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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          CONTRA EL DOBLAJE COMO POLÍTICA EDITORIAL

Traducciones, por favor

Amir Hamed

1. Película con estatuilla de pájaro

Para cualquier americano que escriba en esta lengua, conocer España, de alguna manera, implica una zambullida en los orígenes. Hace un par de décadas, la necesidad de investigar en Sevilla, en el Archivo de Indias, le sirvió a este columnista la oportunidad de recorrer por primera vez, y durante un mes largo, el país cuya literatura luce, entre otros, a Berceo, Manrique, al Arcipreste de Hita, Gonzalo de Rojas, Garcilaso de la Vega, Cervantes y Góngora, o al ignoto autor del Lazarillo de Tormes, a Quevedo, Calderón, Herrera, Bécquer, Valle Inclán y García Lorca. Con el tiempo, las visitas se repetirían pero, como todo lo inaugural, aquella experiencia fue irrepetible, comenzando por las sensaciones del primer día, en Madrid, cuando el columnista fue alojado por gente que partía para Asturias, mientras el dueño de casa venía en viaje desde alguna otra parte, probablemente Valencia.

Nada que hacer, más que esperar, el columnista, por entonces bastante macluhanizado, se resignó alegremente a la televisión, convencido de que, para entender una sociedad desconocida, era importante saber qué era qué televisión consumía. El zapping, por entonces, era práctica modestísima en España, y los madrileños se resignaban a cuatro canales estatales, con programas nacionales, de esos con animador y plató, más deportes y ocasionales películas. En uno de los platós se presentaba Ten years after, banda ya por entonces mómica, aunque Alvin Lee (hace no mucho finado en el médico, durante un examen de rutina) mantenía intacta su digitación supersónica; retirada la banda y venido el corte comercial, era hora de probar otros canales, y en uno, en profundo blanco y negro, compareció una escena aturdidora: Sydney Greenstreet, Peter Lorre, Humphrey Bogart y una mujer, Mary Astor, discutían alrededor de una pequeña mesa, en la que brillaba un ídolo macizo, un ave, acaso un águila, acaso otra cosa. Greenstreet, Lorre y Bogart habían rutilado en Casablanca, junto a Ingrid Bergman, y el columnista los había visto juntos, también, en otra película que se le escapaba de momento y que se le escapaba, precisamente, porque era esa misma que estaba viendo ahí pero que se presentaba bizarra, inexplicable, extranjera.

¿Cuánto tardó en reconocer lo que tenía frente a su nariz? En Chicago, donde por entonces vivía, no era inusual que la televisión abierta, ya entrada la noche, exhibiera clásicos de Hollywood, y allí el columnista, diez o 15 meses atrás, había tenido oportunidad de disfrutar de The Maltese Falcon, la versión fílmica que dirigió John Huston de la novela de Dashiell Hammet. Pero allí, en Madrid, mientras veía sostener a Bogart un ídolo igualito al Halcón Maltés, el columnista se sentía frente a una versión  imposible. “Tranquila, pollita”, le dice Bogart a Astor en la escena subsiguiente, llevando el extrañamiento a una cumbre brechtiana que por fin permitió descubrir que lo que se estaba exhibiendo era la película de Huston, salvo que doblada al peninsular. Recordó de inmediato las conversaciones que, en Chicago, tenía con condiscípulos sevillanos sobre cine, que en España se veían con un título y en el Río de la Plata, y en general en América Latina, con otro, como por ejemplo High noon, que los españoles obedientemente veían como Alto mediodía y los hispanoamericanos, más audaces, conocían como A la hora señalada.

