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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          ANGUSTIAS DEL INTERTEXTO

Todos somos K(atchadjian)

Amir Hamed

1. Viudeces

Bastante tiempo atrás, en alguna
pausa entre clases de español, un colega de la universidad de Northwestern, poeta tucumano, en su tono cantarín me avisaba que algún día habría de publicar sus memorias, en las que figuraría aquel día, explicaba, “en que le reempujé los ñoquis a Borges”. Al explayarse, el colega, que oficiaba de lecturer, rememoraba escenas de la vida cultural y política argentina de los años 1970, cuando Borges era etiquetado de oligarca por la intelligentzia biempensada y revolucionante. Ahora que si mi colega supo tener carné del partido comunista, no por eso olvidó el primer mandamiento del lector, o del escritor, que es leer sin descalificar a priori. Y como cualquiera que hubiera leído al bibliotecario hijo de doña Leonor Acevedo no podía sino saber, don Jorge Luis sería muy de derecha pero escribía como pocos, o como ninguno, así que, por lo que me decía, lo pasaba a buscar (es de creer que por el apartamento de la calle Maipú) y lo invitaba a comer en alguna fonda.

Los diálogos, según el colega, eran lección imborrable. Así por ejemplo en uno de esos almuerzos la conversa (no sé yo o ya no sabía él por qué razón) había derivado a [sic] la verga, por lo cual Borges, enciclopédico según ritual, pasaba a enumerar formas, condiciones, colores y los nombres que correspondían a cada variante de sexo viril. A decir verdad, nunca me contó el amigo más sobre las tópicas de sus almuerzos, salvo la angustia que le producía que, en la medida en que los platos se iban vaciando, al tenedor del locuaz contertulio y ocasional balanólogo se le hacía progresivamente más difícil encontrar lo suyo, pinchando la loza vano y martilleante, por lo cual en rapto de empatía, desde su asiento y con su tenedor, el tucumano le iba rempujando los ñoquis para que el trinchante los encontrara y la charla no decayese.

Por supuesto, la anécdota, que hasta donde sé no ha sido publicada, si algún valor conserva lo debe a ser su protagonista alguien que, como Borges, hizo fama por rehuir, en su obra, el sexo. “Secular en la sombra fluyó el amor”, alcanzó a escribir en un relato de septuagenario, “Ulrica”, en cima de ardimiento. Y por supuesto a nadie escapa que, para aquel entonces Henry Miller había extenuado trópicos, Julio Cortázar estaba haciendo lo que podía con una fábula de que te dije y cierta descripción de coito de El libro de Manuel y que en fin, hacía tiempo se daba por estallada y restallada la revolución sexual. Don Jorge Luis, de más está decir, no era el único escritor pudibundo de aquellos días, pero sí uno que había militado por restringir la obra de cualquier referencia, ya no sexual, sino siquiera sentimental.  Borges, por decirlo así, había sido una operación, la construcción de un autor. Porque ciertamente, de forma temprana, a contracorriente de buena parte de su edad, Jorge Luis Borges, una entidad cuajada de dictámenes literarios, se convirtió en un recorte ilustre, Borges, es decir un nombre mucho menos adjudicable a la vida que a la literatura.

Si el autor no condescendía al sentimiento, el biográfico itinerario amatorio de Georgie (como lo llamaban los que, por décadas, veían con perplejidad y afecto su devoción  por  literaturas sajonas o finesas), había sido notable por lo infructuoso y su matrimonio inicial con Elsa Astete Millán, amiga de la juventud ajena por completo al mundillo literario porteño, una pesadilla de la que cualquier visitante a Buenos Aires en la década de 1970 o 1980, casi sin proponérselo, podía recoger anécdotas (nunca se sabe cuánto de infundio haya en una anécdota, pero vaya aquí una sabrosa de entonces: en la misma boda, Borges le explicita a la esposa que ése ahí, que le está presentando, es su mejor amigo, Adolfo Bioy Casares, a lo que ella responde con un “ah, mucho gusto” por demás proporcionado, al que le agrega un “¿usted escribe, también?”).

