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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          PAIDEIA

Perogrulladas educativas (modalidad de decálogo)

Amir Hamed

1) Toda la información. Escenario
no tan hipotético. A Hal 9000, la computadora de 2001, a Space Odissey, se le encarga la educación de un grupo de alumnos de secundaria o, si se prefiere, la de todos los estudiantes de un país. Se entiende con razón que Hal puede desarrollar múltiples interfaces, cargar y descargar muchísima más información que un ser humano, presentar la data de las distintas disciplinas de manera no aleatoria sino necesaria. En fin, Hal 9000 es la mayor máquina pedagógica que se haya jamás instalado. ¿Cómo serán sus resultados? No hay como precisarlo, aunque sí se puede saber esto: serían inferiores a los resultados que podría conseguir un docente de enjundia, estilo Joaquín Torres García, Domingo Faustino Sarmiento o Washington Tabárez. ¿Por qué? Porque Hal, en rigor, no sabe qué enseñar. Apenas contiene información.

2) Bondades de la maldición. Hace ya infinidad de décadas se viene confundiendo educación con didáctica, es decir, con las técnicas de desarrollo del aprendizaje. Esto está en estrecha relación con una creciente desconfianza en los contenidos: casi nadie se cree en el derecho de saber algo y, por lo tanto, de transmitirlo. Más: una cosa vendría a ser saber algo; otra tener derecho a transmitirlo, ya que el educador, se entiende, se transforma en opresor. De alguna forma, se sospecha que el educador está repitiendo la escena primordial de la conquista y colonización de América, por la cual al salvaje desnudo se lo entendía desposeído de todo conocimiento, una tabula rasa a la que Occidente catequizaba a su antojo. Quien quiera repasar esta escena, lea Los cuatro viajes del Almirante y su testamento, de Colón-Las Casas, y algún monumento barroco, como El Criticón de Baltasar Gracián, o mejor The Tempest, drama de William Shakespeare que al pensamiento latinoamericano regalara dos emblemas educativos, Ariel y Calibán. Siguiendo a  Ernest Renán, José Enrique Rodó entendía que el proceso educativo debía sostenerse en algo inconsútil, el arielismo, y por ello los arielistas se hacían cruces con el indígena Calibán, al que veían material, y grotesco. Sin embargo, el díscolo Calibán es el alumno por antonomasia, aquel que se queja de que aquello que le propinan los maestros no le está sirviendo para hacerse con un mundo que es de otros, de los amos, y por lo tanto la lengua que le enseñan, solo “[le] sirve para maldecir”. Claro que maldecir el mundo es decirlo de otro modo, procurar cambiarlo, y quien quiera cambiar o maldecir debe haber aprendido cómo es ese mundo que le resulta ajeno, y eso solo es dable poniendo en cuestión aquello que aprende, invariantemente un contenido.

3) Satanás y la liberación. Cuando Calibán se transforma en héroe latinoamericano, la educación unidireccional, esto es, el pasaje autoritario de un conocimiento del docente al educando, pasa a ser percibido como tiránico, del mismo modo que todos, sin excepción, hemos aprendido a ver mejor los viejos westerns y a hacernos hinchas de los indios. De alguna forma, hemos madurado viendo The Wall, la película de Alan Parker guionada por canciones de Pink Floyd, o absorbiendo la Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire, quien, a su turno, no hacía sino repetir el modelo más elemental de Occidente: la educación, en su modelo colonial, era una suerte de catequesis, de paulina liberación de las cadenas de Satanás, como para los gnósticos de Alejandría la sabiduría era escabullirse de las fraudulentas doctrinas del Demiurgo, y antes, para Parménides, Sócrates y Platón, liberarse del imperio de la doxa u opinión. Educarse es liberarse, pero, ¿cómo liberase si se ignora el nombre del demonio?

4) Inevitabilidad del contenido. Las últimas décadas han traído una receta desatinada: se debe “enseñar a aprender”, como si esto fuera algo que se pueda realizar en el vacío. Quien aprende, por supuesto, no hace otra cosa que aprender a aprender, algo que surge de la introyección de un contenido. Y para transmitir contenidos, hay que conocerlos, por alguna vía. Una escena inicial de instrucción no colonial podría ser la del hermano mayor (sálgase uno de cualquier esquema patriarcal) advirtiéndole al menor que no meta los dedos en el enchufe. Sea que haya adquirido este saber por experiencia, es decir, por electrocución, o esté repitiendo una sabiduría que otro le enseñó, el mayor está en condiciones de transmitir una lección sin necesariamente estar oprimiendo al otro. Si el otro, por su cuenta, aprende a desconectar la llave general primero para sacarse el gusto, esto será un aprendizaje adquirido a partir de la lección inicial. Dicho en breve, no hay manera de enseñar si no se tiene qué, y eso, invariablemente, es un contenido.

