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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          VIDA A MONEDAS

Tan peruano como el sol

Amir Hamed

“Tengo ahora 70 soles peruanos”,
dice César Vallejo en la espeluznante exactitud del adverbio. “Ahora”, para empezar, explica el precariato al que somete la moneda, y esto no solo porque el intercambio hace que las monedas estén para ir y venir, para descontarse, sumarse, reproducirse, fugarse, evaporarse o ser agujereadas, como en las películas, por una bala. No hay manera, por decirlo así, de tener una moneda, y mucho menos 70, como exhibe el poema XLVIII de Trilce.

Cojo la penúltima moneda, la que suena
69 veces púnicas.
Y he aquí, al finalizar su rol,
quémase toda y arde llameante,
                                               llameante,
redonda entre mis tímpanos alucinados.

Ella, siendo 69, dase contra 70;
luego escala 71, rebota en 72.
Y así se multiplica y espejea impertérrita
en todos los demás piñones.

Es líquida la moneda, se dijera, aunque no puede ser liquidada. No encuentra liquidez; no puede ser convertida en dinero. Precisamente porque es moneda. Y por tanto la moneda, que en sí es fetiche, no puede ser fetichizada.

Es que en la moneda cabe el tiempo; ha nacido para el tiempo. En una moneda jamás está el presente sino la cifra del futuro. Su invención, hará tal vez unos 2.700 o 2.800 años, da cuenta de un exceso, según se insiste, un exceso de bienes presentes que se tramita en bienes adquiribles o venideros. Por eso la moneda nunca puede ser ahora, sino que está dada, de antemano, para luego.

Pero “ahora” delata, también una liquidez abrasadora, incandescente, porque el corazón de metal fundido en alguna parte de esa moneda late todavía, como late todavía ígneo el corazón volcánico de la Tierra, por más que los años parezcan haberla enfriado. Y late todavía en la herida, o mejor, debajo de la herida, debajo de la cuña que entró en ella, —y ella todavía blanda—, dejándola hispánica, rezando sol, rezando peruano, o Banco Central, incinerándola en la efigie de una (llameante) vicuña (o de una llama). El corazón es remoto, por así decirlo. Prehispánico, y por eso púnico, es decir africanamente fenicio, de los tiempos en que Cartago colonizara la península de los íberos. Eso púnico notifica, a su modo, que la moneda se pudo acuñar recién cuando hubo letra, y en Lidia primero, y pronto en Grecia, o en Sicilia, empezaron a acuñarlas cuando contaron con alfabeto (en Egipto, en Asiria, en Caldea, comerciaban, desde mucho atrás, con monedas ciegas, aros de metal, por ejemplo).

Aunque eso púnico no hace sino alimentar aún más la perplejidad. Por un lado, ya no hay manera de que un sol pueda ser peruano, es decir, que el corazón fuliginoso del sol (qué otra cosa es el magma, qué otra cosa es eso que llamea, qué otra cosa su brillo) pueda caber en letra de Castilla, que es la letra de los latinos, aniquiladores de Cartago (y que suministran los números de cada poema de Trilce), salvo de a decenas, es decir, de a fracciones. Es que tener 70 soles no es sino una fracción infinitesimal de aquel sol que alguna vez reinó en los cuatro puntos cardinales del ahora descuartizado Tahuantisuyu, cuando al sol lo llamaban Inti, padre del Inca y de todo el Incario.

Antes, cuando Inti administraba la vida, no había letras, pero sí escritura en el Ande, en esos hilos de colores que llaman quipus, en tocapus, que son diseños textiles, e incluso desde mucho, antes de los incas, en jeroglíficos acuñados en cueros de vicuña. Y tampoco se conocía la moneda (más al norte, entre los quiché y los mexicas sí se conocían, aunque no eran de metal árido, sino dulces, de cacao), y ni siquiera se conocía el Perú (enseña el Inca Garcilaso de la Vega que Perú es un error, el nombre de un indio, que quiso decir el suyo, Berú, y el nombre del río, Pelú, por lo que los españoles habrían decidido, con error, Perú). Pero ahora ya no hay sol padre vivificador sino milimétricos soles peruanos, uno en cada moneda.

Ella, vibrando y forcejeando,
pegando grittttos,
soltando arduos, chisporroteantes silencios,
orinándose de natural grandor,
en unánimes postes surgentes,
acaba por ser todos los guarismos,
                                                     la vida entera.

Allí, es decir en eso, es decir en ese ahora ha quedado la energía de Inti, es decir, la vida, desmenuzada en fracciones, descoyuntada en números, hecha moneda. El sol eclipsado en una cuña púnica, hecho Perú.

César Abraham Vallejo, como se sabe, pensó en firmar Trilce, imitando a Anatole France, como César Perú, pero terminó firmándose César A. Vallejo (con su segundo y semítico nombre había sí firmado su tesis de bachillerato Sobre el romanticismo en la poesía castellana), lo que vendría a ser César Yo Mismo, en términos del Inca Garcilaso. El libro, según se ha insistido, se llama como se llama porque el imprentero había notificado que se vendería en tres soles, que el poeta empezó a torcer en su dicción hasta que le quedó esa voz trilce, que resuena hasta hoy. Es trilce, finalmente, la voz de un sol roto y fugitivo, peruanizado en su numismática y, sobre todo, terciado en la perplejidad del abecedario. 

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