| 
        Algunos 
		gramáticos, muchos maestros, y casi todas las personas que viven en un entorno 
		lingüístico más o menos conservador tienden a afirmar que debido a los 
		cambios en el lenguaje —los cambios, por 
		ejemplo, que vienen del uso de nuevas tecnologías de la comunicación—
		lo que ocurrirá es que la gente, progresivamente, 
		perderá la capacidad de entenderse, debido a que se estaría borroneando 
		el “código” (supuestamente homogéneo) que mantiene la comunicación entre 
		las personas. La idea tiene una apariencia de elocuencia, pero, 
		lamentablemente para ella, no he sido testigo de ningún hecho que la 
		confirme. Al contrario, veo que la gente hace lo que se le antoja con el 
		lenguaje y se sigue entendiendo perfectamente bien
		—siempre, claro está, de acuerdo a los fines que 
		persiga cada vez que se comunica. Y el malentendido, que es inherente a 
		toda comunicación, sigue tan campante, demostrando con su existencia que 
		la gente sabe perfectamente cuándo ha entendido y ha sido entendida, y 
		cuándo no.
 Hasta ahí el fracaso de 
		intentar legitimar la necesidad de enseñar a leer y escribir textos de 
		determinada complejidad lineal basándose en un argumento en último 
		término positivista, es decir, uno que cree que hay una especie de 
		“sistema” que para que funcione tiene que “mantenerse limpio”. Ya lo 
		intentaba decir la inefable academia de la lengua: “Limpia, fija y da 
		esplendor”. Que el lema de la RAE quede mejor en un frasco de Pulidor 
		que en el escudo de la institución no es tanto culpa de la benemérita 
		sino de quien le rasca el lomo: una modernidad (con sus fatigados 
		anexos) que desde hace siglos se viene volviendo crecientemente 
		desalmada. Es decir, una época que en lugar de confiar en su íntimo 
		lenguaje, en lugar de ser su lenguaje, en lugar de creer primero en lo 
		que sabe de sí, de su energía y su experiencia, viene metasujetándose, 
		es decir exteriorizando y alienando su propio lenguaje, y en 
		consecuencia, perdiéndose más y más en esquemas generales, en menúes de 
		los que un ser crecientemente instrumental cree que elige, en 
		ninguneamiento de las propias intuiciones y traslado de la legitimidad a 
		algo ahí afuera que nos devuelva una miguita de ser.  El sujeto, esto se ve y se 
		sabe desde hace mucho, cada vez habla él mismo menos, y cada vez es más 
		hablado desde afuera. El sujeto —decía 
		Heidegger primero en densa síntesis del “problema de la imagen del 
		mundo”, abundaba Foucault en prosa más larga e historizante luego—, al 
		volverse objeto de estudio con la aparición de las “ciencias humanas”, 
		comienza a entregar su interior a un exterior colectivizado en los 
		contenidos disciplinares creados por la mecánica de los saberes (que, 
		por cierto, se organizaron, incluso los humanísticos, de modo 
		“positivo”, es decir objetual, contante y sonante). Esto no podía 
		conducir a nada más que a lo que ha conducido, es decir, a que el ser, 
		de la utopía de unicidad romántica, haya ido deviniendo nada más que en 
		una combinatoria de opciones preabiertas. He ahí los menúes. Ser es 
		elegir de lo que me ofrecen, ser es decir “me gusta” o “no me gusta”
		—suprema ñoña rebelión transmoderna. Así, hablando de los problemas 
		del aprender colectivo hoy, una conocida, muy militante, me dijo la 
		semana pasada que José Pedro Varela había sido alguien censurable porque 
		se había limitado a crear una escuela pública que solo “enseñaba a los 
		hijos de los obreros a leer y escribir pero no los preparaba para el 
		poder”. Otra variante de semejante furia anacrónica es un libro que 
		hojeé hace poco sobre la relación entre fútbol y poder en los veintes, 
		que en lugar de exaltar los extraordinarios logros de aquella sociedad 
		en todos los planos, apuntaba con aparente y recontrajada “agudeza” a 
		los elementos que (en la perspectiva de 2013) sonarían “racistas” en el 
		Uruguay del Centenario. Acaso el autor crea que, con su obra, está 
		finalmente reivindicando una injusticia antigua, y enfrentando un 
		supuesto “discurso racista” del Uruguay del Centenario. Como decía 
		Sartre en Situations III, “goza de la conocida superioridad que 
		tienen los perros vivos por sobre los leones muertos”. Son consecuencias 
		obvias de la ya concluida demolición de toda posible credibilidad para 
		la legitimidad de las sociedades en las que, justo, nos ha tocado vivir. 
