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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          ENCOMIO DEL DIOS GERMEN

Póstumo y viral

Amir Hamed

1. Viral.

Desde que en 1898 H G Wells
publicara La guerra de los mundos, hemos quedado encerrados en la imaginación del virus. El libro vio luz meses antes de que, en 1899
, Martinus Beijerinck, aislara el primer virus conocido, el del mosaico del tabaco, y al momento, los virus aislados y descritos superan los 5.000.  Sin embargo, detenerse en su cuantía es irrelevante; lo que cabe apreciar es que menos importantes son los virus que la imaginación del virus. Hoy, por ejemplo, el virus ha hecho cuerpo en los zombis, ayer hombres y mujeres que, porque algo invisible puebla el aire, se transforman en una carne semoviente y sin deseo, en una muchedumbre de virus bípedos, es decir que el zombi deviene su propio virus, que va contagiando a la humanidad hasta reducirla a cero. Ayer, los extraterrestres de Wells, superiores tecnológicamente a los terrícolas, sucumbían entonces a los microbios del resfrío, como demostrando que el vigor planetario consiste en su capacidad para producir y resistir virus.

Y ciertamente, la modernidad surgió a partir de virus, aquellos que los europeos transportaron a la Terra Incognita que luego se bautizaría como América. Los pueblos americanos, como se sabe últimamente, sucumbieron, sí, pero menos que ante los cañones y armaduras de los europeos, ante sus pestes. Bernal Díaz del Castillo, en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, dijo que lo que encontraron en Mexico-Tenochtitlan era reminiscente de las fábulas de caballerías (algo que llevaría a los escritores del boom latinoamericano a reivindicar las novelas de caballerías denunciadas por Cervantes), pero más dejó en claro que las armaduras de metal los cocinaban a fuego lento en el calor mesoamericano, y que los conquistadores abrazaron los calpullis, armaduras de algodón de los nativos, al tiempo que se les humedecían los cañones en los pantanos y quedaban inservibles. Sin embargo, los españoles habían venido armados con una notable cantidad de virus para los que los americanos, aislados por miles de años, no encontraban defensas, y fue así que la viruela, contagiada por el agua en la que los muy higiénicos mexicas se bañaban a diario, aniquiló las defensas de Mexico-Tenochtitlan. El episodio de la caída de la capital azteca es emblemático, porque sentó las bases para toda la conquista del territorio, y marcó, también, el asombroso exterminio de la población originaria de América, que en los primeros 130 años después de que Francisco del Puerto gritara “Tierra, tierra”, según se estima, se habría reducido un 95%.

La modernidad, que ponía al hombre como agente de la historia en Maquiavelo, como sujeto que hace del mundo representación (Descartes), había empezado en 1492, cuando una civilización del virus hizo de los pueblos de América sus aliens, su no-gente: no hubo, como con Alejandro Magno o con Roma, un imperio que incluyera al conquistado en una nueva civilización: se dijera que la gigantesca fosa atlántica, por un lado, y la aniquilación viral, hicieron imposible traer de América cultura, desembarcando en Europa solo sus minerales y cultivos, oro y plata, también cobre, chocolate, tabaco, papas. Se podría pensar que, ya por entonces, conquistar América era una empresa semejante a hacerse hoy con Marte. Imponer colonias, viralizar el territorio, cargarlo no solo de gentes sino además de vacas y caballos, de cerdos y ovejas, y también de gérmenes que transformarían para siempre el sistema no solo humano sino también la entera fauna y flora americanas. La imposición que hicieron los colonos de sus animales, granos y frutos (cítricos, manzanas, arroz, café) y de sus enfermedades fue denominada por Alfred Crosby, en 1986, imperialismo ecológico. Los europeos, en sus barcos, emplazaron en América su biota, y esta biota aniquiló la existente.

