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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          DELICIAS DE LA E-PERSONALIDAD

Killing me softly with his drone

Aldo Mazzucchelli

La última ironía en la pulverización
del sujeto es el punto en el cual el sujeto aun puede morir, pero ya no puede pelear. En el momento final (“supremo” se decía) de la pelea a muerte estaba, como lo ha sabido intuir ya hace tiempo un excesivamente citado escritor argentino en el párrafo final de El sur, el último recurso de reunir a un sujeto por otro lado disperso, alejado de sí en todas direcciones. La violencia y la pelea heroica o singular, en vías de remoción hoy del mundo, dan cuenta de los avances de la tecnología en su ciego reordenamiento del mundo representable. El avance de la virtualidad viene permitiendo que el sujeto ahora se autodestruya de formas entretenidas y creativas, aunque no exentas de problemas notables para la unidad psíquica. Un
psicólogo norteamericano, por ejemplo, publica este año un libro sobre los disturbios que devienen de la práctica de lo virtual. E-personalidad es el término de reciente acuñado. La e-personalidad es problemática. Ni te digo lo problemático que es ser víctima (inocente o no) del ataque de un drone.

Un drone es un artefacto teledirigido que puede volar (un avioncito), y puede disparar misiles y otros explosivos. Los creadores de este híbrido entre el pelotón de fusilamiento y el aeromodelismo, tienen sus argumentos. Argumentos siempre hay. Para empezar, no es un avance sustancial respecto al pelotón de fusilamiento, pues en éste el ejecutado tampoco se podía defender. Cabría observar, sin embargo, el importante detalle de que, en el pelotón de fusilamiento, el condenado a muerte, que es consciente de ello, tiene derecho a su agonía, a recoger sus hilos de experiencia en la última pelea. En cualquier caso, los argumentos fuertes son otros. Por ejemplo, el drone evita la pérdida de vidas en el propio bando, optimizando la de muertes en el bando opuesto (argumento de eficacia); tiene efecto disuasorio pues ningún lugar es ya seguro y la muerte llega sin aviso (argumento terrorista); no está clara la responsabilidad del operador (“yo no fui, fue el drone”; argumento de responsabilidad legal que saltearía la Convención de Ginebra), y es más barato (argumento de eficiencia). La verdad es que el único argumento es el de siempre, pronunciado por quien lo detenta: “nosotros” lo tenemos, lo hemos creado, por el avance de nuestra técnica, y “ellos” no. Dado que podemos, hacemos (argumento técnico).

La víctima muere ahora en un instante, sin verla venir, sin poder reunir los hilos dispersos de su atención. Se muere distraído, como en otra cosa. Plácidamente en el sueño, o teniendo sexo, o mirando una película de guerra hecha en Hollywood, acaso leyendo los subtítulos, en un refugio del desierto afgano o pakistaní. El mundo se viene abajo en medio de la mayor estabilidad, puesto que los hilos materiales que desde siempre han unido a los sujetos involucrados en una muerte violenta se van borroneando. Es una forma persuasiva, no solamente de virtualizar, burocratizar o colectivizar la identidad del ejecutor, sino de indicarle a la víctima que si no se virtualiza él también, su único destino es la aniquilación.

La guerra conducida por drones tiene para el ejecutante del ataque el mismo riesgo que el que tiene alguien volando en un simulador de vuelo en la computadora de su casa. El riesgo de la guerra se va volviendo e-riesgo, es decir, un riesgo virtual, que no toca el cuerpo. El drone es una extensión del cuerpo que tiene sus bemoles morales como cualquier otra extensión (un arma, igual que un medio de comunicación, es una extensión del cuerpo, su poder, su voluntad, y su destreza, por definición). Pero de la moral se encarga el imaginario, y si algún soldado no la lleva bien y no se reconcilia con el discurso que el Estado le provee como coartada, simplemente pasa a tener un “problema psicológico”, una “secuela del combate”. El contrito puede estar tranquilo: el Estado se encarga también de darle asistencia y dinero si se presenta tal problema psicológico. Ya se sabe que el sistema, una vez que la técnica impersonal se ha hecho cargo de todos sus significados, es esférico. 