		¿Es tan difícil darse cuenta de que, una vez que uno ha concluido la 
		obra del viejo Friedrich y el viejo Jacques y ha dinamitado toda 
		posibilidad de fundar razones de buena fe, en lugar de avanzar, hemos 
		retrocedido, y que ahora los ricos juegan con los ricos y miran a los 
		pobres de arriba —y encima, están 
		justificados teóricamente? Es que la política (y mucho menos la política 
		académica) nunca va a poder reparar por si misma las sajaduras que ha 
		causado en el lenguaje, que es el bien común por excelencia. Una vez que 
		se instruye a la gente a que debe negar la palabra (es decir, la 
		intención) del otro y traducir al otro en “política”, a fin de triunfar 
		por el hueco hecho de quererse distinto, el resultado llega más o menos 
		rápido y es siempre el mismo. **** Acaso la precaución con el 
		lenguaje que aun exhiben educadores y conservadores lingüísticos sea 
		expresión de una preocupación de otro tipo, que tiene que ver con la 
		pertenencia y la no pertenencia a la comunidad. Y pertenencia no es 
		solo, ni acaso en primer lugar, una superstición emocional, sino una 
		expectativa elemental sin la cual es difícil subsistir: la expectativa 
		de que el otro va a seguir algunas normas elementales que yo también 
		sigo. El problema de quien “habla mal” es el problema de encontrar un 
		ámbito para existir. Y ese ámbito no es necesidad solo de “los 
		burgueses”, como aun se oye a veces en el Uruguay. El término es 
		aplicado sobre todo por una conciencia letrada, pero desde más allá de 
		esos espacios educados hay formas equivalentes y aun más duras de 
		registrar, marcar y censurar al que no sigue los hábitos (lingüísticos y 
		de otra clase) del grupo. El “giro 
		lingüístico” recuerda a  Pandora con su caja, y entre sus 
		muchas consecuencias trajo una maldición final que ha sido generar la 
		apariencia de que hablar con sentido (teórico) del lenguaje reemplaza a 
		la necesidad de decir cosas con sentido sin más. Ser aparentemente 
		avisado respecto del lenguaje (es decir, aprenderse una astucia como de 
		animal rprecioespecto a cómo funciona el truco de la representación) ha venido 
		legitimando todo, pues se supone que quien tiene “teoría” no precisa ya 
		una ética ni posturas sólidas en los asuntos que están más acá de ella. 
		La teoría ha sido el maldito refugio de la ignorancia, la falta de 
		compromiso con el ahora y la mala fe. Ha dado, además, abundante 
		material para llenar el vacío académico con apariencias de sagacidad.
		 La verdad es que es muy fácil hablar del lenguaje 
		haciendo el truco de separarse de uno mismo e inventar una terminología 
		intermedia, un “metalenguaje”; pero el metalenguaje es lenguaje y jamás 
		podrá reemplazarlo. Es como mudarse a vivir al andamio y olvidar que uno 
		tiene la casa al lado. El truco de olvidarse de la operación 
		metalingüística —por extensión, de la 
		operación gramatical, de la operación teórica, de la engañifa 
		“académica” de la que se extrae legitimidad para tanto dislate—
		es en el fondo tan imposible como lo sería que 
		alguien se tomase por sus propias axilas y, abrazándose a sí mismo, se 
		levantase del piso. El lenguaje completo, sin doble conciencia, es ese 
		tercer punto de apoyo sin el cual no hay hombre. Y si bien no todo en el 
		hombre es lenguaje ni mucho menos, el lenguaje es el medio en el que 
		ser gente de un modo y no de otro respira. Cuando alguien “habla 
		distinto” ese alguien pasa, a todos los efectos, a ser distinto. 
		No alcanza con que tenga una teoría para explicarlo: esa teoría forma 
		parte de lo que él es.  | 
        
		 
		Y el lenguaje, lejos de ser objeto principal de 
		estudio, debiera volver a ser de una vez algo jugado a decir, a dar 
		posiciones y a discutir sobre ellas, sin introducción metalingüística ni 
		previaturas eternamente adolescentes. Cuando se lo usa bien, sirve para 
		crear mundo. Los derechos humanos se inventaron precisamente después de 
		que se había inventado la ficción civilizatoria, hecha toda en lenguaje, 
		de que “todos somos, ante la ley, iguales”, pero sobre todo después de 
		que se había convencido —es decir, educado a 
		través de la palabra— a generaciones en que 
		esa es una buena causa (y nunca una “ficción”) para elegir y seguir. Esa 
		sigue siendo una causa —y si usted insiste 
		en su posmodernear, una ficción— importante, 
		que cabe pensar bastante si vale o no la pena desbancar. 
		Así como en un tiempo se hizo un esfuerzo para 
		homogeneizar el habla de la comunidad, ya hace tiempo que la atmósfera 
		mental dominante estimula el movimiento en sentido contrario. La 
		comunidad, dando por sentado lo que es común como si no importase 
		defenderlo porque parece eterno e inmutable 
		—o, a gente algo desinformada, le parece un regalo de los poderosos—, se 
		lanzó hace mucho a explorar lo diverso, creyendo acaso que solo haya 
		interés en ese espacio utópico. Acaso en las sociedades que tienen una 
		homogeneidad socioeconómica más marcada y una inercia histórica más 
		larga, el movimiento pueda estirarse sin demasiado peligro de generar 
		una exclusión radical. Pero en sociedades que apenas han logrado con 
		mucho esfuerzo darse un espacio de vida en común, aquellas en que lo que 
		puede darse por sentado como sólido e indestructible es casi nada, la 
		moda de la diversidad artificialmente exacerbada y que toma esteroides 
		ideológicos incorpora el riesgo de que la exclusión del otro se 
		convierta en el centro autojustificado del juego, la regla de oro que 
		desplaza a la de unos pocos y clásicos derechos comunes a cualquiera. 