Por eso acaso se pueda entender que, en un principio, mi compañero de trabajo de entonces, que me la comunicaba apenas meses después de fallecido el protagonista, no publicara la suya: Borges, el autor, ese recorte de vida hecho letra, hacía que todo lo que se pudiera decir de él, al menos por escrito, quedara saturado de pudores. Se le podía censurar el antiperonismo visceral, la ceguera política, que no era más que reflejo de la que padecían sus ojos y lo hizo elogiar las peores dictaduras del Cono Sur, pero bastaba pensarlo como literato, como piadosísimo oficiante de la letra, para que cualquier referencia personal resultase lo que debía resultar, insignificante. Pero si entonces fuera demasiado temprano para publicarla, ahora ya no solo es tarde: resulta póstumo, al menos después de que el albacea literario de Bioy Casares diera a luz Borges, gigantesca colección de diálogos, inquinas y chismes en las que Bioy, como en los buenos duetos cómicos, se limita a dar pies e introducir intermitentes bocadillos.

En ese Borges publicado hace algunos años se respira literatura, ciertamente, y en no menor grado un resentimiento que, guardado por décadas en la clandestina grafía de un diario, cabe creer permitió por un lado a Bioy seguir siendo, en vida, lo que fue, el inconmovible gentilhombre que recuerdan todos lo que lo trataron, incluyendo este columnista. Por otro, se puede colegir, también esas incontables (pero por fin contadas) charlas le permitieron a Borges sostener aquel personaje descremadamente literario, extirpado de sentimentalismos que, sin embargo, padecía como una magdalena el testarudo desplante que, por décadas, le hicieron las mujeres que tan tangueramente le arrebataban el cuore. Y en cuanto a la anécdota del colega de Northwestern, lo cierto es que, en la medida en que el impiadoso diario bioyano lo registra despachándose sobre negros, sobre putos o sobre pedos, esa imagen doctoral, restricta, rezumada, no hace sino recordarnos, como recordaba Émile Cioran, que todas las ideas, incluso las mejores, han sido concebidas por mamíferos.

Ese póstumo Borges fue recibido con un casi áureo encono de la mujer póstuma de Borges, es decir María Kodama, con quien casó in artículo mortis, a un mes de darse a una tumba llena de gusanos ginebrinos. Kodama, como se sabe, y como ella pregona, nació viuda, y no tardó en acusar, también póstuma, a Bioy de traidor y de Salieri, sacando por otra parte a luz su propio chisme, ya que según ella Borges consideraba cobarde a su mejor amigo. Como ya es fama urbi et orbe, desde hace buen tiempo Kodama se ha ganado la ojeriza del ambiente literario argentino, habiendo sido acusada, por ejemplo por la profesora Beatriz Sarlo, de tener secuestrado a su marido. "Mientras Kodama viva” será imposible estudiarlo seriamente, ya hace tiempo había decretado Sarlo. Esto, claro, es apenas un bocadillo, ya que a Kodama, cuya saña leguleya hace recordar a una figura de El proceso que, además de un código, blandiera una katana, la acusan desde hace años de estar prendida a los royalties que heredó, de imponer un criterio personal y no muy amplio para estrechar la lectura de la obra de su difunto. También  le recuerdan  que sus personajes femeninos favoritos eran Lady Macbeth y Medea, según comentara Borges, en fin, que hace tiempo, al menos si se lo observa desde esta banda uruguaya, viene a ser algo así como la gran villana de la literatura argentina.

Si fuera dable entender el asunto en términos menos melodramáticos, cabría sospechar que en Kodama actúa esa figura con lo suyo de trágica, la viuda, que se puede entender literaria en sí, en la medida en que trasciende el desposorio. Una viuda puede ser Anna Freud, sosteniendo la institución fundada por su padre, pregonando hasta la disfonía una hetorodoxia que los alumnos violentan con cada uno de sus escritos;  o Damo de Crotona resguardando, para su comunidad, los esotéricos escritos de su padre Pitágoras;  o por qué no, también Hipatia de Alejandría recibiendo el legado inflamable del Serapeum, que le pasó su padre, es decir los restos de la Biblioteca de Alejandría que sucumbieron con ella. Pero, en términos generales, la viuda, que es una institución en sí misma, está ahí para defender una ortodoxia, para señalar herejías y apostasías, para preservar la memoria imposible, intocada, del fundador (y además, claro está, puede ser una viuda con tutela de royalties, como la de Bram Stoker, que casi deja al cine sin copia ninguna de Nosferatu, la película de F.W. Murnau, que sólo se conserva porque algunos particulares tenían la suya y esperaron a que la enlutada Stoker dejara este mundo para darlas a luz).

