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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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         ¿QUÉ HORA ES?

La gramática postapocalíptica

Amir Hamed

No deja de causar una atribulada maravilla que, a lo largo de estas semanas, las potencias mundiales tengan que salir a negar el Fin del Mundo. La NASA y la Casa Blanca, y el primer ministro ruso, acaban de hacerlo, y seguramente en el correr de estos días lo haga su Santidad Vaticana, el Papa. Este fervor milenarista que ataca entre protestantes y ortodoxos, pero que no excluye a los católicos, es el correlato de tanta ficción apocalíptica que nos azota, y, en especial, de las incontables secuelas de filmes zombis, ese Gog y Magog afásico que exige un mundo sin Historia.

Así como los zombis reclaman sangre, este frenesí milenarista reclama coartadas para detonarse, siendo la última una apropiación del calendario maya, que como es bien sabido culmina su medición el próximo viernes 21, con lo que estaría dando cuenta del fin de un ciclo cósmico. Poco importa que esta mención sea infinitesimal en la literatura maya, ya que solo en dos textos glíficos, entre los 15.000 hoy conocidos, se menciona el año 2012 y esta fecha particular, ni que sea insostenible leer con un enfoque lineal, cristiano y escatológico lo que un calendario crédulo de la sucesión de ciclos pueda decir: internet, los bares, la televisión y la más inocente charla sobre cuán impredecible anda el clima se envenenan de milenio.

Qué hora es

Cuando se discute sobre calendarios y predicciones, se olvida una medición más íntima, pero no menos acongojante entre nosotros: la pregunta por el reloj. Para ilustrarla, basta observar que, en cualquier partido de fútbol, se puede apreciar en los directores técnicos una ansiedad que replica la de la hinchada, ansiedad que, a su turno, replica la de una civilización. En la primera parte, y hasta el cuarto de hora de la segunda, la pregunta del hincha y del técnico es cuánto va; pasado ese lapso, la pregunta es cuánto falta. Por más que el deporte sea global, practicado en cada rincón del planeta, se debe entender que esto, más que un contagio occidental a las demás culturas, es reafirmación del origen occidental del deporte. Oriente, al menos ese que seguimos entendiendo lejano, sigue recordando que el japonés no distingue formas verbales de futuro y de presente, y que solo el contexto permite saber por qué tiempo discurrimos; o que el mandarín, en su más impiadosa caricatura, es capaz de sostener la armónica puntualidad contextual que enseña el I Ching. Tal el caso del irrisorio Shu T'ung que, en Bustos Domecq (en el primer relato de Seis problemas para Isidro Parodi) ejerce magisterio al explicar que “el buen actor no entra en escena antes de que edifiquen el teatro”. Por contrapartida, más acá de esta armonía entre civilización y oportunidad, la intelección del tiempo en Occidente viene muy desasosegada por ese mismo cronómetro por el que interroga el DT: nunca sabemos si estamos llegando tarde o temprano, si faltan 15 o si son ya y 25.

Cuánto iba ya

Para el lector es obvio que la digitalizada inmiscusión del reloj en el electrodoméstico o en cualquier elemento de comunicación, sea una tablet, una computadora, un televisor o un teléfono nada dice de nuestro control sobre el tiempo. Dicho de otro modo, ser capaz de dar la hora parece estar reñido con entender la temporalidad, perplejidad que nos azota desde los albores de la Cristiandad, cuando el fundador del tiempo de Occidente, San Agustín, hace unos 17 siglos, interrogaba “¿Qué es el tiempo, entonces? Si nadie me lo pregunta, sé qué cosa es. Si quiero explicárselo a alguien, no lo sé”.

¿Cómo saber, en términos civilizatorios, qué hora es? Seguramente solo ha habido dos buenas respuestas. Una, la de Agustín, quien argumentaba que el tiempo está solo en la mente, ya que Dios, que es eterno, vive en un mundo distinto en el que el tiempo no existe, siendo los humanos los únicos que pueden concebirlo. De todas formas, aunque concebible, es arduamente cronometrable, ya que, según el santo, el pasado ya no es, y el futuro no es todavía, resultando lo único dable el presente, unidad inmedible, sospechosamente parecida a la eternidad. Por lo tanto, lo único que podemos saber con certeza es que nunca sabemos qué hora es.

