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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL INFIERNO DE LA IGUALDAD

La cuestión es entre el apocalipsis o el plato volador

Aldo Mazzucchelli

“La desaparición del centro”, “la
vuelta al centro”, eran lugares comunes de la charla barata urbanística hace algunas décadas. Recuerdo un par de reuniones o comilonas con animadas discusiones, aun siendo todas y todos legos al respecto. Un asunto cultural/inmobiliario que había ocurrido en muchas o en casi todas las ciudades grandes y conocidas del orbe se “debatía”, con los consabidos 15 años de atraso, en Montevideo. Las autoridades pensaban medidas de “apoyo al Centro”. Se criticaba la idea de que irse a la “ciudad de la costa” era conveniente. Intelectuales o empleados de la Intendencia Municipal argumentaban que aquella era una zona sin saneamiento ni calles ni infraestructuras de otro tipo, sin servicios y organizada según un esquema lineal que hacía la sociabilidad imposible, que trasladar masivamente a la gente a 20 kilómetros "del Centro” era obligarse a invertir sumas obscenas en un capricho poblacional que lo que había es que combatir, incentivando a la gente a mudarse a barrios “semivacíos", se decía, del cascarón urbano—supongo que se pensaba en todas esas casonas que siempre se nos aparecen cerradas en La Comercial, Goes o Villa Española.

Con el correr del tiempo, la gente hizo como siempre lo que le pareció. La horrible Ciudad de la Costa campea por sus fueros, y a nadie le importa que siga sin tener una estructura urbana que posibilite los encuentros colectivos, salvo que se llame “estructura” a una ruta espantosa de doble vía llena de semáforos, donde ni se puede circular rápido ni se puede pasear (porque no tiene veredas, y a su alrededor solo hay ferreterías, tiendas de repuestos, lugares de comida delivery o sucursales secundarias de casas que más valdría ya ignorar en sus lugares principales). Pero hay dos elementos que explican bastante bien toda la historia de su rampante éxito frente a los arquitectos y sociólogos de hace décadas: la Ciudad de la Costa tiene, por un lado, un “shopping center”, y por el otro, miles de casas organizadas completamente hacia adentro de sí mismas, máquinas de vivir en contacto con el wifi, la barbacoa el parrillero y la piscinita propias. La instancia no es más que reflejo de la Idea, diría Platón, que sigue teniendo toda la razón que hay para repartir. La idea de un modo de vida que mezcló una economía de lo “conveniente” con una sociabilidad detonada llevó a ese monumento al familierismo defensivo o al individualismo aislacionista. El mundo hace lo que se puede pensar, y lo que se puede pensar no sigue la racionalidad ex-post de los críticos lúcidos, sino la racionalidad real de lo que sea que es. Hoy, es el consumo, la objetivación e instrumentalización de las vidas, y la sumisión voluntaria y aun autocelebratoria a la basura de trabajar largas o cortas horas en el sinsentido, para ganar así el merecido derecho a refugiarse en el nuevo dios total, el Entretenimiento. A menudo se pone a la familia como coartada, pretendiendo que es para poder “darle todo” a los hijos que se acepta el sinsentido visible. ¿Qué tal pensar que ese “todo” que uno se pone en condiciones de dar es basura? ¿Quién le daría a su hijo, si lo pensase medio minuto, miles de horas muertas anuales de chismes y entretenimiento violento rodeado de una plenitud de azúcares y grasas saturadas, conservantes y otros venenos, al tiempo que ve cómo se lo “educa” en nuestro maravilloso sistema educativo, que dicen las autoridades electas que está bastante bien, y que solo hay que seguir unos años con más de lo mismo —eso sí, con más computadores gratis y más edificios— para que finalmente muestre sus gloriosos frutos?

Lo que fracasó del discurso de los urbanistas de antaño no es, en buena medida, su racionalidad operativa, sino su paradigma, los supuestos de donde se colgaba aquella lógica. Sí, es verdad que era más oneroso para la comunidad pagar toda aquella mudanza absurda, y es verdad que en tiempos de sociabilidad moderna un “centro” era algo deseable. Lo que pasó es que sociabilidad en aquel sentido casi no hay más, por un lado, y por el otro que el dinero se traslada igual, aparece igual, en la medida en que la gente lo exige, pero si no aparece se vive lo mismo entre pozos y cunetas, porque el afuera de las casas es apenas una molestia inevitable que se obvia, una suerte de momento somnoliento de la vida real, que ocurre en la red o en la reunión, que están o en mi casa, o en la casa de mis amigos. No es que haya desaparecido el Centro urbanísticamente hablando: es que todo el planeta Tierra se mudó a la periferia, donde el Centro tiene que existir meramente como una referencia externa a un pasado que aun alguna cosa organiza. Lo central solo puede hoy hacerse cargo de sí mismo, sin servirle a nadie para mucho salvo como resabio de una estructura de la vida que de momento ya pasó.