Es más, es difícil no advertir cierto drama de familia aquí, enfrentando a la viuda, que ha hecho retirar de circulación el libro El Hacedor Remake, firmado por el español Agustín Fernández Mallo y que también demandó al argentino Pablo Katchadjian, por haber dado a luz El aleph engordado, intervención en la que agrega texto al cuento borgiano, unas 5.600 palabras a las 4.000 del original. Se trata de un drama con no poco de trágico, en la medida en que, alrededor Borges, quien ha quedado configurado como el Gran Autor Argentino, las discusiones están poniendo en agonía una norma contra otra, un templo contra el otro. Así se puede entender, por ejemplo, a Sarlo asumiendo un papel, el de sacerdotisa de la literatura argentina, y a Kodama el de sacerdotisa de un templo exclusivo, el de un solo autor, pero de ése que ha vertebrado toda la tradición literaria del país. La literatura argentina (aunque es de creer también la literatura en castellano) es un antes y después de él. 

Y con respecto a esto, cabe recordar, por un lado, que Borges en ocasiones era menos borgiano que la mayoría, ya que participó en la censura al cineasta Carlos Hugo Christensen por la versión que le hiciera de su cuento “La intrusa”, habría entablado juicio por los derechos de autor de Días de Odio, la película de Torre Nilsson inspirada en “Emma Zunz", y por otro que supo escribir esplendoroso sobre la implacable vigilancia de la viudez, precisamente en el único cuento que dedicó al sentimentalismo y que casi parece compuesto, en su letra chica, por aquellas mismas ojerizas que Bioy, en los diálogos póstumos, libró al nombre propio. Me refiero, claro está, al hoy controvertido “El aleph”, allí donde lo fantástico y la vocación por lo el infinito coagulan con la tirria del vencido por un contrincante literario y amoroso, Carlos Argentino Daneri, regente del aleph y del incestuoso amor de Beatriz Elena Viterbo, nombre sonoro en que se embute, por decirlo así, el emporio de rechazos amorosos que hacían la biografía de don Jorge Luis.

En Daneri, cualquiera que quisiera buscarlos podría encontrar a aquellos escritores por los que se sentía relegado, fueran Lugones o Mallea, Rojas o Girondo, quien en una cena derramó vino sobre la mujer que acompañaba a Borges y se la llevó con él. Y en Viterbo, cuya ominosa correspondencia tendrá oportunidad de leer ni bien lo expongan al aleph que inspira a Daneri en la estrechez de su sótano, puede advertirse la perseverancia del cortejo, apenas eclipsada por la del rechazo, la voluntad de amor, una y otra vez negada, incluso tras la muerte. Del enlutado empecinamiento del cortejante, que se llama Borges y que por lustros se hace invitar para conmemorar el cumpleaños de la occisa que nunca le prestó atención, el cuento ha obtenido su energía, su insumisa pureza: el universo, en toda la magnitud de su entrevero, puede suscitarse en un sótano sofocante a condición de que alguien sea capaz de preservar, con tenacidad de viudo, un recuerdo intocado.

2.   El proceso

¿Habrá azar en que sea ese cuento el que nos presente, en estos momentos, ante una circunstancia que puede traer derivaciones calamitosas para lo poco que queda en pie del intelecto de la modernidad? El aleph que guardaba en el sótano, era según Carlos Argentino Daneri “inajenable”, pero ya por entonces querían demolérselo los legítimos propietarios de la casa, los confiteros Zunino y Zungri, así que tendrían que vérselas con su abogado, el doctor Zunni. Eso, que era un desafìo de zetas, ha mudado letra ahora, ya que si bien bien la causa contra Katchadjian  había sido dos veces sobreseída, la recalcitrante Kodama lo llevó hasta casación y allí unos magistrados encontraron que el engordador había cometido defraudación a los derechos de propiedad intelectual, sosteniendo que el libro es copia del de Borges. El resultado inicial es que un juez que lo había sobreseído ahora embargó a Katchadjian, a quien, procesado, se le están abriendo las puertas de hasta seis años de presidio.

