H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


/ / / / / /
          
          TANGO QUE ME HICISTE MAL

Esperando la coca-cola de género

Aldo Mazzucchelli

En una traducción extrañamente sintética de varios evangelios—“apócrifos” y canónicos—leo: “Un ciego guía a otro ciego a un pozo”. La felicidad de la traducción debe estar en su síntesis, en el filo que su laconismo da al significado. Algunos aspectos notorios del país contemporáneo quedan perfectamente expresados en la frase. En especial, la incrementada importancia que viene tomando, en el imaginario público, la promoción incesante de la corrección política.

En el momento que una senadora valiente como Constanza Moreira defiende a una mujer golpeada, estoy de su lado. En el momento en que piensa que para promover una “política de género” debe atacar al tango, estoy en sus antípodas. ¿Qué le ha pasado a la senadora? Creo que, en el toma y daca de una supuesta efectividad política de curso, ha preferido tirar el niño con el agua del baño. Se ha dejado ganar por una simplicidad inaceptable. Lo dicho estrictamente por Moreira, su letra fría, es fácilmente compartible. Dijo: "Esto está asociado al tango, que no ha ofrecido una imagen de mujer autónoma y de avanzada, sino que tiene un claro componente machista y paternalista en sus letras, pero queremos otro tango". Muy cierto lo del componente machista y paternalista. Pero en el contexto, el poder perlocutivo de esos dichos resulta otra cosa. Con o sin el deseo de la senadora, funciona como un ataque a toda la cultura tradicional del tango. Y su terminación obra como una pretensión—algo megalómana, digamos la verdad—de “reemplazo” que es irrisoria. Ningún dirigente político tiene jurisdicción respecto a una expresión cultural, y menos que menos a una tan crecidita ya como el tango rioplatense. 

***

Es que es perfectamente posible rechazar el machismo del tango de guardia vieja, y admirar el tango de guardia vieja, a la vez. ¿Cómo se hace? Basta ser educado —como lo es Moreira— y saber leer críticamente, entendiendo las condiciones de producción de una pieza cultural. De modo que lo grave no es el ataque al tango —porque el tango sabrá defenderse solo— sino el oportunismo de la política ideológica en que vivimos, que hace que aun los más educados sean incapaces de resistir a la tentación de disparatear.

¿De dónde sale esta hermenéutica mendicante, que amaga creer que porque escucho un tango machista estoy de acuerdo con el machismo, o que —lo dijo una señora feminista hace poco— sospecha que ir a ver Fifty Shades of Grey sea aceptar la violencia de género bajo forma sadomaso? Es una forma de pensar curiosa, que cree que porque escucho una canción, estoy de acuerdo con su letra; o que implica que voy al cine para estar de acuerdo con la película. La capacidad humana de interpretar es mucho más que lo que hacen de ella los actuales defensores de los derechos. En lugar de reducir a la gente a tontos a los que uno tiene que “empoderar” dándoles línea simplota, porque ellos solos, pobres, no pueden, lo que habría que hacer es lo que estamos siendo incapaces de hacer como sociedad (por la misma razón, obviamente): educar. O sea, lo contrario de empoderar. Lo contrario de lo que creen quienes se empeñan en difundir consignas concretas para guiar la moral. Educar no se parece mucho a decirle a una persona qué valores son los correctos. Se parece más a dar ejemplo, por un lado (que es hacer mucho y hablar poco), y por otro a entrenar en la práctica del pensamiento crítico para que cada quien determine, construya y finalmente re-encuentre su ética por sí mismo. Pensamiento crítico no es leer a Marx, Adorno y Horkheimer, sino leer a muchos otros, incluyendo muy especialmente aquellos con los que a priori no se está de acuerdo, para adquirir la complejidad necesaria como para apropiarse de uno mismo y hacerse una idea propia de lo que uno es y debe ser, en cada oportunidad que se presente. Así, para tener valores no puede haber, justamente, fórmulas.