Como en un video game, el aparato se puede dirigir con un joystick y una pantalla. Suavemente se da ahora la muerte, como quien acierta en un juego apretando un botón.

Una muerte propia como garante del alma

“El Hombre puede despedirse de su subjetividad, entendida como mortalidad del alma, y reconocer que el yo es más bien un haz de ‘muchas almas mortales’ precisamente porque la existencia, en la sociedad técnica avanzada, no se caracteriza ya por el peligro continuo ni por la consiguiente violencia”, señalaba hace no mucho Gianni Vattimo (El fin de la modernidad, 1998: 41) ¿Desaparición del peligro continuo y de su violencia, entonces? Yo no estaría tan seguro. Pero sin duda que la violencia se despersonaliza al hacerse más perfecta, más general. Te matan suavemente, y encima “no es nada personal”.



Si esto es así, la resistencia será intentar morirse uno; no nadie, o muchos (que es lo mismo). De aquí, acaso, el aparente atractivo contemporáneo de la violencia, especialmente para algunos “yoes” de culturas monoteístas donde la fe significa aun algo sustancial, y el yo algo duro, atado a la propia responsabilidad (zonas fundamentalistas en Israel, mundo islámico, y aun EE.UU. y Europa). La violencia sería así lo único que va quedando que puede devolver al yo su momento intenso de unidad. En el momento violento, es decir peligroso, en el que el propio yo se puede destruir, al menos ese yo parece recuperar cierta completa y final unidad de sí. Esa unidad no está, no puede estar, hecha de palabras. Porque las palabras son de otros, lo único propio que va quedando es el cuerpo, y siempre que no se lo dé a la representación. El único derecho que va dejando, la técnica y la comunicación contemporánea al yo, es morirse él mismo. El atentado suicida sería en ese sentido algo así como un momento antitético de la dispersión del yo en la inopia de los múltiples seudónimos y e-identidades virtuales (y drones). En un caso el cuerpo (que anuda, único y parvo, cierta unidad del yo) está involucrado 100%; en el otro, poco y nada. Los drones inauguran una cultura de violencia sin riesgo ninguno para la identidad, sin contacto pues con el yo que se representa. Se mata sin tener que ser responsable personalmente (con el propio cuerpo), y se arriesga morir sin siquiera estar uno presente en la propia muerte. El drone escamotea lo último que al viejo sujeto le quedaba.

Bye, bye neighbour

Hecha la ley, sin embargo, hecha la trampa, pues la tecnología tiene una lógica ciega que va llenando todos los espacios. Así, el tema fundamental del drone es la exclusividad (como antes, en los tiempos del sujeto sin prefijo “e”, lo fundamental era la originalidad). O al menos, que se mantenga controlado, y en pocas manos —hoy hay 13 países que los poseen, y cuatro que están cerca. Tal es la condición necesaria para la existencia del drone. Generalizada su distribución, todo el mundo estaría a merced de uno solo, de cualquiera. Si eso pasase, podría ser el final de todas las guerras (argumento de optimismo), y pasaríamos a un mundo definitivamente virtual donde la violencia física se reduciría al mínimo —pero solo después de haberse expandido al máximo.

No es difícil imaginar ese momento penúltimo, la capilarización de la e-violence, mini-drones de uso personal, que en el mercado negro se volverían disponibles y baratos, para hacerse cargo de una disputa menor con un vecino del barrio sin dejar rastros ni involucrarse personalmente casi para nada. Quizá el giro final en esto es que las disputas con los vecinos no serían tampoco físicas ya, porque la e-transformación del sujeto haría que el concepto de “vecino de la puerta de al lado” no tuviese la menor relevancia. En realidad, esto último ya sucede.

 

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