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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA CONDICIÓN URUGUAYA

Noventa gramos de mortadela

Amir Hamed

Hace un par de días, cuando a
pedido de un amigo entré a la Biblioteca Nacional, volvió a asaltarme la imagen de cierto literato, varón de talento, del que aprendí todo lo que me fue posible cuando empecé a dedicarme a las letras. Contemplando las publicaciones que proclaman con desparpajo las vitrinas de la institución, su nombre que no diré aquí,  porque no es relevante para esta columna me sonó casi balsámico, como balsámico me resultó su trato cuando lo conocí.

Licenciado sin trabajo fijo, se encontraba por entonces entre las listas de docentes universitarios destituidos durante la dictadura uruguaya, y empecé a tratarlo casi con desesperación, allá por los días en que comenzaba formalmente el estudio de  letras, sobrellevando semestres en una intervenida Facultad de Humanidades inficionada de docentes improvisados, cuando no ridículos.  Aprendí bastante con él, precisamente  porque, a diferencia de la mayoría de los profesores, de entonces y de ahora, entendía el oficio; sabía distinguir la virtud del ripio, los repliegues de la forma, en fin, tenía todo para entender el arte y debió, tal vez en otro mundo, o al menos de haber nacido en otro país, haber sido artista.

No lo fue. Por las últimas veces que lo vi, en los períodos en que recalaba yo en Montevideo mientras estudiaba en Chicago, solía repasarse a sí mismo y sentenciar que no había tenido una vida “literaria” pero si profesoral. En otro lado quedaba su “obra”, que no fue ningún libro de investigación, porque no investigaba, sino algunos poemarios en los que, todavía hoy, se advierte menos el resplandor del verso que la cautela de quien advierte dónde debe evitar equivocarse. Esto es poco, se dirá, ni bien se recuerde que era individuo capaz de incentivar vocaciones, a partir de su discurso, uno concienzudo, que era un cocoliche o mezcladora de frases de críticos a los que no citaba y frases célebres que atribuía con incansable error. Tenía un estilo de impartir clases que impactaba al comienzo pero se debilitaba a medida que sus estudiantes crecían y así, ni bien iba uno evolucionado, descubría cada vez más las averías de sus arengas, al menos desde el punto de vista académico, si bien eso no le restaba brillo. Alguien, que lo tuvo de docente en tiempos muy posteriores a los de mi trato con él, decía que lo que daba ese profesor eran “clases de actitud”.

Ahí, si se quiere, el epifenómeno o, más bien, la histeria del Licenciado: sus clases, lo mismo que su infrecuente escritura, eran más bien un síntoma, la amenaza de aquello que, fatalmente, nunca habría de ser. Devoto de los malditos, en particular de los simbolistas franceses, entonaba frecuentes trenos a la incomprensión, repitiendo al Nietzsche resignado a ser mucho mejor que sus contemporáneos. Pero si entonces se le preguntaba por qué, por ejemplo, no emigrar a Estados Unidos (donde alguna vez fue profesor visitante), respondía automático que allá había demasiados buenos profesores y que él, toda la vida, prefería ser “cabeza de ratón y nunca cola de león”. Por otra parte,  la gloria se le solapaba con el logro económico y el ascenso social, por lo que se jactaba de dar clases a ricachonas de Carrasco que le habían permitido mudarse al barrio de los Pocitos, a un apartamento que, con cierto esmero camp, había enmoquetado de un verde irascible en el que, en un balconcito, también enmoquetado, apacentaba una blanquísima réplica, tamaño bonsái, de la Venus de Milo. Aquel verdeante alfombrado que sus pantuflas frotaban fruitivas, o la cátedra a la que la democracia lo repuso, seguían siendo sus pasiones, una heráldica con lo suyo de trágico si se considera que, para acceder a eso, había renunciado al verdadero talento.  Desde su cátedra, casi está de más decir, a la que se abrazó tanguero como a un rencor, se dedicaba más que nada a detestar a sus colegas (algo muy frecuente, al menos entonces, en la Facultad de Humanidades) y, sobre todo, a evitar que la “gilada”, como solía decir, se avivase, por lo que entorpecía el camino de cualquiera con talento que pudiera crecerle cerca. El resultado último de todo ese itinerario es que nadie de valor específico, al menos hasta donde me conste, ha podido reclamarse como su alumno. Si el profesor, como entendía él mismo, le había comido el poeta, es porque el profesor, encandilado  por el malditismo, había confundido  el mal con la ruindad, reduciendo el deber del artista a un birlibirloque de almacenero que, en vez de cien, nos está vendiendo, una vez tras otra, noventa gramos de mortadela.