El abogado de Katchadjian, el también escritor Ricardo Strafacce, afirma que el daño “ya está hecho”. En The Guardian, el crítico Fernando Sdrigotti ha señalado que las consecuencias de este caso, la ventana que se abre para que se lleve a los escritores a los tribunales por actos creativosson “escalofriantes”, y sin duda le asiste razón, si bien habría que conjugar mejor: ya son escalofriantes porque un tribunal ha encontrado culpable a Katchadjian; ya existe penalización inapelable, en el embargo, que está sentando jurisprudencia, mientras las secuelas de este proceso, que puede haber comenzado a partir de un drama familiar, afectarán sin embargo a todos los escritores del mundo, sean estos argentinos, chinos, afganos, checos, malayos, maoríes, iraníes o vascongados, siendo que estaría devolviendo la figura del autor a una posición inestable, que es casi la del castigo por antonomasia. Como se sabe, y como recordaba Michel Foucault, los libros comenzaron a tener autores, es decir autores que no fueran míticos o sacralizados, en tanto fueran figuras sujetas a castigo, ya que se movían entre lo lícito y lo ilícito, lo religioso  y lo blasfemo. Para el siglo XVIII, es decir cuando empieza a codificarse el sistema de propiedad intelectual, los pornógrafos como el Marqués de Sade o John Cleland iban a dar a presidio por sus novelas, y en el siglo XIX Charles Baudelaire y Gustave Flaubert serían procesados bajo cargo de ofender la moral pública. Estos procesos y presidios acaso estén en el corazón de la afirmación de Foucault, respecto a que los autores restauraron de peligro una escritura que, ahora, “tenía garantizados los beneficios de la propiedad”. 

Por lo general, en los regímenes no democráticos, periodistas e intelectuales son encarcelados por expresar sus ideas, pero desde el siglo XIX esto no tan a menudo ocurre con autores de ficción. Así que debemos calibrar que se entreabren, en plena democracia, las puertas para encarcelar a los escritores (e incluso a los de ficción, esos cuya referencia vendría a ser la de mundos paralelos, y no de éste) por hacer lo suyo, es decir, por escribir. En un punto, la razón esgrimida por la querella ya es lo de menos; lo sustancial es que narradores, poetas, dramaturgos, ensayistas, de aquí en más, estamos corriendo severo riesgo de regresar a presidio. Hoy es bajo cargo de defraudación, mañana lo será por libelo y pasado mañana, por qué no, por atentado a la moral o por injurias a la nación.

Escritores e intelectuales han cerrado filas tras Katchadjian. La versión argentina del PEN Club llamó a debatir el tema de la intertextualidad en la sede en el Centro Cultural Borges, y en un acto multitudinario, realizado en la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, del que entre muchos otros participaron críticos como Sarlo y Jorge Panessi, escritores como César Aira, Carlos Gamerro, Tamara Kamenzáin, respaldados, además, por unas 2.500 firmas de adhesión en un sitio web, se invitó a "a los jueces y autoridades y lectores en general a que lean con atención El Aleph engordado, antes o después de leer o releer “El Aleph” para así "extraer conclusiones en cuanto a la propiedad intelectual del libro en cuestión".

Casi unánimemente, en declaraciones y en artículos de revista, se hace énfasis en la prosapia literaria, en el sentido común y en la justicia, ya que si algo hizo el autor Borges, firmante entre tantas cosas de “Tlón, Uqbar orbis tertius” (o de una remake de un cuento del Conde Lucanor, “El brujo postergado”, cuya fuente no consigna), y hoy querellante a través de su heredera, fue difuminar las fronteras del autor. Sarlo, por ejemplo, ha aprovechado este nuevo round teologal para asegurar que los herederos como Kodama “se convierten en perros guardianes de algo que no necesariamente les compete, como es la circulación póstuma de los textos (…) Sólo piensan que el texto que han heredado es sagrado (y económicamente sagrado, en primer lugar) (…) La cuestión sería separar ese derecho de la potencia omnímoda de decidir cómo se edita un texto o cómo se persigue a gente que realice con ese texto operaciones que están completamente teorizadas ya por la crítica literaria”.

El problema es que, si las multitudes literarias llaman a los jueces a atender el sentido común, que es también atender a la justicia, esto no debe hacernos olvidar - no en vano somos literatos - que hemos ingresado a ese dominio de la letra que nos resulta ominoso, el de la ley, que tiene otros sacerdotes, otras necesidades y otros manuales de interpretación ajenos a los de la crítica literaria. Dicho de otro modo, porque hay una viuda inclemente, o porque alguien anduvo engordando Borges como quien engorda pollos, resulta que nos hemos zambullido en los dominios del Señor K, es decir, en el mundo que mejor que nadie cantó Kafka. Y la ley, cabe recordar, nada tiene que ver con la justicia, por más que se ejerza en nombre de ella. Explicaba ya hace bastante Walter Benjamin que la norma  oculta la violencia que la ha entronizado, y para saber eso Benjamin no precisaba por entonces más que hojear literatura decimonónica y contemporánea: es que uno entra a los palacios de la Ley sediento de justicia, como el Michael Koolhas de Heinrich von Kleist, pero sale más o menos como el oficial de “En la colonia penitenciaria”, triturado por una máquina que le inscribe en cada mínimo rincón del cuerpo la absurdidad de la norma.