En otras palabras, el mundo es una especie de fraude temporal, coartada solipsista que le ha permitido a la Cristiandad navegar, por milenios ya, el invariablemente diferido Fin de los Tiempos, la nunca concretada parousia o segunda venida de Cristo. Y es dentro de esta cronométrica estafa que se produce la otra gran respuesta, la del hijo varón del pastor Karl Ludwig Nietzsche, Friedrich, quien sabedor claro de cuánto iba ya (casi dos milenios sin parousia), y exactamente cuánto faltaba (no falta nada y falta todo, porque Él ya no puede regresar), se declaró fuera de su tiempo pero árbitro de un porvenir claramente delimitado: “Me pertenece el pasado mañana. Hay quien nace póstumo”, proclamaba Friedrich Nietzsche en El Anticristo, esclarecido de que, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido liquidar a Dios, y debía guardarse para una coordenada abierta en lo venidero.

Ahora bien, ¿por qué no había podido re-matar a Dios, siendo que éste había muerto, como bien sabían todos? Porque Dios, que ya no existe, subsiste en su proyección, en su sombra, dice La gaya ciencia. “Con Buda ya muerto, durante siglos se siguió enseñando su sombra en una cueva: una sombra horrible y enorme. Dios ha muerto: pero, tal y como son los hombres, seguirá habiendo, quizá durante milenos, cuevas en las que se enseñe su sombra. Y nosotros, ¡nosotros tenemos que vencer aún a su sombra!”. Y esa sombra, como ya pocos ignoran, medra en un lugar específico, allí donde los participios, los sujetos y predicados se ordenan. "Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios, porque seguimos creyendo en la gramática", aclara El crepúsculo de los ídolos. ¿Y eso por qué? Porque nos hace creer que hay un agente —Dios— detrás de las cosas. Para Nietzsche, todo es máscara, fenómeno, y la causa —la concepción de que hay una agencia divina para esos fenómenos— es nada más que una superstición prosódica. El fenómeno es un complemento directo, el verbo es la agencia, el sujeto es el (imposible) agente.

Así las cosas, esa perversión gramatical, Dios, habría creado un tiempo (un mundo) que, según avisa desde hace largo Agustín, nos confunde, porque en rigor carece de existencia, es mera sombra. La pregunta qué hora es, que nublaba al santo, en términos nietzscheanos debería ser entendida así: es la proyección de una sombra en un reloj de sol, solo que ese cuerpo celeste o divinidad, el sol, al que creemos su causa, no es tal. Y, en términos nietzscheanos también, debería ser respondida de este modo: ahora es sombra y pasado mañana, cuando aclare, será la hora de mi Übermensch, o superhombre.

Y así es como llega pasado mañana

El filósofo se abrazó a un caballo y largó a llorar hasta que lo recluyeron en una clínica, en Jena, donde algún médico lo declaró fallecido con el siglo XIX, dejando abierta una nueva pregunta: ¿Cuándo es pasado mañana? El siglo siguiente, con frenesí, se puso a liquidar la gramática, desde los dadaístas aniquiladores de la sintaxis y de todo sentido hasta las piruetas de Raymond Roussell, pasando por la filosofía de Wittgenstein y Heidegger, por el acto fallido freudiano y el sicoanálisis a la francesa, por Derrida, Foucault, Deleuze, o por las más recientes hordas de oficiantes de los estudios culturales, étnicos, subalternistas y de género.

Dicho en breve: si para un nietzscheano como Heidegger el lenguaje era la casa del ser, lo cierto es que para Nietzsche la gramática era la sombra del Gran Occiso, y esa sombra, por lo que puede atestiguar este siglo XXI, ha sido concienzudamente demolida, si bien Dios, todavía insepulto, sigue trinando su morondanga apocalíptica. Y entonces, ¿cuándo estaremos en pasado mañana? ¿O será que, agustinianamente, pasado mañana nos pasó de largo?