En este sentido, cabe entender que la novela de Wells no era sino la transposición, en clave inversa, de una guerra futura en la que los terrícolas, confiados en su superioridad viral, podrán barrer con los nativos de otros planetas, por más que estos puedan llegar a estar tecnológicamente más avanzados. Más recientemente (1997), Jared Diamond, en Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos 13.000 años, ha venido a explicar este imperialismo, sin llamarlo así, por la mayor capacidad de los “euroasiáticos”, según los denomina, para producir virus, algo que en su origen estaría signado por su capacidad para domesticar animales y absorber sus virus. Los americanos, por ejemplo, y según señala Diamond, solo habrían domesticado camélidos, como la llama, la vicuña y la alpaca (y eso, por otra parte, no hace sino recordar que, según algunos, habría que encontrar los orígenes de la sífilis, que arrasó prontamente Europa mientras Pinzón mandaba sus barcos de regreso con productos de las primeras colonias ultramarinas, en la cópula de europeos con llamas y vicuñas).

2. Rizoma.

Durero (Albrecht Dürer) declaró que jamás había visto maravilla tan grande como las dos grandes ruedas, de oro una, de plata la otra, que Moctezuma envió, a través de Hernán Cortés, al emperador Carlos V, y con esto logró que las exhibieran durante dos meses antes de que las fundieran. Europa, civilización viral, nada quiso saber de este por así decirlo, “mal americano” (como llamaron tempranamente a la sífilis). Acaso, a su manera, los europeos no estuvieran preparados, por entonces, para recibir ningún virus americano, por lo que lo más aconsejable era, profilácticamente, pasarlo a moneda conocida, es decir, a lingotes, y desposeer el regalo de la alteridad (el americano) de toda impronta cultural, sea cosmológica o ritual. Como señaló en su momento Tszvetan Todorov, por más que a Durero lo hayan asombrado las ruedas, éstas no influyeron en lo más mínimo en su pintura: antes y después, fue un neto pintor renacentista.

Tal vez el más perfecto acto de asimilación cultural denegatorio de este contacto sea la proclama de los franceses quienes, para el siglo XVIII, insistían que Francia se extendía hasta aquel punto del planeta hasta el que llegaran las papas fritas. La consagración pictórica de este aserto, que sería remate para todo lo que no pintó Durero, acaso hubiera que encontrarlo en las pinturas de Van Gogh, atentas a las papas, que descansan en cesto, aparentemente inocentes (a fin de cuentas, la crisis de la papa irlandesa había traído la subsiguiente llamarada revolucionaria de 1848) y parte fundamental de la dieta campesina (ver su “ Papas en un cesto” y “Los comedores de papas”).

El segundo gran movimiento francés sobre la papa, es decir, de apropiación cultural de la papa, movimiento que habría que entender antiviral, llegó en 1972, en El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia,  de Deleuze y Guattari, quienes esgrimen el rizoma como imagen de pensamiento, como un modelo descriptivo y epistemológico en red, que oponen al jerárquico del árbol.

La Historia, dirán allí y luego en Mil mesetas (1980), es un modelo basado en el árbol, que establece un tronco común, del que se desprenden ramas, y de estas ramas, otras, como el árbol que uno planta en su casa, en la plaza pública, etc. Pero el rizoma establece una relación que no es de raíz sino reticular, nomádica: a la Historia, que es arbórea, contraponían el nomadismo de la red, los tallos subterráneos con retoños múltiples, que crecen de forma horizontal y cuyos nudos emiten raíces y brotes.

Nudos (nodos), brotes que son terminales de una interconexión ilimitada. Hasta hace no mucho, el rizoma, que vendría a ser respuesta a una hecatombe viral, asunción europea de un cataclismo americano, resolución cognitiva, algo retardada, a la primera de la guerra de los mundos, había sido la imagen privilegiada para dar cuenta del funcionamiento en red que nos ha impuesto la informática y eso que, ahora, un tanto apresuradamente, llamamos sociedad de la comunicación y de la información. En la imagen del rizoma, Guattari y Deleuze llamaban a hacer máquina, a coextenderse en prótesis, y preferentemente en prótesis deseantes, sin padre, sin Edipo y sin árboles de raíz común, a abandonarse al flujo del capital.