La ley ya falló y, si bien incluso desde la Fundación Borges, que preside Kodama se estima que, en caso de ser ratificado culpable, el castigo que procura la querella no sería el presidio, lo cierto es que ahora único resquicio que nos queda a los escritores (sí, claro, la puertita del campesino en el apólogo kafkiano) es que, en la apelación al procesamiento, Katchadjian quede liberado. El tribunal  de casación, asistiéndose en la Ley de 1933, ha dictaminado que  Katchadjian  copió "íntegramente El Aleph de Borges" y para simularlo, le "intercaló palabras, frases y oraciones completas, sin ninguna diferenciación en su impresión que permitiera distinguir qué pertenecía a una obra y qué a la otra". Ahora bien, si esta ley de 1933 no incluye la figura de plagio, por supuesto que es ésta la figura que, aciaga y torpedeante, sobrevuela todo el asunto. En términos de justicia, se trata de dirimir si se trata el engorde de Katchadjian de una copiosa cita (intertexto) o de plagio. ¿Y qué es el plagio? Una suerte de secuestro. Etimológicamente, en latín, el plagio es la retención de los esclavos ajenos, pero la RAE acepta que es la retención de cualquiera, de su privación de libertad, en fin, que se trata de secuestrar. Y de hecho, el secuestro parece ser la figura bajo la que todo se dirime: Kodama habría secuestrado a Borges, Katchadjian habría secuestrado a Borges, y porque no se sabe del todo quién es el secuestrador, todos los escritores hemos quedado secuestrados en los recintos del Señor K. Es en ese sentido que se puede decir, en paráfrasis de Ignacio Ramonet, que todos somos K(atchadjian).

3.      Intertextos

Ahora bien, en la medida en que todos estamos en él, cabría pedirle a Katchadjian que deje de ametrallarse los pies. Por ejemplo, cuando se burla de la página web de la Fundación Borges, es decir, la versión de Kodama, que es “propiciar la correcta interpretación de la obra de Borges”. Al respecto señala que no cree que él, ni ninguno de los que lo apoyan, estime que “haya ninguna interpretación correcta de ninguna obra”, pero la pregunta a este respecto no puede ser sino, ¿a qué juez se puede convencer de eso? Un jurista está ahí para reintegrar la norma con su espíritu, el querer decir de la obra, su intencionalidad. ¿Qué va a hacer el juez al respecto? ¿Se va a inmolar en la máquina, como el oficial del cuento de Kafka? Por otra parte, ¿no insiste acaso la defensa de Katchadjián en que "no hubo intención de engaño?". Si la defensa se basa en las intenciones, entonces, ¿cómo andar burlándose de la intencionalidad?

Y dicho sea de paso, respecto a la medida de debatir la intertextualidad: ¿todos los ponentes van a subirse ciegos al caballo posnietzscheano, sea el de Barthes, de la muerte del autor, el de Wimsatt y Beardsley, de la falacia intencional? Sin duda, el lenguaje es un entre, y el problema, en este caso, reside en que la circulación de textos está regida hoy por leyes que no son las de antiguo, y que la norma jurídica poco o nada tiene que ver, como se decía más arriba, con la literatura. Por otra parte, si algo deja en claro este asunto es que la práctica letrada es más refractaria al ready made que la imagen, resistencia que habría que buscar, precisamente, en que la letra, desde los orígenes, se usa no solo para fabular y cantar poéticamente sino para legislar (además de para contar, es decir, llevar cuentas de cuánto es lo mío, lo tuyo y lo de aquél).  

En este marco, cabe señalar que lo que hizo el procesado, muy del gusto del arte moderno, o de las prácticas de sampleo, comporta poca o ninguna novedad, ya que vendría a ser lo que la retórica antigua llamaba amplificatio, un ejercicio, digamos hoy, de taller, un ejercicio anodino que sin embargo Katchadjian y otros, como la narradora Josefina Licitra, insisten en reivindicar como desacralizador, es decir, como un intento de hacerlo disponible a Borges (recuérdese, el gran secuestrado supra) para la comunidad. Esto resulta, como mínimo, llamativo, ya que en el pacto de la sacralización, el de Prometeo, lo que queda para los hombres es la carne, y para los dioses la gordura, cuyo aroma disfrutan, así que engordar a Borges comportaría, paradojalmente, deificarlo a niveles llanamente inverosímiles   

