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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          OJO QUE TODO LO VE

Tortura y lecturas

Amir Hamed

Los sucesos de las últimas semanas en Uruguay, en las que un ex tupamaro llegó de España a presentar un libro y quedó retenido para declarar en un caso de abuso a mujeres por parte de los militares en 1972, conjugado por el procesamiento por tortura de 26 funcionarios de un centro de detención de menores infractores, incluyendo a un encumbrado dirigente sindical, me hicieron volver a cierta tarde, de hace ya un par de décadas en Cantabria, más específicamente en Santillana del mar y en un pequeño museo donde me fue dado ver (tocar, incluso acomodar el cuerpo) un emporio, todavía protegido de herrumbre, de frenéticos artefactos con los que los que la Santa Inquisición trataba a los herejes.

En Uruguay abundan los que distinguen entre Amodio Pérez, al que sus ex compañeros tupamaros, consuetudinarios, han señalado como traidor por haber delatado, porque a diferencia de los demás, no fue torturado (es decir, entienden los que lo denuestan a sabiendas casi antes de que hable que, a diferencia de otros, como nuestro actual Ministro del interior, habría delatado con apenas la amenaza de ser sometido a artes de suplicio); también son multitud los que no se resignan al procesamiento y prisión de celadores por andar maltratando menores, entendiendo, para empezar desde el gremio, que es inadecuado igualar a los torturadores  militares de otrora con estos golpeadores que fueron revelados en video entrando en patota para someter a unos adolescentes no muy bien comidos. Lo indiscutible, de todos modos, es que Uruguay como país todavía no ha podido elaborar no solo los usos de la tortura sino siquiera su significado, y que, de no hacerlo, nunca podrá liberarse de ella.

Tal vez por eso se me volviera tan vívida la exhibición de aquel museo, detallada con ilustraciones y carteles describiendo el funcionamiento de esas piezas de metal y madera hechas para achicharrar, perforar, descoyuntar, sajar la carne: dolía menos por su indelicadeza que por su obscenidad. A fin de cuentas, aquella parafernalia era el gemebundo amoblado de las mazmorras, celosamente ajenas al ojo profano; exhumadas en el museo, era como si fuesen regurgitadas del fondo de los infiernos. Es decir, resultaban mareantes porque estaban donde no debían: expuestas, grandilocuentes. Esto poco tiene que ver con que fueran atroz recordatorio del dolor físico, ya que en la Cristiandad, y ni qué decir en España, el emblema de Dios, y de su civilización, es el crucifijo católico, es decir, la carne incrustada en su flagelo; tiene más que ver con el hecho de que esos vestigios inquisitoriales alguna vez habían sido un recatado mobiliario de tormentos, casi sigilosos, íntimos como la confesión, inmemorial sacramento católico.

Es que, ciertamente, si de algo no se puede culpar a los inquisidores era de exhibicionismo; su función era otra. La Inquisición, surgida en el Medioevo más que nada para reencauzar cátaros, cumplía con recato, y ese recato era, en buena medida, demostración de la piedad de los inquisidores, siendo que la función de sus cristianos tormentos nunca fue castigar sino reconducir ovejas. Como señalara Michel de Certeau en sus Heterologies, la función del inquisidor no es buscar información sino instituir la (confesión de) podredumbre. El inquisidor seguía siendo un pastor, en tiempos en que los reyes, que se consideraban el brazo secular de Dios, consideraban a todo hereje un enemigo a eliminar, por lo que los tormentos tenían como fin que el torturado confesara (es decir, viera) el mal o podredumbre que contenía dentro de sí. Una vez ocurrido esto (muy cristianamente, una vez que renunciara a Satanás) podía regresar al rebaño. Si me reconozco podrido, por decirlo de algún modo, puedo volver a la vida. Si me reconozco podrido, podré salvarme.

La peor fama de la institución, ciertamente, resulta del frenesí del Cisma. Aplicada en el Medioevo a la búsqueda de herejes, pero sobre todo de criptojudíos y criptomusulmanes en la península ibérica, será en el Renacimiento, en Europa y América, y en tiempos de reforma, ya para cuando los protestantes, empezando por Lutero, empiecen a repetir que Satanás reside en el Vaticano, que quedará confinada en la infamia. La Reforma, como se sabe, retiró al Hijo de su doliente trono y, a la larga, es el empuje de la reforma lo que habrá de terminar con la secular exhibición del suplicio. Por lo general, suele entenderse que el crucifijo, esa exhibición de Cristo remachado, fue elidido por los protestantes a raíz de su protesta iconoclasta, siendo que Lutero, como también Zwingli y enseguida Calvino, se proclamaron enemigos de la adoración de imágenes de la divinidad. Así que los protestantes abrazan una cruz vacía, que recuerda no el suplicio sino la resurrección y, en todo caso, el segundo advenimiento (en definitiva, la cruz vacía indica que Cristo se puso en movimiento). Para los católicos, sin embargo, ese efebo claveteado sigue siendo el recordatorio de que todos vivimos la pasión como momento cumbre de la vida del Hijo, el momento de su sacrificio: de alguna manera como hacían y siguen haciendo los flagelantes, o como hicieron los mártires cristianos que cantaban himnos cuando los soltaban a la voracidad de las fieras en el coliseo, inscribimos en nosotros su divinal tormento.