Sin embargo se insiste —cuando se trata de educación, los políticos son verdaderamente incansables— con la cantilena de que hay que “educar en valores”, de modo que el asunto es malentendido. Y es malentendido porque, como humanidad global, nos vamos volviendo gentuza instrumental. A partir de eso, un “valor” (que debe ser una vigilancia y una actitud, abstracta, que discrimina lo correcto caso a caso) se convierte insensiblemente en un objeto, en un producto. Lo mismo da un valor que un perfume o un coche. Ya estamos viendo cómo los genios de nuestra política han sacado las conclusiones correctas de su equivocada premisa: puesto que hay que “educar en valores”, ¿por qué no hacemos una lista de valores y le decimos a los profesores que se la pasen a sus estudiantes? Esa estupidez tiene que ser inmediatamente seguida por otra de más alcance y costo, que es pedirle a los publicitarios que hagan campañas públicas de “educación en valores”. El corolario es el mismo siempre: en lugar de enseñar a leer e interpretar con cierta fineza, de modo que un ciudadano pueda ir, si le da la gana, a ver una película nazi o escuchar el tango De puro guapo sin volverse nazi o golpeador por ello, lo que hacemos es decirle a un ciudadano qué película debiera gustarle (paso inmediatamente previo a que aparezca un jerarca más literal intentando determinar cuál debiera exhibirse), y que el tango es feo y malo porque es machista, no lo escuches que te contagiás (paso inmediatamente previo a sacarlo de todo apoyo oficial, exilarlo de los registros y discotecas públicas, y ponerle, como al tabaco, un impuesto desmesurado a las milongas que vayan quedando).

***

El tipo de sujeto que esta malísima política ideológica global (perfectamente interpretada por una parte de nuestra izquierda y nuestra derecha locales, que en eso son lo mismo) de la “agenda de derechos”, esa política de corto plazo que busca el rédito de afirmar en público lo obvio (que aparentemente soluciona con el pico lo que no se soluciona realmente con la educación seria y de largo plazo, esta nueva frivolidad, es perfectamente funcional al consumismo global. Y lo es de modo evidente. El tipo de ciudadano que genera es uno que ya ha entendido que no tiene por qué preocuparse por saber realmente mucho de nada, puesto que el mercado le ofrece un sinfín de soluciones más fáciles. Se insiste con una tendencia global perfectamente clara: el ciudadano debe seguir una utopía de libertad individualista y ridícula, libertad que ha eliminado la noción de límite que le es inherente. Uno debiera, según esto, rechazar lo más que se pueda toda forma de disciplina de largo estudio salvo que éste tenga un rédito económico indiscutible y sonante (por eso, la Bildung es una antigualla incomprensible), y creer cada vez más en la omnipotencia instantánea y como revelada en el nacimiento, de su ego. “Yo soy el que soy, tengo derecho a todo y nadie puede limitarme ni imponerme nada”, parece gritar el sujeto contemporáneo, al tiempo que su rol social, su “persona”, se reduce a una función instrumental realizada de 9 a 5, y el resto, su “verdadero yo”, es su supuesta “genialidad creativa individual”. A menudo da la impresión de que nos hemos instalado en un mundo en el que, discursivamente, todo el mundo se cree y se presenta como genio en algo. Sólo que esta genialidad personal es cada vez más vacía, exactamente idéntica a la de todos los demás, sin ninguna originalidad, sin ninguna sustancia, sin ningún pathos, y sin ningún error.

¿Cómo es que estamos llegando a esta situación? ¿Cómo puede ser que la bien intencionada política de la “agenda de derechos” esté convergiendo con lo más sombrío del consumismo global y contribuyendo a la instrumentalización de los sujetos, a su íntima colectivización, a su desaparición completa en tanto agentes críticos e individuales? Pues porque la agenda de derechos trabaja, día y noche, para suplantar el pensamiento y la intencionalidad individuales por un repertorio de creencias y dispositivos ready-made que solucionan (supuestamente) los conflictos sociales. Crea dispositivos de lenguaje cerrado que están obturando la posibilidad de pensar caso a caso, en lugar de incrementarla. Empobrecen el mundo al tiempo que lo aceitan para que funcione en piloto automático apoyando el poder de quienes se han apropiado de la emisión de las consignas. 



Es un mundo teóricamente feliz, aquel en el que si alguien dice algo que, en la agenda de derechos, es punible por ejemplo como “ofensa de género”, la maquinaria de la “justicia” se pone en marcha para, con prescindencia de toda intencionalidad subjetiva por parte de los involucrados, juzgar y condenar al ciudadano transgresor en y por su lenguaje. Así, ser persona no es más saber pensar y tomar decisiones éticas en el intersticio entre mi yo y su máscara, sino saber asentir y repetir lo que se supone que es ser persona. El humor, la transgresión, el desafío, pierden legitimidad y terreno y se convierten en parte del mal. El mundo que viene es un mundo discursivamente serio, mortalmente anti-irónico, en el que la felicidad del tango viejo no tiene lugar.