Un par de semanas más tarde, en el país vasco, el cine de Vitoria  estrenaba Negocio de familia, dirigida por Sydney Lummet, con Sean Connery, Dustin Hoffman y Matthew Broderick en el elenco, y se desayuna entonces el columnista de que en los cines de España las películas no se subtitulaban; se doblaban, política al parecer antigua como el franquismo. Para el cinéfilo hispanomericano perder la voz y dicción de Vittorio Gassman, Al Pacino, Max von Sydow, Charlotte Rampling, Sofia Loren, Catherine Deneuve, Christopher Walken, Peter Sellers o siquiera el acento invariablemente escocés de Sean Connery era como perder media película; para el peninsular, sin embargo, no era así.

2. Doblar  

Dos décadas y media más tarde, es decir por estos días, el columnista, así como el resto del Comité editorial de interruptor, se ha lanzado a un nuevo emprendimiento, interruptor revista, publicación en papel cuyo número uno acaba de entrar a imprenta. La revista incluye una sección de crítica de libros que llevó al Comité a ratificar que la traducción que sirven las editoriales ibéricas golpea como un instrumento desafinado al lector americano. Dicho de otro modo, estos libros, vertidos de otras lenguas al peninsular, le resultan cacofónicos al hablante americano, versiones imposibles que, como aquel tranquila, pollita de Bogart, ingresan al tímpano con la misma dulzura con que podría hacerlo un barreno. Leer estos textos en peninsular  comporta una lejanía incluso mayor a leer en español antiguo el Cantar del Mío Cid: uno se puede decir usuario de una variante diacrónica que se extraña del Cantar, pero este extrañamiento se vuelve radical con las actuales traducciones. Aquí la coartada del tiempo, de la evolución de la lengua, no ayuda: esos textos, sencillamente, están traducidos, a veces pésimamente, otras veces mejor, pero siempre en lengua ajena al hispanoamericano.

Esto responde, en primer lugar, a que el español peninsular es lengua otra, aunque se podría pensar también cada región y país hispanoamericano tiene su variante propia. Entonces, se podría pensar que mantiene la misma distancia el colombiano de Antioquia con el argentino de Paraná que con un toledano o un asturiano. Esto sin embargo, no es así: más allá de diferencias dialectales, se puede decir, existe una distancia emocional entre las variantes de América y las de la península que es la misma que media entre una lengua que dobla y otra que subtitula. Cuando doblo, barro la lengua original; cuando subtitulo, escucho el original pero no lo borro: traduzco lo que dice. Afirmaba Walter Benjamin que la traducción debía, precisamente, exhibir su distancia, hacer saber su deuda para con el original. Una traducción leal, en el sentido de Benjamin, sería una que, como el subtitulado, permite advertir las dos lenguas juntas: la del origen y la de destino. Una traducción leal, que reconoce su deuda, no borra, no dobla.

La política de la editorial Anagrama, una de las que más novelas publica, hace precisamente lo contrario: evitar cualquier voz extranjera. Todo debe ser castellanizado, o mejor, todo debe ser peninsularizado: un escritor belga, holandés, inglés, alemán, o chino, debe ser vertido a un obsesivo castellano ibérico, y las jergas locales que pueda usar el original, vertidos a jergas de España.

El origen debe ser barrido. ¿Es esto antojo? Si se recuerda una discusión del siglo XX, tan tácita como necesaria, sostenida entre el español Miguel de Unamuno y el argentino Jorge Luis Borges, se entenderá que no, que esto no es antojadizo: hay razones para que Anagrama y otros sellos españoles traduzcan como lo hacen, pero también para que esto le resulte, además de imposible,  nocivo para un americano.

En primera instancia, se podría pensar que la discusión no era tal, y que sólo remitía a decibeles. Borges, por ejemplo, afirmaba que los españoles hablan a los gritos, siendo esto conducta típica de quienes desconocen la duda. Unamuno, emergido como literato en 1898, es decir, junto con la desaparición del imperio español, y de las colonias de ultramar, en el confinamiento a un país, en una sicología  nacional rastreable en Don Quijote y su complemento, Sancho, había afirmado antes que, si los españoles hablaban fuerte porque en esa lengua fue que se había gritado ¡Tierra, tierra!, aquello que un 12 de octubre profirió un grumete ni bien divisó las costas de Guanahani, isla a la que de inmediato el genovés Cristoforo Colombo rebautizaría como San Salvador. El argumento de Unamuno fue repetido, sin citar, por León Felipe, sólo que a la gritada tierra le agregó un también gritado Quijote y los gritos de la guerra civil.  