5) Disciplinamiento del alma. El imperio de la técnica, por su parte, ha alejado cada vez más a la educación de los saberes, a los cuales se llega por un (invariable) disciplinamiento del alma. Ese disciplinamiento, a su turno, parte de un desborde: alguien debe saber tanto de algo que no quiera sino derramarlo a los demás, enseñarlo. Es la verdad del mensajero, es decir, la evangélica, ésa que San Agustín cuenta en sus Confesiones, la del niño que canta y en su canto dice “lee, lee”. No hay didáctica ni pedagogía que pueda superar ese estadio inicial, el derroche de aquel o aquella que ama lo que hace y porque ama, sabe. Y porque sabe, comparte. Los niños, los adolescentes, incluso las bestias domésticas, rehúyen al que solo les propina técnica.

6) El ciudadano como feligrés. Si Hal 9000 no puede superar a un maestro, o a una maestra, es porque no está en condiciones de suministrar un saber consagratorio. Es decir, en última instancia, Hal no sabe porque la escena de la educación debe estar consagrada, algo que entendía bien Sócrates, quien se negaba a cobrar a sus estudiantes (perseguido por el gremio de los docentes de entonces, retóricos y sofistas, que lo entendían un carnero, fue como se sabe, ajusticiado). Es virtualmente imposible separar a la educación de la religión, la escuela del templo. Cuando la Ilustración trajo al Estado moderno con sus ministerios de Educación, el Estado pasó a ser, además de la divinidad, su propia iglesia, y los ciudadanos, es decir a aquellos a los que se enseñaba a ser ciudadanos, sus feligreses.

7) Ni más ni menos. Un Estado que no entienda sacra la escena educativa, ajena a la circulación de bienes, no merece llamarse de tal. En ese sentido, lo que gane una maestra o un maestro debe ser sencillamente incomparable, ajeno a ecuaciones. No es pertinente comparar el sueldo de un educador, hombre o mujer, con el de un policía, un senador, un futbolista, una conductora de tevé. No importa cuánto: lo inadmisible es considerar que su salario pueda ser comparable a los demás. Claro que nunca faltará la lectura economicista que pretenda entender esto en términos de PIB. o en gráficas de torta. Entonces, si un Estado destina tanto o más a sus educadores que a sus generales o legisladores, estará mostrando, en tajadas, su dimensión sacra.

8) El saber en modo de pausa. Porque la suya es actividad sacra, la educadora es sacerdotisa, el docente es sacerdote. Los grandes maestros nunca han sabido cuánto cobrar, y cuando les ofrecen lo rechazan, y lo ofrecen al templo. Cuando el Estado olvida su sacralidad, los educadores pasan a vivir entre andrajos, a burocratizar su tarea, a enarbolar proclamas gremiales. Si la educación (sus oficiantes, sus gremios) se declara en paro, es porque el Estado ya la había detenido.

9) Profesar. El profesor, como se sabe, profesa, y profesar es dimensión confesional. Quien profesa está dado a algo en buena medida intraducible, una divinidad de nombre secreto, o al menos no proferible, y de ardua administración. Para decirlo de otro modo, siempre se enseña de más. Quien haya olvidado la sacralidad, el profesar, debe, sin más, abandonar la profesión.

10) Una lengua, s'il vous plaît. Ningún Estado es capaz de sobrevivir si no sabe transmitirse, es decir, educar a sus ciudadanos. Tiene que tener algo para decir de sí, de su lugar en el mundo, de sus expectativas: cuando ha resignado su futuro, lo primero que hace el Estado es cancelar la educación. Si Louis Althusser entendía el Estado como instancia despótica, que monopoliza el uso legítimo de la fuerza, y que para legitimarse hace uso de sus aparatos de reproducción ideológica (que son tanto la religión, como la escuela, la familia, los medios de comunicación o los sindicatos), lo cierto es que ya nadie parece necesitar liberarse del Estado, porque éste ha hecho mucho por liberarse de sí mismo. Acaso por mala conciencia (sígase la tradición francesa), el Estado parece haberse ultimado, por ejemplo, en países como Uruguay, cuya educación primaria y media han quedado en situación de catástrofe, produciendo, en el mejor de los casos, una ración de estudiantes que llegan a la Universidad sin casi saber escribir, con severos problemas de comprensión lectora. Si antes el gesto libertario consistía en denunciar cualquiera de las instituciones que señala Althuser, ahora, como con Calibán, lo impostergable es exigir que el Estado genere una lengua en la cual, al menos, sea dado maldecir.
 

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