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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          ENTRE ARISTÓTELES Y EL PRESUPUESTO

Educación, tiempo libre y entretenimiento

Aldo Mazzucchelli

La educación en el Uruguay ha
pasado por diferentes etapas. Las ha ido cumpliendo, y el cumplimiento de ellas le ha puesto por delante desafíos nuevos, al ir transformándose la sociedad gracias, en buena medida, a los mismos logros educativos que ha ido siendo capaz de conseguir. Estos logros están todos inscriptos en la tensión entre las tres formas fundamentales de educación moderna. Éstas son la educación técnica y artesanal, por un lado; la educación profesional por otro; finalmente, la educación desinteresada, lo que en inglés se llama “liberal education” y que no tiene una traducción simple al español —por eso sugeriría hablar de “desinterés”. Las tres son formas modernas (es decir, capitalistas y para el capitalismo, basadas en la imprenta y la cultura escrita, y basadas en la noción de ciudadano como individuo libre). Dejemos de lado los que creo hace tiempo los dos componentes principales del problema educativo: la cultura escrita, y el modelo de individuo. Queden para otra ocasión; y hablemos solo del problema del tiempo.

Aquellos tres hilos educativos se han deshilachado en Uruguay en un trenzado complejo, tanto institucionalmente como en términos de su sentido. Las palabras que se emplean aquí pueden causar malentendidos, pues en nuestra tradición educativa se las entiende de modo algo diferente, por lo que corresponde definir los términos. La educación artesanal y técnica engloba dos cosas en sí diferentes, pero que nuestra educación general ha confundido. Se trata de la formación de operarios y obreros calificados, en el caso de la educación estrictamente técnica, por un lado. Por el otro lado, se trata de la formación de lo que podría llamarse “artistas prácticos”: gente capaz de, en un dominio material y técnico (o tecnológico) cualquiera, de ser creativo, tener iniciativa, y definir hasta cierto punto el rumbo de la materia que transforma. Pedro Figari puso claro todo esto, para el Uruguay, hace más de 100 años.

Por educación profesional se entiende aquí a la educación organizada en profesiones: Derecho, Ingeniería, Arquitectura, Medicina, Economía en su doble veta de Economista y Contador, Agronomía, Veterinaria, Odontología, etc. También es, como tradicionalmente se la ha llamado aquí, educación profesional a la educación para otras profesiones que, sin una razón clara, se ha considerado de menor rango (“Instalaciones sanitarias”, “Mecánica automotriz”, “Panadería y repostería”, “Composición y armado en pantalla”, etc.) Esta tendencia a la profesionalización es la tendencia más fuerte dentro de una sociedad moderna y capitalista, como es natural. A la vez que la educación profesional provee al sujeto con saberes supuestamente aplicables en su ejercicio posterior, lo fundamental de su organización es garantir la legitimidad del ejercicio de determinada profesión. Cumplen una función legitimadora e integradora de los sujetos a sistemas de sentido que no siempre tienen como centro la evaluación de la calidad ni de la especificidad de la práctica profesional. Se puede uno “formar como” arquitecto o como odontólogo, obtener el título, y fracasar completamente en el desempeño siquiera mínimo de las funciones profesionales. Pese a ello, si soy un arquitecto titulado, puedo por ese mero hecho aspirar a un aumento salarial significativo en mi empleo público o privado. Esto último es importante en un sistema social como el uruguayo y hay que tenerlo en cuenta en su verdadera dimensión. Ni la educación técnica ni la profesional tienen, en principio, nada que ver con educar para un uso libre del propio tiempo.

