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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LO QUE VIAJA Y LO QUE NUNCA PUEDE VIAJAR

A favor de la discriminación

Aldo Mazzucchelli

Javier de Viana es, entre los
narradores del novecientos, uno de los que logró vivir la atmósfera naturalista que se había impuesto en Francia como si fuese una tradición propia. Sus relatos de Campo y Gurí son a menudo breves obras maestras, en que describe la pérdida no meramente material, sino moral de la vida en campaña a fines del diecinueve, luego de la entrada del 'progreso'
y Alberto Zum Felde, al comentar a Viana, toma distancia de una aceptación acrítica de esta última palabra, poniéndola siempre en itálicas. La conciencia letrada del país asimiló en su tiempo los relatos de Viana como la descripción (quizá, tenuemente, la denuncia) de una situación inexorable. Eran en su mayoría lectores urbanos o pueblerinos, clase media o media baja involucrada en los servicios o la enseñanza, sin intereses directos en el campo, a menudo cómodos con una existencia mediocre en una capital departamental o en la pequeña capital nacional, o deseosos de obtener algún tipo de promoción para irse a otra parte; otros, gente de clase más encumbrada, comprometida y beneficiada por el nuevo sistema de explotación rural que se impuso con Latorre y se naturalizó ideológicamente en las dos o tres décadas que le sucedieron, a fuerza de que los periódicos montevideanos y sus imitadores pueblerinos cantasen loas día y noche a ese 'progreso', que primero había sido inocultable ejecución de intereses ajenos al campo criollo y su vida. Intereses del comercio exterior inglés, alemán, o de los estancieros de inquietud positivista que a menudo eran ingleses ellos mismos, y de los comerciantes, administradores y burócratas montevideanos empeñados en ordenar el campo para ordeñar mejor sus recursos a través de impuestos y quitas, derivados luego en el mejor de los casos a políticas sociales que nunca llegaron al pobre del campo. Para todos esos lectores, conocedores del mundo sobre todo a través de los libros, el concepto de progreso valió más que todas las posibilidades de libertad o calidad de vida que había para perder al imponerle al campo el régimen y la ideología de la escasez, que es la marca esencial del capitalismo allí donde reina sin matices. A partir de la imposición de esa noción, hoy aun en plena vigencia, se legitima todo cambio impuesto a la vida y costumbres de la gente en espacios determinados: se supone (falsamente) que si no se hace así, todo faltará. Los métodos y dispositivos de control de acciones y mensajes, cuya tecnología crece con la división del trabajo, ha ayudado mucho desde que aquel proceso, hace casi ya ciento cincuenta años, se hizo normalidad en el país, igual que en todos los demás de la región y muchos en el mundo.

 

Es ya breve en la conciencia colectiva el recuerdo de aquella Stimmung campesina que se ha perdido sin remedio. En el Proceso intelectual del Uruguay, (1930), en el pasaje en que Zum Felde habla de Viana, vemos un tardío intento de vindicarla. "El régimen ganadero primitivo, daba holgado abasto a la población: una estancia tenía cuantos peones acudían a ella, y fuera de la estancia no era difícil la vida", recuerda Zum Felde. Pero luego vino la transformación impuesta desde Latorre, que no se ahorró, por ejemplo, la ejecución de cuatro balazos al que se agarrase infraganti carneando res ajena--una práctica que la jurisprudencia de campaña siempre hasta entonces había considerado justa y normal, pues el ganado abundaba y no era "de nadie". Y tras su imposición vino el olvido de su imposición. Pero los habitantes de campaña quedaron lidiando con las consecuencias. Para 1930, "el peón de las estancias, está casi solamente por la casa y la comida, más unos reales para pilchas, taba y pulpería; gran parte se pasa el año de tapera en galpón, esperando la época de la zafra. Eliminada toda competencia, no hay posibilidad de prosperar, ni de salir nunca de peón. Y éstos son los que están mejor. Gran parte no tiene ni aun esto, pues no hay trabajo para todos en las estancias; viven del merodeo, del pichuleo, de la servidumbre, de las changuitas, de los parejeros, de la limosna, de la prostitución, no se sabe de qué".

