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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL EMPERADOR Y EL MEQUETREFE

Sastrería del desastre

Amir Hamed

Desde Sri Lanka a Turquía y
también con notable prosapia castellana, se cuenta desde hace buena ración de siglos cierta historia aleccionadora, que habla de las inseguridades de los encumbrados, pero también de la voluntariosa ceguera del alcahuete. Su motivo, por lo general, es el de las flamantes prendas del emperador, suavísimas, inconsútiles, tan ajustadas al cuerpo y al andar que se dijera quien la porta anda desnudo. Desde el siglo XIX se la conoce como literatura infantil, cuando la recopilara Hans Christian Andersen, pero a él le llegó por el exemplo XXXII del Conde Lucanor, obra del siglo XIV, como bien se sabe, joya del castellano compuesta por el Infante Juan Manuel.

Le cuenta Patronio al Conde Lucanor en este ejemplo de tres pícaros que fingen estar haciendo un vestido con una tela que no puede ser vista por bastardos, para que la luzca el rey, quien manda sucesivos emisarios a que verifiquen cómo anda la cosa con esta sastrería. Uno detrás del otro dicen verla, y así luego con ella se deslumbra el rey, que sale a lucirla una cálida tarde de verano. Todos los súbitos la alaban, porque es muy preferible verla que dejar de ser hijo del padre que se le atribuye, hasta que “un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que conservar, se acercó y le dijo: Señor, a mí lo mismo me da que me tengáis por hijo del padre que creí ser tal o por hijo de otro; por eso os digo que yo soy ciego o vos vais desnudo”. En la versión de Andersen, quienes no puedan ver la tela serán aquellos que sean estúpidos, o incapaces para el cargo, mientras el que rompe el pacto es un niño, que denuncia la desnudez del monarca.

Quien quiera pensar que la historia se ceba exclusivamente en inseguridades y alcahuetería, puede incluso agregar el entremés metadramático con que en su siglo, el XVII, Cervantes adaptara el motivo en El retablo de las maravillas. Allí, unos cómicos de la legua montan un tinglado que solo puede ser apreciado por los que sean puros de sangre, así que la obra inexistente es festejada por el público hasta que llega un militar, no alertado de las condiciones requeridas para apreciar la obra, que nada ve, por lo que es acusado de ser “de ellos” (moro, o judío), hasta que el asunto se resuelve a palos.

Si se sigue la línea interpretativa más obvia, queda claro que, en el afán de pertenecer, de tener honra (de no ser bastardo) o de ser dignos para el cargo, todos se muestran dispuestos a ver lo que otros, que no estén por así decirlo en el secreto, no solo no pueden sino que además no deben ver. Pero la clave de la historia, más que la ruptura del pacto, es su necesidad: el rey, por definición, no puede estar desnudo, y si para eso debe ser estafado cien veces, que así sea. Se parte del presupuesto de que el rey es digno, y de que los súbditos también lo son: cuando el palafrenero o el niño rompen el pacto, lo único que queda es la indignidad del monarca, y también la del público que se aprieta para verlo desfilar (lo mismo, claro, sucede con el público del tablado cervantino). Alguien dirá, y dirá con razón, que se trata del viejo “mentime que me gusta”; lo cierto es que sin esa suspensión del descreimiento, para citar la estrategia que prescribió Coleridge para la lectura de lo ficcional, no hay país que funcione. La norma, como recordaba Walter Benjamin, siempre esconde la violencia que la engendró (su bastardía, podríamos decir), disfrazándola de justicia, y es esa norma el pacto por el cual el rey por definición anda vestido, aunque nos parezca que el vestido le marca como una cicatriz de apendicectomía y una verruga en el prepucio.

Se trata de un pacto que debe ser respetado celosamente, como hace el emperador del cuento de Andersen, quien enterado ya por la multitud de su desnudez, continúa de todos modos el desfile. Su incumplimiento solo puede traer palos y desazón, algo que recientemente se empieza a percibir en un país, no de nunca jamás, sino de aquí nomás, el Uruguay, al que amenaza sumir en desconcierto.