Hoy, sin embargo, lo rizomático ha sido relegado por lo viral. Lo que se lleva es viralizarse, aunque no se sepa para qué. En el rizoma somos máquinas deseantes, en devenires tal vez amorales, pero lo cierto es que en la imaginación del virus impera el mal. Somos zombis, heterodirigidos, impulsados a una inmolación sin deseo; no cesamos como organismo, pero mutamos, matamos lo que éramos para devenir otra cosa, salvo que no en cosa deseante sino en zombi.

El virus, algo que de alguna forma ya sabían esos mesoamericanos que veían, en los europeos, demonios, es el mal; más devastador cuanto más impalpable, cuanto más ínfimo. Unos teóricos más bien recientes, los difusionistas, suelen esgrimir el siguiente episodio: una hormiga trepa insistente en una hoja de pasto y cae, trepa y cae, y lo hace porque, dentro de ella, se aloja un parásito cerebral que necesita ir a dar al estómago de una vaca o de una oveja. Es decir que en el pasto no hay nada para la hormiga pero sí para el parásito (dricoelium dendriticum), y el esforzado insecto va a la muerte para beneficio exclusivo (como en el Alien de Riddey scott) de su inquilino. Si lo rizomático responde a un tejido subterráneo y nutricio, lo viral, por su parte, no es sino un empuje parasitario, que necesita convertir a sus usuarios ya no en máquina sino en una carne anafrodisíaca e inarticulada, una carne que alimenta imágenes de pensamiento heterónomas, provenientes, o de una matriz superior y ajena, o de los impalpables demonios del aire.

3. Meme.

Según los difusionistas, los memes son la unidad de información cultural transmisible de un individuo a otro, de una mente a otra y  de una generación a la siguiente. El neologismo fue acuñado en 1976 por Richard Dawkins en  su libro El gen egoísta (The Selfish Gene), buscando emparentarlo fonéticamente con “gene”, y subrayar su similitud con otros dos términos, “memoria” y “mímesis”. Los memes, claro está, son virales, una suerte de “cadena de ADN con actitud”, según otro difusionista, Daniel Dennett. Algunos, los europeos, o los neo-europeos, para llamarlos como llama Crosby a los que sobrevivieron a la exportación de biota, generan memes, ideas virales que otros toleran mal, porque no conocen anticuerpos, como por ejemplo es mal tolerada por el Islam la pornografía. Los memes son ideas que se contagian, que se viralizan, y que pueden acabar con organismos mal preparados; son virus, organismos parasitarios, que liquidan al huésped indefenso. 

Cualquiera podría decir que este inquilinato del parásito, que busca que otro, autoinmolándose, lo alimente, no dista mucho de la venerable crítica de la alienación iniciada por Hegel, seguida por Marx y luego continuada, en el siglo XX, por la escuela de Frankfurt. Y quien lo diga, dirá bien. Porque, a fin de cuentas, por qué debo enajenarme en otro, trabajar para otro, cuando debería vivir para mí. Claro que no es de descartar la defensa de lo viral como estrategia de supervivencia por la cual uno esté convirtiéndose en su propio parásito, en una suerte de parásito póstumo. Como se recuerda, en su momento, los esclavos llevados a Haití tras el exterminio indígena del Caribe, rebelados en ese mismo siglo de las papas fritas contra el amo francés, se atrincheraban bajo tierra, para de allí emerger y poner en fuga a las tropas de Europa. El zombi, en ese sentido, vendría a ser emblema del enajenamiento emancipatorio, algo así como un virus de la libertad genéticamente manipulado, que como resultado ha dado algunas cosas: primero, un país que nació póstumo, Haití, y ahora esta cacareada Sociedad de la Información Viral.

En este sentido, viralizarme es repetir la operación cultural por la cual, hace medio milenio, millones de indios fueron inmolados al Dios Germen, y por la que luego unos africanos trasplantados al Caribe se dieron por muertos para proclamar un país que, a saber por sus estadísticas y relato, nació póstumo. Esto vendría a ser lo que digo cuando digo viral. 

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