perros y gallinas. Claro que por profética que se la quiera, esta destrucción de los hombres de madera nos dice menos que lo que dirán, ni bien lleguen a la superficie sublunar, los hombres de maíz, esos que fueron los primeros capaces de alabanza, es decir, nosotros.

Es que del maíz habían salido cuatro hombres primigenios que podían verlo todo, “lo grande y lo pequeño”, que por verlo todo no se multiplicarían, que probablemente no habrían de acceder a la alabanza y que, seguramente, de seguir viendo así, nos habrían dejado sin mundo. Los dioses les empañan la vista, como se recuerda, temerosos de que se igualaran con la divinidad, por lo que los hombres de maíz, es decir nosotros, no pudieron ya ver más que “lo próximo”. Lo veían todo y, por tanto, no se movían, una inmovilidad que, cabe recordar, es precisamente el momento previo al relato: la enseñanza, en este sentido, es que para que haya relato debe regir un cierto principio de miopía.

Porque no veo me muevo, investigo, copulo. El relato exige esta cortedad de vista, una cerrazón que, por ejemplo, dramatiza la Divina Comedia. Cuando más oscuro, más se mueve Dante por indagar, conocer; he ahí el infierno, principio de la narración. Cuanto más resplandeciente, más lirico, celebratorio, inmueble se queda el florentino: el paraíso de la inmovilidad.

Y porque me muevo, porque narro, dejo de ser, es decir, devengo, lección inapreciable para estos días. El deseo (de conocer) es el motor del relato, siendo ese deseo lo que me enseñará que aquello que creo son las cosas lo que me han dicho son las cosas en rigor es falsedad. El relato está ahí para desenmascarar cualquier identidad, para enseñarnos que todo lo que conocemos ha venido de otra parte (que el primer Twain había sido un amigo de la familia, como decía el autor de Huckleberry Finn). Solo la miopía, para decirlo de algún modo, consiente la revelación.

Lamentablemente, los Creadores y Formadores de estos días, con torcidas palabras tecno, se han olvidado de lo que supieron sus predecesores. En rigor, si se atiende a la prédica de las academias sajonas y de la industria editorial, los que hoy se arrogan la defensa de ciertos relatos de microrrelatos, de relatos identitarios, de relatos del yo si algo están predicando no es sino la muerte del relato, que es la muerte del  conocer. Lo que hacen es barajar y repartir identidades (étnicas, sexuales, religiosas) como los hombres de madera repartían y barajaban ollas y piedras de amolar para que todos nos olvidemos de conocer, es decir, de preguntarnos. Y al respecto, cabe recordar que cualquier relato identitario es la negación del relato, porque todo, en este sentido, se sabe de antemano (es decir, se ignora de antemano), una tautología que nos acerca a los extintos hombres de madera, aquellos que “no tenían ingenio, que no tenían sabiduría”. Habrá, por tanto, que sentarse a esperar para ver cómo, atrapados en identidades y microyoes, destituidos de relato (pero abrumados por la información y los hipertextos), quedamos a merced de las ollas hirvientes y devenimos ración balanceada para gallinas. 

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