Según el último censo, en la Ciudad de la Costa abunda el ni-ni. Si lo anterior fuese una descripción más o menos cercana a lo que pasa, ¿con qué argumentos contaría el discurso de demonización del ni-ni? El ni-ni es racionalidad pura en operación. Se me ocurre que muchos de sus practicantes deben contarse entre lo más racional y al mismo tiempo más sensible de nuestra sociedad, lo que a menudo da más vulnerabilidad. ¿Cómo elegir entre un sistema educativo (de algún modo hay que llamarlo) como el que tenemos y un empleo humillante, de ocho horas, en un supermercado o en una tienda, para ganar unos 10.000 pesos mensuales? Se dirá: “hay que empezar de abajo”.

No hay duda que, cuando las condiciones de la sociedad hacen sentido, empezar de abajo es virtud. Aceptar agachar el lomo y trabajar para ir construyendo paso a paso una “carrera”, estudiando mientras tanto, ahorrando, no haciéndole asco a las horas extra y a las changas, etc. No hay duda, tampoco, que para una parte de nuestra sociedad eso es aún posible —y, por tanto, deseable, en la medida en que la vida promete algo. Pero los críticos de la ni-ni no parecen figurarse en qué se ha convertido la vida en un barrio periférico, es decir, en la abrumadora mayoría de la Tierra entera, Uruguay incluido. La salida de todo esto no está prevista en el modo de vida que sistemáticamente llevamos; es su punto ciego. La única posibilidad de escapar a la dictadura del sinsentido funcional es una irrupción exterior que, por definición, no puede salir de ningún punto integrado al sistema mismo. Como el sistema es global, va de suyo que nuestra única salida es extraterrestre. Las salidas extra-globales dentro del globo se vienen intentando hace mucho —la granja ecológica, la comunidad alternativa, el suicidio, etc.—. Permiten solución parcial e individual, única disponible por el momento. Pero hay algo colectivo en la ética humana que no se va a conformar nunca a esto. Un amigo me pasa una entrevista al filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, que viene, como sucede siempre con estos encuentros casuales, como anillo al dedo para cerrar esta columna. Él cree más en el apocalipsis, yo creo más en el descubrimiento, en la certidumbre más allá del control de la lógica del capitalglobalismo, de una otredad que libere de nuevo el eros hacia lo totalmente único y diferente; en parole povere, sea la resucitación de los dioses, o la bajada del mensaje sabio llegadero por plato volador, o aun la final confirmación de que, digamos, Erich Von Däniken no era un imbécil manipulador de datos seudohistóricos. Creo que en cualquier caso se habla exactamente de lo mismo, en Idea, si no en instancia. En una entrevista de Alfonso Armada para ABC, se pronuncia así el filósofo:

- A partir de Melancholia, la película de Lars von Trier, dice Ud. que solo un apocalipsis, una catástrofe, podría liberarnos del infierno de lo igual. ¿Qué tipo de catástrofe? ¿Una revolución?

- “A partir de la protagonista de la película, Justine, se entiende lo que digo: es depresiva porque está absolutamente agotada, fatigada de sí misma. Toda su libido se dirige contra su propia subjetividad. Por eso no es capaz de amar. Y de repente aparece un planeta, el planeta Melancholia. La llegada de la alteridad puede suponer un apocalipsis en el infierno de la igualdad. El planeta mortífero se muestra a Justine como lo totalmente distinto que la arranca del pantano del narcisismo. Ante el planeta letal casi revive. Descubre también a los otros. De tal manera se entrega amorosamente a Claire y a su hijo. El planeta desata un deseo erótico. Eros, como relación con lo totalmente distinto, elimina la depresión. El desastre implica la salvación. Por cierto, la palabra "desastre" tiene su origen en la palabra latina desastrum, que significa "no estrella". Melancholia es una no estrella.

Vivimos en una sociedad que se concentra por completo en la producción, en la positividad. Se deshace de la negatividad de lo otro o de lo ajeno para aumentar la velocidad de la circulación de la producción y del consumo. Solo las diferencias que se pueden consumir están permitidas. No se puede amar al otro al que le han quitado la alteridad, sino solo consumirlo. Quizá sea por eso por lo que hoy crece el interés por el apocalipsis. Uno siente el infierno de la igualdad y quiere escapar de él”.

 

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