Pero el crucifijo católico es no solo recordatorio de aquella instancia del Gólgota, sino, además, reliquia de una práctica vieja como los tiempos, la tortura en tanto exhibición de soberanía. Allá por el año 332 aEC, Alejandro Magno erigió 3.000 cruces en las costas de Tiro a las que clavó 3.000 de aquellos empecinados fenicios que le opusieron resistencia y lo forzaron a un prolongado asedio y a la construcción de un puente que unió la isla con el continente y le permitió, finalmente, tomar la ciudad que todos entendían había sido alguna vez fundada por Heracles. Siglos más tarde, en el 71 a.EC, y tras muchos trabajos, Roma terminaría venciendo a la revuelta de esclavos liderada por Espartaco y, como ejemplo de castigo, crucificó a 6.000 de ellos a lo largo de la Vía Apia, para que fueran muriendo, con ejemplar lentitud, a la vista de todos. La tortura era por entonces un espectáculo cuya sola finalidad era mostrar al soberano en el padecimiento de quienes se levantaban contra su norma.

De todos modos, si bien la crucifixión y su sanguinaria rutina verían con el fin del imperio romano, el espectáculo de la soberanía hecho martirio persistiría unos cuantos siglos más. Dice en su Vigilar y castigar Michel Foucault que, en el suplicio (público) medieval, cuyo objetivo era manifestar la verdad obtenida en el proceso penal, el condenado, es decir, el culpable, era el portavoz de su propia condena. Tenía inscrito el castigo, y paseaba un cartel por las calles mientras su sentencia era leída en cada cruce; él era la emergencia del soberano, el rey, contra el cual se había sublevado su conducta criminal. Aquí se puede entender, además, la estrategia de reclusión inquisitorial: la Inquisición no es una máquina justiciera ni soberana; meramente, instituye podredura, instituye a Satanás. El rey, brazo de Dios en la tierra, era, para decirlo así, un espectáculo de dolor. En tanto, la institución de Satanás por los inquisidores era un tormento casi clandestino, aunque solidario con el poder secular que teatralizaba en el castigo su origen divino.

Claro que, con los siglos, el soberano pasó a ser otro, eso que llamamos “el pueblo”. Así es dable sospechar en el viraje que advierte Foucault es decir en la desaparición del castigo ejemplar ante un público que comenzaba a desaprobar el espectáculo y a manifestar su simpatía por el castigado el propio pasaje de la soberanía hacia otro lugar, hacia el pueblo y su exigencia de ciudadanía.

Y acaso también en este viraje del castigo a la reclusión en el sistema de vigilancia del panóptico penitenciario pueda advertirse el pasaje hacia un mundo ya definitivamente protestante. Se podría sospechar, por otra parte, que el condenado medieval que recuerda Foucault era, todavía, la letra católica que aterraba a Martín Lutero recluido en la letrina, torturado por el estreñimiento de pensar y repensar a Dios y su justicia. Como se sabe, a la palabra iustitia la leía entonces como castigo, es decir, era leída, como en el reo de Foucault, en la punición (y a fin de cuentas, a la justicia de los dioses consuetudinariamente se la ha visto en el azote, sea en la peste, en la sequía, o la tormenta), hasta que descubrió Lutero en  la Epístola a los romanos I, 17 que, si “si la justicia de Dios se revela por y para la fe”, resulta también que “el justo por la fe vivirá”. Esta posibilidad de vida la entendió como la fe del justo en la lectura, en hacerse cargo del texto y de la revelación, en definitiva, de la interpretación, descubrimiento que lo liberó, para empezar, del constipado calvario de sus tripas y, ya repuesto el tránsito intestinal, lo  llevó a romper con Roma, encabezando la reforma religiosa en Alemania.