Si la lengua grita en España, y según confesión de parte, es por América. Ahora bien, ¿tienen la grita y el doblaje, y las traducciones de las editoriales españolas, algo que ver entre sí? Habría que pensar que no solo es esto así sino que su conexión es la misma que irrita el oído americano. Sin ir más lejos, si tierra, según dicen Unamuno y Felipe, es algo que se debe decir a los gritos, lo cierto es que en esa tierra, en todo momento, hubo gentes y voces desoídas, tal vez porque la Administración de Indias necesitaba gritar fuerte, y en castellano. Por cierto, el castellano iría imponiéndose en la península a partir del siglo XIII con Alfonso el Sabio, primero como lengua de cancillería y luego como lengua nacional, relegando a las demás de España (en un principio al árabe y al hebreo, luego al catalán, al valenciano, al euskera, al gallego), algo que complementará la administración virreinal aboliendo las lenguas indígenas de América. Ahora bien, si Alfonso el sabio era un rey traductor, que hizo conocer obras árabes y traducidas al árabe, entre ellas La escala de Mahoma o el Calila e Dimna, cabe pensar que el español todavía no se gritaba: la traducción era un recurso para negociar una divinidad con sus nuevos súbditos musulmanes y judíos, pero para 1492, caído el reino de Granada, zarpado Colombo desde Palos, comenzó para la lengua una historia diferente.

Gritar tierra, como celebran Unamuno y Felipe, era lo mismo que gritar Dios (y, borgeanamente, desconocer la duda): baste recordar aquel ejercicio administrativo de 1516, la lectura en voz alta, por parte de militar, sacerdote o escribano, del requerimiento, documento por el  cual los indígenas eran notificados en una lengua para ellos incomprensible, el castellano, de la existencia de un dios único, y de cómo su vicario en la tierra, el Papa, le había hecho donación al rey de España de esos territorios de los indios, y de que, en caso de que esos indígenas patidifusos no cumplieran con esta donación y servidumbre a Dios, serían sus viviendas y bienes arrasados, y ellos mismos, incluso, esclavizados.

La conquista y colonia, puede decirse, fueron ejercicios menos de traducción que de doblaje. Colón llevó un traductor de árabe, arameo y caldeo para comunicarse con chinos y japoneses que terminaron hablando en una variante de guaraní. El traductor, o lengua, como lo llamaban, invariablemente preguntaba por oro y entendía que el oro quedaba para allá, una señal por la que los indios, entiende Peter Hulme en su libro Colonial encounters, le estaban diciendo que se fuera de ahí. Otro momento mágico de doblaje es aquel en que Estebanillo, el lengua de Gonzalo Pizarro, le hace saber al Inca Atahualpa que la voz de Dios está en la Biblia, volumen que el Inca se lleva a la oreja y sacude, pero como nada escucha arroja al suelo. La masacre que desencadenó Atahualpa con su herejía fue bellamente contada, entre otros, por Garcilaso Inca de la Vega, primo del sonetista.

Obviamente, una tradición tan asentada como ésta, de la que se siguen haciendo eco las editoriales peninsulares, está, si se quiere, más allá del bien y del mal, ya que, al parecer, sigue viviéndose saludable para los españoles. Lo que cabe plantearse es si los hispanoaemericanos deben seguir resignándose a leer doblajes que les gritan tierra, tierra, o volver a hacerse cargo (lo hicieron durante las tres primeras partes del siglo XX, cuando Buenos Aires y México eran centros editoriales) de sus propias traducciones. 

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