		Evidentemente, el que se queja de que el otro “habla mal” no dice nada 
		interesante o sólido en términos de ciencia o de superstición. Pero eso 
		no hace otra cosa que recordarnos que el lenguaje es algo mucho más 
		central que un “objeto científico” o un “sistema arbitrario”. De 
		arbitrario, el lenguaje no tiene un carajo, valga el giro castizo, y 
		todo lo concluido por el camino saussureano tan caro a nuestros 
		maestros, de hablar de que el signo es “inmotivado” y “arbitrario” no es 
		más que un balbuceo sin referente, resaca de un objetivismo y un 
		positivismo sin sentido. ¿O a alguien le da igual escuchar que le digan 
		“mi amor” a que le digan el equivalente en farsi? ¿Reacciona igual su 
		cuerpo a un ruido conocido que a uno por conocer, por traducir? No, 
		porque el único para quien las palabras y los ruidos de un lenguaje 
		cualquiera podrían ser arbitrarios es aquel que no tuviese ninguno, que 
		no hubiese mamado y entrado a su propio mundo en uno determinado
		—y como dice Aristóteles en un fragmento inspirado, 
		ese que no precisa vivir en comunidad (precisemos: que no precisa hablar 
		la lengua de una comunidad) solo puede ser o una fiera, o un dios. Finalmente, la impotencia de 
		diferenciación que crea la sociedad de consumo construye miríadas de 
		semisujetos que quieren ser distintos, relevantes, importantes, y un 
		puñado de sujetos que lo logran, sin quererlo o queriéndolo, da igual. 
		Porque ser diferente es cosa de destino, no de atino. Pero el ruido y el 
		afán de todo ese ejercitarse en una relevancia o diferencia inane es el 
		caldo de cultivo para una violencia de nueva fase, la violencia de quien 
		mezcla el creerse distinto porque tiene algo o porque se inventa una 
		combinación de objetos, tatuajes, piercings y referentes “sólo de 
		él”, aguijoneada por los golpes de lucidez de los que nadie esta exento 
		que revelan la nadería de todo ese afán. Puesto que el mensaje que guía 
		últimamente viene siendo un mensaje de perfumería: “sé único”, poniendo 
		eso siempre afuera, en algo que identifique y separe. ¿“Sé único” como 
		es único un signo cualquiera en relación a todos los demás de un 
		sistema? No, porque en ese caso hay un sistema que es el que da valor a 
		sus elementos. Mientras que en una sociedad que autodestruye su 
		esqueleto sistemático al abrirse a infinitas posibilidades sin límite, 
		cada opción no significa nada. El precio de la aparente libertad no es 
		que sea alto, como se suele decir: es que ya ni se puede formular, 
		porque deja de ser precio. En cambio, el hablar puede hacer el esfuerzo 
		continuo de acercar y hacer posible la sociedad. Hablar es un acto de 
		elección emocional, no algo voluntario. Se habla igual que aquellos a 
		quienes queremos —o al menos, igual que 
		aquellos a quienes queremos imitar. En eso el lenguaje es un acto de 
		humildad. Y la humildad es virtud de 
		gente, no de fieras ni dioses, que no saben de ella. Criamos fieras y 
		dioses al borronear el fondo básico de la escuela
		—integrar a los que llegan a una cultura, 
		aun con sus variantes, y no meramente “respetarlos” para que no logren 
		partir de ninguna en absoluto. Criamos fieras al dejar de hacer 
		cumplir el gesto humilde de enseñarle a todos a ser un poco parecidos a 
		los demás, para desbalancearlo todo hacia una situación en la que, en 
		todo lo relevante, somos indiferenciados, mientras que en todo lo 
		irrelevante tenemos miles de opciones para “definirnos”. Ambas especies, 
		fieras y dioses, están llenas de glamour. Todo hombre nacido de 
		madre, con su orgullito, si llega a saber de Aristóteles, quiere 
		secretamente ser un dios; y si no puede, al menos quiere ser fiera. 
		¿Cuántas fieras o dioses puede tolerar fuera o dentro de fronteras una 
		comunidad antes de disolverse? Probablemente pocas. Fieras y dioses 
		tienen la ventaja de que, si bien son adorables o temibles de lejos, de 
		cerca, con ellos no se puede hacer nada. ¿Y cuánto tiempo puede una 
		fiera o un dios vivir sin comunidad? No se sabe. La autosuficiencia es 
		algo desconocido en el mundo conocido.   |