 

Tal apuntaba Zum Felde. "Y qué", responde (con su soberbia sin letras pero con astucia monedera) el globalista de hoy. "Es el progreso, siempre ha sido así. Es historia vieja y sin recuperación posible. Hoy el trabajo en el campo es más cómodo y se paga mejor a los (pocos) que lo pueden obtener. En lugar de trabajar al sol arriba de un caballo, o sudando tras el arado, se está dentro de una alta cosechadora con aire acondicionado". No dudo que para los pocos que acceden a ello, es más cómodo. Tampoco que ganen unos pesos más. Es el entero fenómeno de si somos o no capaces de discriminar lo que aceptamos que pase en este suelo, y cómo, bajo qué condiciones, el que hay que examinar en lo que implica culturalmente. Pues actuar sin discriminación, como evidentemente se lo viene haciendo, genera una nueva vuelta en la espiral de dependencia y desmoralización de las formas de vida locales. No todo lo que llega como "progreso" es bueno por igual, y hay que saber decir que sí a algunas cosas, y limitar otras. No lo hacemos: el globalismo y el capitalismo quiere meramente vender, imponer todo. Rechaza este tipo de discriminación como "conservadurismo". Eso es pura ideología: cien años después todo el mundo se ha dado cuenta que las casas de 1900 de Montevideo son, simplemente, muchísimo mejores que las porquerías que pulularon desde los años sesenta y setenta. Y son mejores no solo porque estén físicamente mejor hechas, sino porque surgieron de un tipo de vida familiar y comunitaria que, con las nuevas casas y la nueva economía, que adoptamos sin resistencia del modelo individualista norteamericano de "un hombre, un auto, un departamento", se perdió también. Pero ya es tarde. Por lo mismo, que no se haya discriminado bien en 1870 no es ningún argumento para seguir no haciéndolo en 2017, ¿verdad? Si uno solo mira ganancias, nunca entenderá el largo plazo, será imprevisor e incapaz de promover el espesor lentamente acumulativo de su cultura concreta. Hay una relación entre cultura y tiempo que estamos descuidando. Si no lo vemos, seremos meramente ignorantes de un hecho en la historia de las civilizaciones: los bienes materiales y la tecnología viajan; la cultura no viaja. En otras palabras, lo más importante que tiene una sociedad, su cultura y su calidad de vida, no puede importarse: hay que hacerla siempre acá. Al no tener capacidad de discriminación, eso es lo que perdemos primero. Es posible importar todo el maderamen de la Cámara de los Lores al Uruguay y construir un edificio idéntico aquí, pero es completamente imposible importar la cultura de discusión de esa cámara al Uruguay. Nosotros, como buena sociedad mentalmente ancilar y dependiente (salvo las extraordinarias excepciones de un puñado de escritores y políticos que vieron el asunto en toda su medida a lo largo de nuestros dos siglos de vida independiente), seguimos riéndonos de todo y celebrando la fiesta progre, mientras la cosa vaya tirando. El proceso puede entenderse dando un paso atrás y viendo los efectos de la imposición de una formas civilizatorias sobre otras. Carrol Quigley (Tragedy and Hope) ofrece un ejemplo que traduzco:

 

"La difusión de elementos materiales de una sociedad a otra tiene un efecto complejo en la sociedad que los importa. En el corto plazo, en general se beneficia por la importación, pero en el largo plazo frecuentemente resulta desorganizada y debilitada.


Cuando los hombres blancos llegaron por primera vez a América del Norte, los elementos materiales de la civilización Occidental se esparcieron rápidamente entre las diversas tribus indias. Los indios de los llanos, por ejemplo, estaban débiles y empobrecidos antes de 1543, pero ese año el caballo comenzó a difundirse hacia el norte, por los españoles, desde México. En menos de un siglo los indios del llano elevaron su estándar de vida (debido a la capacidad adquirida de cazar el búfalo desde el caballo), y se fortalecieron inmensamente en su capacidad de resistir a los americanos que avanzaban hacia el oeste a través del continente. Mientras tanto, los indios al otro lado de los Apalaches, quienes habían sido muy poderosos en los siglos dieciséis y comienzos del diecisiete, empezaron a recibir armas de fuego, trampas de acero, viruela y, eventualmente, whisky de los franceses, y luego de los ingleses, a través del golfo de San Lorenzo. Esto debilitó enormemente a estos indios de los bosques del área tras los Apalaches, y finalmente también debilitó a los indios de los llanos allende el Mississippi, porque la viruela y el whisky resultaron devastadores y desmoralizadores, y porque el uso de trampas y armas por parte de ciertas tribus las convirtió en dependientes de los blancos para suministros, al mismo tiempo de que les permitió a esas tribus poner una gran presión física sobre las tribus más remotas que aún no habían recibido armas ni trampas. Cualquier frente unido de pieles rojas contra los blancos se hizo imposible, y los indios fueron desbandados, desmoralizados, y destruidos. En general, la importación de un elemento de una cultura material de una sociedad a otra ayuda a la sociedad importadora, a largo plazo, si es (a) productivo, (b) puede ser producido dentro de la sociedad misma, y (c) puede encajar dentro de la cultura inmaterial de la sociedad importadora sin desmoralizarla. El impacto destructivo de la civilización Occidental sobre tantas otras sociedades descansa tanto en su capacidad para desmoralizar su cultura ideológica y espiritual, como lo hace en su capacidad para destruirlas con armas de fuego".