***

Giorgio Agamben tiene algunos ensayos incluidos en Nudità (2009) que vale la pena recordar a propósito de estas cosas. Uno de ellos, muy breve, se llama “Sobre lo que podemos no hacer”. Así como podemos hacer algo, tenemos —dice el filósofo— capacidad de no hacer ese algo. “El hombre es animal que puede su propia impotencia”. Sin embargo, “el poder que se define irónicamente como democrático [...] separa a los hombres  no sólo y no tanto de lo que pueden hacer sino sobre todo y mayormente de lo que pueden no hacer”. El resultado es un desenfreno del ego que cree que puede representar por igual y sin pérdida todos los papeles. “De aquí la confusión definitiva, en nuestro tiempo, de los oficios y las vocaciones, de las identidades profesionales y los roles sociales, todos ellos personificados por un figurante cuya arrogancia es inversamente proporcional a la provisionalidad e incertidumbre de su actuación. La idea de que cada uno pueda ser o hacer indistintamente cualquier cosa, la sospecha de que no sólo el médico que me examina podría ser mañana un videasta, sino que incluso el verdugo que me mata ya sea, en realidad, como en El proceso de Kafka, un cantante, no son sino el reflejo de la conciencia de que todos simplemente están plegándose a esa flexibilidad que hoy es la primera cualidad que el mercado exige de cada uno”.

Esta capacidad camaleónica para reducir la supuesta libertad individual a una ciega capacidad de ser lo que se me antoje no es misteriosa: se logra anulando el respeto a cualquier legitimidad y especificidad del saber, proclamando todos los derechos, y eliminando todas las responsabilidades, pues esto es lo que quiere el dios mercado. ¿No es así como nuestros inventores y defensores de toda clase de “derechos” consiguen funcionar tan eficazmente? Funcionan bien, hegemonizan la ideología y las mentes, porque armonizan con el dios que rige nuestras sociedades, en tanto este precisa contenidos para el yo que no sean inarmónicos con el consumo indiscriminado. Así, cualquier forma de obturarle al yo el “cuidado de sí” de que hablaba Foucault será bienvenido. Todo, incluso la política de género mejor intencionada, deberá bastardearse a frases publicitarias, consejos breves, golpes de efecto y monserga oficialista que arriesga peligrosamente parecerse a un carnaval de viejas moralinas reaccionarias, sólo que ahora autoproclamadas de izquierda.

En otro ensayo de la misma colección Agamben hace una breve arqueología del concepto occidental de “persona”. La clave del ser persona es una cierta limitación. Soy “algo” porque los demás me reconocen en ese rol, que tiene sus códigos y sus bordes. Pero el reconocimiento de los otros tiene ciertos límites naturales, en la medida que un cambio incesante de roles vacía el contenido de cada uno de ellos. La trayectoria histórica del sujeto moderno es una flecha que va, desde el Renacimiento al menos, en el sentido de mayor autonomía y menos sujeciones a los roles que la sociedad pueda ofrecer. El resultado natural es, a esta altura: una flexibilidad ridícula en los roles que cada uno cree que puede ocupar, con la consiguiente insignificancia de cada uno de ellos, y una secreta satisfacción—que es más bien sorda angustia y vacío—por la ilimitada libertad para distraerse, consumir, y desaparecer sin dejar rastros. Es lógico que no haya más ética. Antes cuando alguien fracasaba en su rol social, a veces incluso se suicidaba: consideraba que debía identificar su ser con su función en la comunidad, y que sin posibilidades de desempeñarla más con honor, su persona (incluyendo su rostro y su cuerpo) no merecía existir más.

En un tiempo en el cual los paniaguados del poder no ya se suicidan, sino que ni siquiera renuncian, ni mucho menos se disculpan en cámaras por sus evidentes desfalcos, errores y corruptelas, hasta aquella suerte de suicidio ritual empieza a caernos simpático. Por lo menos revelaba una cierta voluntad de los sujetos a no ser tan frívolamente serviciales a todo lo que más o menos voluntariamente han aceptado ser incapaces de criticar.

Pero la mano viene mal. Si me gusta el tango, eso también debo entregarlo, porque ha pasado a ser políticamente incorrecto. Con la sanata simplificada y autoritaria de un puñado de “derechos” se tiene suficiente en la parte “crítica” de la cabeza para vivir una vida como la que se puede vivir ahora, ser interactivo, reír y llorar todos por las mismas cosas, y sobre todo seguir consiguiendo crédito y comprando basura. Se trata de seguir pulverizando a la persona, para garantizar la flexibilidad del consumidor global—eso sí, ahora muy “empoderado” y todo igualito en lo que considera “bueno” y “malo” .La coca cola ya se dio cuenta y hace un tiempito que disfrutamos en el mercado de una especie de coca cola ecologista, etiqueta verde, y “natural”. Al final, es tan fácil vender una coca cola poniendo mujeres objeto, como venderla poniendo feministas objeto. Ya veremos la coca cola de género anunciada en nuestras pantallas. Es solo cuestión de tiempo.
 


 

 


 

 

 

 

© 2015 H enciclopedia - www.henciclopedia.org.uy

Google


web

H enciclopedia