No se trata, por supuesto, del mero cumplimiento del adagio de aquel al cual, según el decir rioplatense, siempre “le faltó un vintén para llegar al peso”, ya que esto se traduce, con llaneza, por no dar la talla. Todo lo contrario, se trata de una sesuda economía, de una inversión de Shylock: si el usurero de Venecia, héroe de comedia oscura, a través del cual todo el gravamen de una ley se hace presente, está obsesionado con arrancar lo que entiende se le adeuda - una libra de carne humana -, aquí estamos frente a una pasión más bien molieresca, de engrupir hasta el fin, una usura cuya víctima final fue, sencillamente, su oficiante,  quien de forma inmisericorde derrochó su talento al servicio incondicional del timo.

Que en él estaba el reverso de Shylock no se le escapaba. En lo suyo, tenía la íntima entereza, que jamás haría pública, de saberse, á la Salieri, capaz  de reconocer -y en su momento negar- lo bueno pero incapaz de dar el salto que lo llevara a producirlo. La última vez que conversé con él, dijo esto: “Yo, como el judío del gueto. Salgo de casa a la tarde. Saludo sacándome el bombín, adiós  señora, adiós señor. Llego al bar de la esquina y me pido una pizza con mozzarella. Me dan la pizza pero no me la como. Me la envuelvo en una servilleta, me la meto en un bolsillo y emprendo el regreso a casa, adiós señora, adiós señor. Llego a casa, saco la servilleta del bolsillo y me como la pizza con mozzarella. Fría pero mía”.

2- Mozzarellas póstumas

Ahí, frente a las vitrinas de la biblioteca, me quedaba claro una vez más que, a través del Licenciado, había estado hablando todo un país, es decir, todo el proceso evolutivo de una sociedad y una cultura. Es que el Licenciado, antes que nada, era una figura reactiva, en Uruguay, a toda aquella marejada de gentes alfabetizadas que, con pompa, circunstancia y barrabravismo, y azuzadas por las intrigas del español José Bergamín, se autoproclamó generación, la del 45, a la que uno de sus benjamines, Ángel Rama, rebautizó como “Generación Crítica”. Una generación, dígase sin más, de bachilleres, es decir de improvisados que, al empuje de una educación media benigna, y casi unánimemente provenientes de la pequeña burguesía generada por el batllismo, salieron a tomar por asalto la cultura, en primer lugar, y a generar instituciones como el teatro independiente pero también la Comedia Nacional, los cines universitarios o la cinemateca, varias editoriales y también, cómo olvidarlo, la misma Facultad de Humanidades fundada por Carlos Vaz Ferreira bajo el lema del saber por el saber, y que por décadas ni siquiera expidió títulos, y que requirió, para compensar la imprevisión de Vaz Ferreira, que Antonio Grompone fundara el IPA, o Instituto de Profesores Artigas.