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Queda por considerar la suerte de la educación llamada desinteresada. La formación en lo que en su momento se entendió como “artes liberales”, es decir, como el uso más digno que un hombre libre podía hacer de su tiempo libre, quedó, en todo el esquema decimonónico de raíz positivista y modernizadora, relegado a ser una suerte de decoración cultural de la vida “positiva”, encarnada por la asunción, por parte del ciudadano, de un acuerdo implícito con el Estado y (supuestamente, a través de éste) con su sociedad. Formarse para ser “útil” pasó a ser, desde aquel momento, sinónimo de no dedicarse a la formación pura del sujeto como tal (de todas sus capacidades, libremente, tratando de encontrar su máximo de la forma peculiar e individual de la que cada sujeto sería capaz: el enfoque que en Alemania se conectó con el término Bildung) sino una formación que lo encadene a cumplir un rol dentro del esquema productivo capitalista. La contrapartida de esta dura imposición, siempre disfrazada bajo la forma del “bien” y la “utilidad”, fue una oferta de entretenimiento (que incluía, bajo esa forma, el poner a disposición bienes culturales a través de teatro, literatura, museos, exposiciones, parques y espacios de recreación, y más tarde el cine y luego los medios masivos de comunicación).[1] Este contrato implícito acerca de cómo usar el propio tiempo libre está en la esencia de la explotación que la sociedad capitalista somete al sujeto que se organiza según sus normas. Se puede sin embargo pelear dentro de esta sociedad por mejorar el uso individual del tiempo. El tiempo es precisamente la clave de todo esto. El tiempo solo tiene valor (es decir, se pierde radicalmente, pues cuanto más pobre es uno, menos tiempo tiene) una vez que se lo pone en una ecuación que incluye, del otro lado, producción de bienes con plusvalía, etc.

Así es que en todo el proceso que dio lugar al gran esquema institucional de nuestra educación pública hay un hilo conductor que es el que separa (y opone, no solo institucional sino ideológicamente) la educación artesanal y técnica (la ex “UTU”) a la educación como preparación para una educación en profesiones (el Liceo-Preparatorios). La educación desinteresada queda, en un tercer espacio, algo inserta en ambas, pero siempre mal subordinada y opuesta, falsamente, tanto a la educación técnica como a la educación en profesiones y ciencias aplicadas. O como “elitismo” para la ideología técnica, o como superfluidad y adorno para la ideología profesionalista. Entrambas obturan la comprensión del poder democratizador de la enseñanza desinteresada, que es enseñanza para la individualidad libre —es decir, la que sabe qué hacer con su tiempo. La educación con más potencial democratizador, porque es la que tiene más potencial liberador, es la educación desinteresada. Por supuesto las profesiones, cuando se aprenden bien, tienen un excedente de tiempo especulativo y creativo (la creatividad del arquitecto, del abogado, etc.). Pero aun esa creatividad es sistematizada, bastante a la corta, por el orden de las profesiones en régimen investigativo según los parámetros del mercado académico, imbricado con el mercado a secas. El investigador debe lidiar con sus papers, sus pedidos de fondos, y su supuesta libertad investigativa queda seriamente comprometida.

Así, la educación desinteresada y la educación que se ha llamado aquí, con Figari, artesanal son las únicas que por pedigree son ajenas al ordenamiento cuantitativo del tiempo humano. El “tiempo” no es un abstracto ni un universal medible en relojes: es una función de los aparatos perceptivos de cada especie, y de sus culturas y estares en el mundo. El tiempo de una garrapata no es conmensurable con el tiempo humano salvo según el artificio humano del reloj, como lo ha mostrado hace muchas décadas Von Uexküll. Una noción de tiempo maquinal y relojero, el único que, al ser número, puede convertirse en dinero, es la que orienta los modos educativos del capitalismo.

Ahora bien. Según esta perspectiva, ¿qué podría ser el tiempo? Podría ser, entre otras cosas, el modo como le llamamos a la diferencia que se percibe en la autopercepción de nuestras elecciones, sean estas libres o no. Es decir, en el tiempo hay tanto un factor cuantitativo (dependiente exclusivamente de una capacidad neuronal de la especie y del individuo para diferenciar entre percepciones distintas) como cualitativo (esa capacidad perceptual de diferenciar está informada por mis diferencias internas; por ejemplo, si soy más culto —tengo más distinciones incorporadas— y más observador, mi tiempo es de un modo; si soy más rutinario y menos observador, mi tiempo es otro). Su traducción a número es uno de los fenómenos esenciales de la modernidad, y quizá el que con más hondura la rige. La entrega del sujeto a esta conversión del tiempo en número está en la base del problema de la educación desinteresada, naturalmente.