El mequetrefe y la sospecha

Hace un par de meses, según es fama, hubo una muy acalorada sesión gabinete. A este gabinete se lo supone una instancia de coordinación, pero el resultado de aquella junta fue que sus participantes, o un buen porcentaje de ellos, filtraran, a los medios, información de lo sucedido a puertas cerradas. Se sabía que las discrepancias de fondo se daban entre el funcionamiento del ministerio de Economía, órbita de influencia del vicepresidente Danilo Astori, y los de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, que responden directamente al presidente José Mujica. Entre los mensajes filtrados, que narraban la caótica sesión, se hacía decir al presidente algo que tal vez pasó desapercibido en su momento (al menos no fue glosado) pero que en sí mismo implica una catástrofe.

Según las filtraciones, para reafirmar su autoridad, Mujica habría dicho lo siguiente: "El presidente soy yo. A mí me votó la gente. No soy un mequetrefe". Quien haya sido el responsable de esta frase, el presidente o quien filtró, cometió la gordísima imprudencia de juntar, en una misma serie, las palabras “presidente” y “mequetrefe”, que son tan inconcebibles en un mismo universo como un rey paseando ante sus súbditos orondísimo y en cueros. Dicho de otro modo, si yo niego ser mequetrefe es porque asumo que alguien puede pensar que lo soy. Si niego, en estos casos, afirmo, lo mismo que el Espartaco de la película que terminó dirigiendo Stanley Kubrick, quien al gritar “I am not an animal” nos está enterando de que sus amos creen, precisamente, que un esclavo es algo infrahumano.

La calificación de mequetrefe, o inútil, es precisamente lo que deben mantener lo más lejos de sí rey y súbditos del relato de Andersen. Lo opuesto ha hecho la filtración a los medios: ha adherido esta calificación a la figura del presidente. Por más que éste lo niegue, o precisamente a partir de que lo niega, se ha abierto en la mente de los uruguayos un, acaso insubsanable, pabellón del mequetrefe, o si se quiere, un estado de sospecha mequetreferil. En términos clásicos, un presidente jamás puede decirse (o negarse) mequetrefe porque con ello afecta su ethos, su autoridad, y rompe automáticamente el pacto con sus gobernados. A pocos días de filtrada la frase, y a raíz de declaraciones más bien turbias de Mujica respecto a profesionales universitarios, alguien le instruyó una denuncia penal por injurias y solicitó se le realizara pericia siquiátrica. Mientras la justicia se apuraba por archivar el caso, un nuevo desliz, ahora ante un micrófono que se quería apagado, puso al país en pie de conflicto con la Casa Rosada, que de momento, cuando recibe su llamada, lo deja “esperando con la musiquita”.

Cualquiera de estos sucesos se reduce a mera anécdota si reparamos en lo más profundo: una filtración irresponsable puede arruinar la autoridad del rey (en este caso del presidente), inhibiéndolo, en adelante, de emitir juicio válido. Hasta la filtración, los dichos de Mujica, lo mismo que su indumentaria, podían ser (y trataban de ser) absorbidos como idiosincrásicos, pintorescos, “suyos”. Después de esa involuntaria confesión de ineptitud, su ethos presidencial se ha desmoronado de tal forma que, para justificar sus desaciertos verbales, incurre en uno nuevo, incluso menos aceptable dentro del pacto simbólico con sus gobernados: la figura de víctima del ayer. El emperador, ahora, necesita urgente ropa nueva, pero esta es por completo inaceptable, como en su momento le recordara al presidente la jueza Mariana Mota, prontamente destituida: nadie puede gobernar con perspectiva de inmolado. ¿Pero cuál ropa le quedará bien? De acá en más, cada uno de sus dichos será puesto bajo una lupa insostenible. Bajo esa lupa, lo único que cabe ver es al presidente, como de costumbre de chaqueta y lentes negros, preguntando, ahora con voz sonora, “qué estoy haciendo en pelota”. 

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