Dicho de otro modo, si Katchadjián pretendió hacer algo con Borges, no parece estar en condiciones de explicarlo. Lo que hizo es tan literariamente legítimo como inocuo y en nada afecta a Borges, que si algo no ha quedado con este embrollo es desacralizado. Esto debería ser entendido por Kodama, quien se equivoca al hacer que su vigilancia de la obra se extienda a tribunales ajenos los literarios. En ellos, que es donde Borges el autor vivirá o dejará de hacerlo, bien se sabe que, si con el tiempo llegó a ser un gran escritor, al comienzo distó de serlo y cuando todavía era un narrador vacilante, en su primerizo Historia universal de la infamia, no vaciló en plagiar a Don Juan Manuel.

Aquí una reflexión crasamente literaria pero que acaso arroje luz o inocencia. En primer lugar, es preciso decir que, si bien Kodama actuó, y hasta ahora con éxito, contra los dos, hay diferencias entre Mallo y Katchadjian: su intencionalidad es distinta. Para eso se debe precisar que, si Borges fue con seguridad un genio, Katchadjian (al menos por los libros que le he leído) es un virtuoso: concibe el arte en términos de diseño y lo vive como un por qué no (cuya respuesta, claro está, es porque sí). Pero no se debe confundir al virtuoso con el desaprensivo: en estos tiempos sin norma ni preceptivas, el virtuoso vive tan agónicamente el que se le mantenga oculto ese no que vertebra cada obra que en cualquier momento se ahorca, como David Foster Wallace, o se acuchilla, como el músico Eliott Smith, para mencionar casos recientes. Ahí es donde se puede entender que Katchadjian recurra a figuras monumentales que lo sostengan, como José Hernández, al que le ordenó alfabéticamente el Martín Fierro, o como Vladimir Ilich Lenin, al que le copió un título, ambos libres ya de derechos, o también como Borges, que es el nuevo Martín Fierro pero que resultó tener viuda que lo regentea.

Claro que no es lo mismo el ejercicio con Lenin que con los otros, porque si algo hay llamativo en la literatura argentina, al menos percibida desde esta banda oriental, es que para los colegas de enfrente escribir no es a secas sino hacerlo en tanto escritor argentino. Póngase como ejemplo que un escritor uruguayo viene a ser una fatalidad, alguien que nació por aquí y se encuentra en un contexto (Marosa di Giorgio debió vivir sabiendo que había un escritor salteño ilustre, Horacio Quiroga, pero no se le ocurrió que el otro fuera su intertexto obligado). En Argentina, tal vez desde Mitre, el escritor es vocacional de la nación, algo a lo que no fue ajeno Borges, quien se molestó en redactar, muy eliottiano, “El escritor argentino y la tradición”, y que en las últimas décadas parece ser obsesión, sobre todo por el impulso que, en crítica, le ha dado más recientemente la crítica de Sarlo (y antes, cabría agregar, por los deslindes de Ricardo Piglia y Juan José Saer)

Uno puede leer a una narradora joven como Pola Oloixarac y, al hacerlo, advertir la lección estridente, como de alguien que muestra lo bien que hace los deberes, de Puig, de Cortázar y de varios de sus connacionales; puede que no haya escritores, al menos en la epidermis, más distantes que Lucio Mansilla y César Aira, pero este último ha escrito una serie de novelas del desierto, un espacio literario en el que, muy argentinamente, y según me dice, está incursionando un narrador joven y barroco como Ramiro Quintana. Daría la impresión de que en Argentina el escritor no puede ser sino explícitamente argentino; esto hace que el acto de escribir sea pensado como una intervención en el espacio abierto o atravesado por compatriotas (escribir, para decirlo de otro modo, no con voluntad de ruptura sino en la ansiedad del intertexto). Es ahí donde se hace evidente que no hubo voluntad, por parte de Katchadjian, de engaño: trató a Borges no como texto, sino como monumento. Partió de la base  de que todos conocen cada una de las palabras del cuento, del mismo modo que “todos” han visto los goles de Maradona a los ingleses en 1986 o están enterados de la existencia de un obelisco en la Avenida 9 de julio. Alguien podría decir que esto quizás comporte vivirse en un universo reducido, estrecho como el sótano de Zunino y Zungri en el que se repantiga Daneri. Es probable, pero al menos dejaría en claro la inexistencia de intención criminal. 

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