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Si me educo para entenderme, y gano tiempo, seré más proclive a no entregarme a los ritos y ceremoniales de la conversión de la libertad en consumo y plusvalía, esencia del capitalismo. ¿Me tengo que morir de hambre si me educo así? De ninguna manera. Puedo todavía vender una parte de mi tiempo, puesto que he aprendido a darle valor a eso y al resto. Pero si ese capitalismo se apropia además no solo del borrado de las nociones más elementales de solidaridad y decencia (de modo que puedo llegar a interpretar un prójimo mendigo que come de la basura frente a mí como un subproducto de alguna ecuación económica y de su propia “falta de iniciativa”), sino también del escamoteo de mi noción de autovalor (puesto que soy mi tiempo, y este no vale nada, dado que he aceptado que es un mero número, y lo entrego a cambio de dinero que me alcanza apenas para poder seguir vendiendo mi tiempo), entonces la educación desinteresada es, como ya lo supieron bien los griegos, la clave de convertirse en un ser humano libre, aun dentro de un régimen social imperfecto u opresivo.

Cualquiera que haya vivido bajo una dictadura sabe esto en los huesos. El problema es siempre el mismo, y es en buena medida de solución individual —algo que es tabú para la ideología sindicalizada. Si elijo cruzar o no la calle, esto insume un tiempo. Quizá mínimo. Si esta elección ha sido predeterminada por mi necesidad de llegar a tiempo a un trabajo cualquiera que desempeño no libremente, sino porque no tengo más remedio, esto implica que ese cruzar la calle no ha sido mi elección: tiempo mío del que no he dispuesto. Lo he perdido. ¿Cuánto tiempo mío tengo en, digamos, un día de 24 horas? Depende de cómo haga consciente mi libertad de elegir. Esto, a su vez, depende de cuánto conozca de ella. Solo aprendiendo a hacer uso del tiempo libre es que alguien se convierte en persona, y que se vuelve capaz de tomar decisiones respecto de sí. Es decir, respecto de la trama de su tiempo.

En la Política, Aristóteles plantea así el problema. Lo hace al discutir si la música debe o no ser materia de enseñanza del ciudadano libre:

Actualmente, en efecto, la mayoría la cultiva por placer [a la música], pero los que en un principio la incluyeron en la educación lo hicieron, como muchas veces se ha dicho, porque la misma naturaleza busca no solo el trabajar correctamente, sino también el poder servirse noblemente del ocio, ya que, por repetirlo una vez más, éste es el principio de todas las cosas. En efecto, si ambos son necesarios, pero el ocio es preferible al trabajo, y su fin, hemos de investigar a qué debemos dedicar nuestro ocio. No, ciertamente, a entretenernos, porque entonces el entretenimiento sería necesariamente para nosotros el fin de la vida.

Ahí tenés la vigencia de las humanidades: el entretenimiento no puede ser, como bien sabía Aristóteles aunque ya no se lo lea, el fin de la vida, ni siquiera en la actual “sociedad del entretenimiento”. Sin embargo, la actual sociedad del entretenimiento persuade de mil formas a que no pensemos qué hacer con nuestro tiempo libre, sino meramente que elijamos entre las opciones de consumir nuestro tiempo libre a disposición.

Pensar por qué el entretenimiento ha logrado convertirse, de hecho, en el fin de la vida, y en cómo educar contra ello, es una de las cuestiones centrales para quien quiera pensar en la educación del pueblo. Los padres no tienen casi tiempo para educar a sus hijos, ni respeto por la educación, porque les quita tiempo para entretenerse. El Estado empieza a legitimar la educación como parte de su sistema de guarderías. Una guardería es el lugar en el cual se deposita un niño que me estorba según el uso que he definido para mi tiempo. Mi tiempo debo emplearlo en trabajar y entretenerme. El entretenimiento ha sido adoptado con pasión por el pueblo y por el gerente, por el estanciero y por sus peones, que lo viven en sus ceibalitas, donadas por el Estado. Los pedagogos nueva era nos juran que el niño debe entretenerse. Que jugar es aprender. Que los contenidos no interesan, que todo da igual. Claro, pues la esencia del entretenimiento es estimular el sistema nervioso, a través de un bombardeo inteligente de percepciones, de modo que el funcionamiento cerebral se mantenga desenfocado de cualquier conexión con la contingencia presente del sujeto que se entretiene. La esencia del entretenimiento es la simulación irrelevante, que se diría lo contrario a la mimesis aristotélica bien entendida, la que es simulación relevante, y mecanismo fundamental de toda creación genuina y toda ficción espiritualmente productiva. El mensaje “vivir es entretenerse hasta morir” permea las ideologías de la educación en el tiempo del entretenimiento, haciendo al viejo esquema tripartito (artesanal y técnica, profesional, desinteresada), ya borroneado hasta la náusea en el Uruguay, una cáscara rutinaria inextricable e incomprensible. Si eso es la educación, la gente elige entretenerse.