Se trataba, como sucede con las multitudes, de una muy defectuosa, crecida en el descampado, ya que la universidad, cuando llegaron ellos a la edad adulta, les había ofrecido pocas o nulas posibilidades de formación cultural específica. Alguno (como sigue siendo hasta hoy día su último sobreviviente, mi amigo Carlos Maggi) era abogado, pero la mayoría podía jactarse, nada más, de haber aprobado el liceo. Cuesta hoy pensarlo, pero para el país de aquel entonces un bachiller era un logro del intelecto, y es ahí que un cardumen de liceales transformados en empleados públicos, o precipitados a la docencia en secundaria, alimentaba aquellos interminables listados en que Rama, quien bajo el rubro poesía daba cuenta de decenas y decenas de escribas con plaqueta, bajo el de narradores a los autores de tres o cuatro cuentos, y bajo el de dramaturgos a los que habían acuñado poco más de un soliloquio.

En fin, se trataba de inventar una generación y una cultura, amaño  en el que triunfaron, amparados bajo la sombra de algunos de sus mayores, como Carlos Quijano Juan Carlos Onetti y Francisco Espínola.

Había entre ellos algunos con talento, aunque marcados todos, sin excepción, por la impronta del diletante, lo cual no es gran ayuda cuando alguien se quiere llamar a sí mismo “crítico”, siendo que por lo general tenían una noción de la crítica más cercana al tallerismo que a otra cosa. Y lo de tallerismo, vale aclarar, fue su costado benévolo, porque lo que más le importaba  a la “generación” era vivirse como una disciplinadísima rosca que apartaba de su paso todo aquello que le resultara disonante, por ejemplo a Susana Soca, una ricacha que, por ejemplo, había tenido el mal tino de ser la primera en entender a Jorge Luis Borges, a quien hacía ir a buscar al puerto por su secretario de entonces, Emir Rodríguez Monegal, para que diera conferencias en Montevideo (toda las veces que mencionaba yo a Susana Soca delante de conspicuos miembros de la “generación”, se hacía un silencio negro, como si hablara de alguien que había sido asesinado y cuyo crimen nadie quería revivir).

Así las cosas, el resultado indisimulable de la producción crítica de la generación ibídem es que aquella que hicieron en Uruguay es toda, sin excepción irrelevante, y ninguna (salvo tal vez las aventuras del pensamiento de Carlos Real de Azúa) comparable a  un libro de 1939 como el  Proceso intelectual del Uruguay, de Alberto Zum Felde. Uno puede, sin duda, comprender las quejas del Licenciado cuando advierte que lo que habían hecho los aprendices de mandarines de la crítica del 45, leído hoy, es nada más  los indigeribles listados de Rama o los antojadizos dictámenes de Emir Rodríguez Monegal, crítico caracterizado por equivocarse, con sistema y esmero, respecto a cada libro que comentó de Felisberto Hernández. Se trataba de gente que leía sin leer, más atenta, improvisada como era, al fetiche que le tocaba blandir. Sin ir màs lejos, Monegal no podía entender a Felisberto porque para él había que escribir (y se lo explicaba perdonavidas a Felisberto en sus reseñas) como Joyce o como Faulkner. Pero en el mismo estilo, los demás levantaban otros, y así cada cual elevaba un significante al que tampoco terminaba de entender, lo cual, como se sabe, es la práctica snob por excelencia. Así las cosas, mientras se apuraban a inventar unos pocos narradores, nadie era capaz de leer los libros de cierta maestra de escuela, Armonía Somers, que escribía mejor que la gran mayoría de ellos.

De más está decir, por otra parte, que todo aquello que apuntalaban tenía todo un ilevantable toque provinciano. Ejercían la crítica como quien quiere impresionar a un vecino, o trayendo nombres altisonantes (Proust o Joyce, o Kafka) para entender un pasaje anodino de escritor vernáculo,  o agotando el elogio en una especie de pase usted, no tengo en el día de hoy, siendo las seis de la tarde, nada demasiado malo para decir de su obra. Es que en Montevideo, Rama y Monegal, y detrás de ellos el resto, confundían crítica con mandarinato, algo de lo que tuvieron que desentenderse cuando la dictadura los forzó a ir a ganarse el pan por otros rumbos. Obligados por el exilio a trascender sus miserias y a reconvertir sus abigarradas lecturas y su retórica al servicio a la literatura latinoamericana, se convirtieron en referencia de la crítica latinoamericana (sobre todo porque por entonces no existía mayormente la crítica latinoamericana), si bien casi nada de lo que hicieron en ese rubro vale demasiado la pena hoy, siendo que la crítica es la disciplina que más envejece, sobre todo cuando el oficiante carece de la sagacidad de un Benjamin, de un Borges o un Eliot y lo que en rigor ejerce es la repetición y reconjugación de los clisés del momento.