Se puede entender que en este descubrimiento hecho por Lutero, que no es otro que el de la lectura, o mejor, de una ética de la lectura, está ya despegándose el sacrificado de la cruz, es decir, Cristo de su martirio. A fin de cuentas, este despegarse parece ser análogo al de la interpretación que hace Lutero de la eucaristía, ya que, por un acto simbólico, el decir “este es mi cuerpo”, o “mi sangre”, el pan y la carne, el vino y la sangre coexisten. Es decir, al coexistir con la carne de Cristo, el pan se está despegando de ella, del mismo modo que se escinden el sentido literal y el figurado, es decir, se abre la posibilidad de la interpretación. En la eucaristía protestante, insistirá Kenneth Burke en el siglo XX, se abre la posibilidad de la metáfora; en esta metáfora, que es el arbitrio de la lectura se puede también aventurar la tortura como espectáculo ya se ha vuelto intolerable.

Esto, claro está, no quiere decir que Lutero haya sido, en vida y obra, un modelo de tolerancia, ya que predicó feroz intransigencia para con católicos y judíos. Sí que, al abrir la vía de la lectura, que refuerza publicando el primer libro impreso, la Biblia que tradujo al alemán, abre también el camino de la ética, que es contrario a ese manifestarse Dios en el flagelo. A fin de cuentas, el panóptico utilitarista diseñado por Jeremy Bentham, por el cual el recluso se siente permanentemente visible y vigilado, será creación de un iluminismo para el cual, como entendería Hegel en su filosofía de la historia, el  relámpago luterano de la toma de decisión sería el mojón decisivo del devenir, casi que su fin mismo. Se trataba de aquel momento en que la religión histórica, es decir, positiva, deja de imponer, desde su externalidad, sus creencias, reglas y rituales. Por un acto de lectura Lutero ya había matado a Dios, habiendo liquidado la mediación de la iglesia y dejado al sujeto en libertad, liquidando por el mismo acto al rey soberano. Es decir, el sujeto quedaba a cargo de la libertad, que es libertad de pensamiento, entiéndase de escritura, y la nueva mediación pasaba a quedar a cargo del Estado, instancia a través de la cual se darán los Universales. Habiendo muerto (desde siempre, para decirlo de forma hegeliana) Dios, no podía ya hacerse visible en el martirio.

La contracara, que produce el iluminismo bajo forma de guillotina, es en primer lugar la exhibición constante, durante el Terror y el Gran Terror, de una justicia humana indolora y sucinta. En el tajo de la guillotina, donde se decapitó como se sabe a Dios, también se decapitó al tormento: el martirio, que ya es un martirio desprovisto de trascendencia, quedó a cargo de un aristócrata devoto de todo ese dolor destituido de sentido, el Marqués de Sade, a quien cabe entender como el gran autómata de un sufrimiento laico y destituido de redención. Se puede decir que Sade fue, de alguna medida, la hiena que viene a higienizarnos de los restos ya nauseabundos de todo ese dolor huérfano de divinidad que, sin embargo, seguía deambulando por este mundo. Una suerte de inquisidor desentendido de confesión y de podredumbre; el profeta de un dolor iluminado que solo duele porque sí.

Esto para decir que Sade abre la posibilidad de las prácticas S/M tan en boga hoy, de juegos consensuales que rememoran, con sus mazmorras de cachivache, una búsqueda casi chamánica de sentido en la rememoración de dolor, del por qué duele lo que duele, pero también que nos recuerda que los del Amo y el Esclavo son juegos de ocasión, porque el amo y el esclavo de la vida pública, el que se movía dentro de los márgenes del Estado, fueron abolidos ya hace buen tiempo por la guillotina. Por eso también, los juegos S/M son recoletos; la vida laica no tolera ya el espectáculo del sufrimiento y, por eso, ha declarado la tortura enemiga de lo humano, es decir, enemiga de los derechos humanos.

Se dirá, tal vez, que una cosa sigue siendo el espectáculo y otra la intimidad. Por años, por ejemplo, se ha sabido de los maltratos que  los funcionarios del Sistema de Responsabilidad Penas Adolescente (Sirpa) propinan a los menores allí recluidos, si bien nada se hacía al respecto. Fue la espectacularización del maltrato lo que cambió la ecuación, al filtrarse una filmación se hizo público, exhibido por medios de comunicación y, al mismo tiempo, viralizado en redes sociales. Pero de todos modos, esto  no es accidente. Los procedimientos del panóptico, que alguna vez se limitaran a los sistemas carcelarios, son los que hacen nuestra vida diaria. Jamás falta una cámara husmeadora registrando nuestros movimientos, en la calle, en el supermercado, en el trabajo y, si llegan a escasear, cualquiera puede rastrearnos en GPS o propinarnos acercamientos a través de Google Earth. De alguna manera, somos todos presidiarios del ojo, condenados a una visibilidad perpetua. Difícil no pensar que ese ojo omnividente sea el verdadero atributo de la clamoreada Retirada de Dios, o que esta irremediable visibilidad no sea sino la última voluta torturante de un sadismo desentendido del dolor físico. 
 

 

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