Es lógico que los gremios pidan casi exclusivamente por presupuesto, dado que el resto del esquema no resulta ya comprensible ni comunicable. El resultado es un cínico desánimo: cobremos más, y hagamos “lo que podamos”. Cada vez hay más razones para resentirse cuando uno se sabe miembro de una maquinaria demencial que no hace lo que proclama, que no proclama lo que hace, y que no sabe hacer otra cosa que preparar mal a la mayoría para el ritual profesional, que para muchos será la continuación del desánimo bajo formas más aparatosas y graves.

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La educación desinteresada es la educación que busca la verdad de algo, sin preocuparse en si podrá o no cobrar por ello luego: es el duradero programa de la filosofía y la ciencia bien entendidas, el programa de “me doy cuenta de que aun no sé suficiente”, contrario a la también perdurable actitud sofista (y tecnológica) de “yo sé, y te doy un saber que comprobadamente te sirve para algo”.  En el Uruguay moderno esta educación desinteresada existió para la elite en algunas formas al principio, se integró luego como parte de los programas de los liceos creados por Batlle en 1912 en asignaturas que se prestan a la enseñanza desinteresada, entre ellas matemáticas, geometría, filosofía, literatura e historia. Y finalmente se concretó a nivel superior en la Facultad de Humanidades y Ciencias según la entendía Vaz Ferreira. En todos esos lugares quedó como el jamón del sándwich, en una posición marginalizada. Quizá ese sea su destino moderno en todas partes, pero que algo esté mal en muchas partes no alcanza para justificarlo.

El Uruguay, un país educado así masivamente en una forma light generalista, con escaso o nulo componente de educación práctica artesanal, y un componente final dominante en el formateo masivo en lo profesional, es un país secretamente amante del ocio. Su sombra, que busca afanosamente a cada intersticio, es ociosa, mientras que su apariencia externa es el trabajo en roles altamente ceremoniales, y a veces incluso carentes casi por completo de sentido y finalidad. He ahí la ritualidad aparatosa de la función pública, que ocupa un porcentaje elevadísimo del total del “trabajo” nacional, pero que precisamente por su improductividad y su escasa controlabilidad es el pasaporte uruguayo por excelencia a un rescate, aunque sea parcial, de la propia libertad.

En el contexto de uso del tiempo descrito, ¿cómo podría funcionar una educación pensada para formar individuos más libres y conscientes en el uso de su tiempo, más resistentes al mero entretenimiento? El problema no es el neoliberalismo; el problema es el nadar en la sopa global y hacerse la ilusión de que uno no lo está haciendo. El capitalismo ha hecho, hasta ahora, más y menos por la libertad que ningún otro régimen. No interesa aquí la imposible evaluación de esa paradoja. Lo que es posible, y acaso importe, es darse cuenta de que la libertad existió antes del capitalismo, y es superior a éste. El capitalismo parece, a lo sumo, la forma, imperfecta a veces, horrible otras (como en China), pero históricamente contingente, en la que podríamos aprender por ahora a usar nuestra libertad, y proponernos educar a otros para que aprendan a usar la de ellos.

 

Nota:

[1]La idea de que la enseñanza general del ciudadano burgués incluyese también materias como letras, filosofía, arte o historia, antes patrimonio casi exclusivo de la aristocracia, fue, también, parte de ese “contrato” en que el Estado le ofrecía al ciudadano algo para su formación, a cambio de lo que le pedía en trabajo y disciplina. Sin embargo, por su potencial disruptivo respecto de las normas, esta educación desinteresada ofrecida por el mismo Estado funciona a veces como caballo de Troya del sistema, y fue problemática desde su mismo inicio.

 

 

 

 

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