Así que, si algo produjo la generación crítica fue sobre todo tres o cuatro poetas fuertes, todos mujeres, escasos narradores (Onetti, Felisberto y Espínola no pertenecían a ella) y ninguno decisivo que hubiera sido reconocido por ellos, y crítica más bien nula. A esto agréguese que,  si el Licenciado no puede reconocerse en discípulo alguno, quien tenga dudas de las desdichas de aquellos como Rama y Rodríguez Monegal, que exportaron allá donde fueran el encono que se tenían, odiándose sus discípulos de otros países hasta el día de hoy, que se fije en quiénes son los que se reclaman  de ellos en Uruguay. Porque si Rama o Monegal al menos mejoraron fuera, en Uruguay se quedó lo peor de su lección, las trenzas sin fin y los gestos aparatchick de algunos egresados del IPA, la censura infundada o el aplauso destituido de cimiento, el apuro por salir a fabular autores insostenibles. Y así, mientras Rodríguez Monegal solo supo atacar a Felisberto y ninguno supo ver a Armonía (Rama, que llegó a publicarla, la recluyó en el sanitario cajón de los “raros”), seguían relegando furibundos, por incuria y sencilla burrez, a los mejores que, delante de sus narices, producían libro tras libro, por ejemplo Marosa di Giorgio o Mario Levrero. Si sus maestros tenían pies de barro, el asunto es que ellos mismos estaban hechos todos de barro; y si el Licenciado quería ser cabeza de ratón, aquí quedan nomás unos ratoncitos subrepticios tratando de copar, primero, publicaciones de prensa, y, cuando se les acabaron las publicaciones, allá se arratonaron buscando la sombra de la primera institución que les brindara cobijo, como por ejemplo esa Biblioteca Nacional en la que antes nadie publicaba y en la que ahora estos publican unos mamarrachos, con índices infantiles, a los que pretenden hacer pasar por investigación.  Ni siquiera se trata de una estafa de 97 gramos, en las que nos vendan tres gramos de fiambre; pretenden hacer pasar náilon por mortadela

Frente a semejante incuria uno no puede sino extrañar la usura del Licenciado, su cicatera tajada de 10%, al amparo del cosí fan tutte de quien era buen conocedor de que, sin excepción, todos los de su edad eran estafadores. Sabedor de que robaba la plata, no escribía, porque tampoco ignoraba que la escritura es inclemente seriedad, diagnóstico irrefutable de todas nuestras averías. Esa certidumbre, y esa autocomplacencia, lo llevaron a aniquilar un talento que al menos alguna vez fuera prometedor, lo que le otorga cierta dignidad, si no trágica, al menos melodramática. Cuando uno contempla las producciones de estos aparatchiks de última hora, oficiantes exclusivos del peor costado de sus maestros, cegados por el afán de poder aunque no tengan la mínima idea de para qué usar ese poder, y enancados, como se los ve día tras día, en el burocrático bochorno de publicar por publicar, aunque se tenga poco y nada por decir - e incluso menos talento –, pareciera que el Licenciado, ya hace unos años fallecido, aunque cada vez más aclimatado a su olvido, siguiera hablando cristalino. Es como si dijera, como decía todos los días, ¿ves? ¿Para qué vas a escribir? ¿Para avivar giles? Y en un punto, aunque lo suyo es razonamiento falso, por transitiva carga cierta razón. Si uno escribe es porque no cree en los giles. 

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