Habiendo terminado con las supersticiones, hubiéramos querido creer que la labor de zapa para la emergencia del superhombre y la supermujer consiste en aguzar el oído para constatar la emergencia de nuevos cantos de vida y esperanza, para decirlo con acento dariano, pero en rigor, de momento, lo único constatable es el fin de la gramática. Véase, sin ir más lejos, los diarios hispánicos, que cada vez con menor escrúpulo prescinden de correctores y dejan esa tarea librada al programa de vigilancia ortográfica y prosódica de Microsoft, que amontona fraseos sin sentido; o cómo, en Uruguay, su presidente extermina cualquier amago de rebrote gramatical expidiéndose en una jerga imposible, no popular (porque nadie que exista habla así), y mucho menos presidencial, sino reminiscente de personajes de historieta argentinos, sean Martín Toro o Patoruzú; o cómo aquí, allá y más allá, ensanchándose, repitiéndose, destituidas de habla, las zombie walks, o procesiones zombis, afligen al planeta.

¿Es esto el anticipo del superhombre o meramente una retirada, o catástrofe, del hombre, harto de sí, de su reloj y de su gramática? La sombra que temía Nietzsche nos azotara por milenios se expande viral por internet, llamando como de costumbre al cese, aunque ahora agramatical, rota, farfullante. Esto no puede sino hacernos preguntar si lo preciso era terminar con la gramática o vertebrar una diferente. La emancipación, en rigor, al menos según muestran los hechos, no ha estado en la liquidación de la gramática sino en la articulación de una menos opresiva.

Recuérdese que los latinos, para afianzarse a sí mismos y sobreponerse al griego que los nutría pero abrumaba, multiplicaron los gramáticos, que sostuvieron al Imperio Romano y por milenios a la lengua en la cual, celoso en Occidente, se sostuvo Dios, hasta que Dios debió renegociar el Fin, abrirse al tiempo, y trasvasarse a las lenguas vernáculas. Así, Dante nos dio el cielo, el purgatorio y el infierno en una lengua que con el tiempo se conocerá como italiano, pero solo tras definir, en su De vulgari eloquentia, al latín como gramática de lo universal. Es decir, solo a partir de la consolidación de una gramática es posible generar una alternativa, algo que bien sabía Descartes, quien para llegar a parir en vernáculo la cosa que piensa, (prestamente traducida al latín), debió también dialogar y enseñar en Port Royal, donde se ensambló la gramática que, hasta el día de hoy, enseñó a pensar en francés.

Allí donde cae la mirada se hace evidente que, para renegociar con Dios y la eternidad en latín, es decir con su dogma, invariablemente ha sido menester enarbolar gramáticas. Así Lutero tuvo que recurrir al germánico más formalizado y elaborar una defensa de la traducción, antes de traducir la Biblia, y los reyes de Castilla y Aragón proclamar que su cancillería sería vernácula, y Nebrija redactar en 1492 la gramática del castellano para que, munido de ella, Cristóbal Colón zarpara con su cruz hacia el poniente. Claro está que a Nietzsche le asiste razón, porque ninguna normatividad gramatical, ortológica ni ortográfica deja de ser asfixiante, y en un punto antojadiza, pero difícilmente su superhombre encuentre espacio para darse a luz si no cuenta con una propia, ya que es en la gramática donde se erige ese Otro con el que debemos dialogar. Cuando esto no se da, estamos en el punto que ya advertía Dante: si uno deja a una lengua sola, en 100 años es incapaz de reconocerla. Y cuando uno no puede reconocerse en la lengua, sencillamente no puede ni sospechar en qué hora, día o año, está.

¿Podría existir Hispanoamérica sin la gramática de Andrés Bello, por ejemplo? ¿Podrá existir un día más allá de este apremiante 21/12/12 si prescindimos de la gramática? Y con esto se quiere señalar que solo sabremos si es pasado mañana, es decir, si es advenido por fin el superhombre, cuando se reporte una gramática nueva a través de la cual podamos seguir diciéndonos. 

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