 

¿No se trata, pues, de discriminar qué es lo que aceptamos de otras culturas, naciones o civilizaciones, y cómo? ¿Existe alguna esperanza de que quede algo de soberanía para ello, o simplemente tiramos la toalla? El asunto es político, y de actualidad: ¿Hay alguna analogía entre el proceso que claramente describe Quigley, y la actual discusión entre pro y anti globalización? Unos, al defender a rajatabla la globalización y su sistema de control y pensamiento único, reivindican, como siempre, el progreso. Su argumento fundamental es "los zapallos se ordenan en el carro". Hay ante nuestros ojos, por ejemplo, un proceso de concentración de la propiedad rural en el Uruguay en los últimos quince años, y paralelamente de extranjerización masiva de la misma. Estrictamente: se trata de la venta, de millones de hectáreas del total productivo, a sociedades anónimas de grandes dimensiones que hacen acuerdos particulares con el gobierno para prácticamente no pagar impuestos, amén de imponer el monocultivo robotizado en todo el territorio. Ahora bien, a cualquier crítica sobre el perjuicio concreto que esto trae, nuestros globalistas de aquí responden relativizando con cualquier argumento economicista esos perjuicios, y a continuación abstrayendo el asunto a unas condiciones futuras en que todo lo actual se habrá superado, o al menos olvidado, subsumido en nuevas formas de vida y explotación. Así se justifica todo. Lo que es evidente, en mi opinión, es que el análisis jamás va un paso más allá de lo económico, de la ganancia económica. Es ella la que lo justifica todo, y según esta mentalidad, nada de las formas de vida y sociabilidad anteriores o presentes son dignas de prestarles un segundo de atención. Derramar una lágrima por ellas, incluso, les parecería una efusión romántica intolerable. Les importa un bledo la vida de aquellos a los que no ven (y la propaganda de la globalización se cuida muy bien de no mostrar lo que no le conviene), y la cualidad de lo que no se conoce. El progreso, antes bajo la forma de un positivismo rampante y explícito, de conquista, y hoy bajo el disfraz tecnocrático de algo que se ha aceptado como inexorable e indiscutible, organiza el pensamiento tanto del gran capital corporativo transnacional, como de las "izquierdas", que de nacionales ya no tienen nada: han abjurado del país, y del territorio. Son gente de ONG o de burocracia internacional, sin arraigo. Defienden meramente el "progreso", en particular porque como clase o grupo se han acomodado en el nuevo estado progresista. Para ellos sacarle recursos al campo, trastornarlo, tratar a sus cada vez menos habitantes como si su cultura no existiese, forzándolos a unas reglas de juego en las que solo pueden vender e irse para el pueblo, como los franceses e ingleses trataban a los indios norteamericanos (con trampas, armas de fuego, whisky y viruela, para hacerlos dependientes, desmoralizarlos, y finalmente hacerlos desaparecer), es lo mejor que nos podría haber pasado como país.

 

Los medios de comunicación, los analistas políticos, raramente dicen algo de esto. Los grandes medios son meros repetidores, delegados y alcahuetes del poder. No hay periodismo ya en ellos. Las nuevas generaciones de egresados en comunicaciones tienen muy claro que van a trabajar a un sitio con intereses particulares. No se les enseña el interés general, que solo puede aprenderse si uno sabe de historia, de derecho, de filosofía, de letras, y que está a menudo en conflicto con esos intereses particulares a los que se venden. En cambio, se les instruye para que entiendan la retórica y la economía, los dos principales aliados en el barrido de este no muy antiguo rincón de Occidente, ya listo para disolverlo en erial abandonado, después de haber borrado a la gente que intentó un proyecto cultural específico en él, no sin antes haberle succionado hasta el último gramo de utilidad.

 

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