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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          POESÍA Y DEMORA

Tan sordo como la rima

Amir Hamed

Se atribuye a Oscar Wilde haber establecido que la música es la poesía carente de concepto. No se debe olvidar que Wilde, ante todo, era un simbolista, es decir, alguien que había puesto, como Verlaine, la música antes que ninguna otra cosa, si bien se puede entender que lo suyo era una declaración más bien póstuma, ya que Arthur Rimbaud y Jules Laforgue, una décadas atrás, habían extirpado a los versos su musicalidad más ostensible al asumir el verso libre, que abandonaba los patrones de la música, que es orden y medida. Después de ellos, los poemas se irán privando de metro y de rima, abandonándose al vértigo de un verso que avanza, espantado de su libertad, en el vacío del blanco de la página, y en el sinsentido, es decir en la absurdidad (por ejemplo, en poesía de vanguardia, el grito en caída de los últimos versos de Altazor, de Vicente Huidobro: Lalalí/Io ia/iiio/ Ai a i a a i i i i o ia).

Lo absurdo, por tanto, es un problema lalalí, es decir, de audio. El absurdo, como temprano avisaba Cicerón (De Oratoria III, 41) es disonante, un problema eminentemente musical y, en ese sentido, la afirmación de Wilde podría decir que la música, que es sobre todo oído, implica de por sí una sordera conceptual. Ahí se puede entender, por un lado, la paradoja de la rima, que hace sonar homólogos los conceptos más heterogéneos entre sí (Catulo, disimulo, nulo, yugulo, culo, estrangulo; Cristo, desprovisto, imprevisto, entrevisto, modisto; sublime, lastime, time, exprime; pesadilla, morcilla, maravilla, humilla, bombilla, semilla, guerrilla, papilla, apolilla, almohadilla, ventanilla, ladilla, bolilla, bastardilla). Claro está, los teóricos de la rima la entienden como eso connatural al arte, que muestra la semejanza de lo disímil y lo desemejante de lo que parece idéntico. Hasta ahora, sin embargo, parecen prestarle escasa atención, en primer lugar, a que la rima es, históricamente en Occidente, hija del padre de lo absurdo; en segundo lugar, y acaso vinculado con esto, que la rima es, sobre todo, un principio narrativo; y, por último, que lo absurdo es un principio de sordera (surdus –sordo- sonido confuso y amortiguado).

En efecto, la rima es, por sobre todo, la promesa de aquello que habrá de advenir en semejanza (el nulo, disimulo o culo que avisa Catulo), es decir, la promesa del regreso. Y al respecto, cabe recordar que la rima es ajena a Occidente, al menos si se entiende que Occidente es su tradición grecolatina y pagana, cuya versificación se desentendía de la rima (hay excepciones, como Ennio, alguna muy parcial en un poema de Catulo, puede que alguna en Las avispas, de Aristófanes y alguna advertencia, relativa a la prosa, de Aristóteles en su Retórica). De la evidencia supérstite, la más antigua del siglo X aEC, es china, y se la encuentra también en lenguas semíticas, comenzando por algún pasaje más que ocasional del Antiguo Testamento y más tarde en poesía árabe.

Poca atención se presta al hecho de que, en latín, se atribuye su comparecencia a los himnos de la Iglesia cristiana africana de los seguidores de Tertuliano (segunda mitad del siglo II, primera del siglo III, según el Princeton Dictionary of Poetry and Poetics). Aquí no se puede sino recordar que fue Tertuliano, precisamente, el fundador del absurdo, al afirmar credo quia absurdum creo porque es absurdo fundamentando una rutina de irracionalidad que sobrevivirá los declinantes embates de la filosofía pagana y que sobreflotará, a través de los siglos, las aguas más borrascosas de la teología). En este sentido, la rima no es más que un enconado acto de fe, la dramatización de la parousía o segundo advenimiento del Mesías: si la maravilla puede regresar bajo forma de morcilla o de ladilla, también puede hacerlo Aquel que nos prometió su regreso, dejándonos en prenda, si se quiere, esos mismos himnos que seguimos cantando. Y mientras más fuerte cantemos, más sordos seremos a la estridentísima evidencia de que ése que prometió regresar jamás lo hace. 

Dios, como había advertido Nietzsche, estaba en su gramática, siendo la rima parte de ella. El regreso nunca consumado del señor D. había sido suprimido por su deceso, y por eso las deicidas vanguardias, que pondrán bajo interrogatorio toda significación, buscarán aniquilar toda gramática, torpedeando todo metro y  toda rima, para hacer dadá de la divinidad y hacerle puré hasta su último vestigio. Si platónicamente Dios es una forma, un eidos, demolamos entonces toda traza de esa forma para declararnos libres, o a lo Paul Elouard, en perpetua búsqueda  de la libertad. Y por eso también, desde las vanguardias, cualquiera puede proclamarse diciendo poesía cuando nadie y a menudo tampoco el responsable de esos versos entiende lo que dice, una de las razones por las que, desde hace décadas, la poesía interesa a pocos, por no decir a casi ninguno.

No es de extrañar que la rima, extirpada de la poesía con vocación de (sin)sentido, es decir, esa que llamamos culta, persista arrabalera en líricas populares, particularmente en el hip hop, donde rige como principio rítmico y melódico, es decir, donde ha absorbido en sí prácticamente toda la musicalidad, todo el género. En buena medida, se trata de una rima vuelta a sus orígenes, que tiende a amortiguar el concepto en la repetición, opacándolo en la sonoridad del ritmo. Una rima tanto o más sorda que aquella de los días en que el señor D. en ascensión libre, había recién trompeteado su proceso, perdón, su deceso. Quiero decir, su regreso. 

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