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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          IDA Y VUELTA DEL ΣῆΜΑ [SÊMA]

Humanidades y necromántica

Aldo Mazzucchelli

Me gustaría sugerir que la profesión de las letras tiene que ver con dos deseos diferentes. Uno es el deseo de aprender a leer y escribir con el mayor grado de capacidad y sutileza de que uno sea capaz. Porque sí, porque somos gente y la gente en nuestra cultura, entre otras cosas, escribe. Pero creo que esto es dependiente de un deseo más básico, el deseo de comunicarse con los muertos. Las humanidades se podrían ver entonces como la profesión que institucionaliza, en la modernidad tardía (S XIX), la νέκυια (nekya), el ritual de invocar a los muertos. O, de otro modo, hace factible institucionalmente cierto intenso deseo de “viajar hacia abajo”, de hacer la experiencia de Odisea, XI, de ir a donde los muertos yacen, y de escucharlos. Y ¿para qué escucha uno a los muertos? Por supuesto, para intentar ser mejor, para tratar de mejorar el mundo y pasarlo lo mejor posible a los que vendrán, para quienes seremos, también, muertos que hablan. O mejor dicho, que escriben. Es decir que la dimensión de futuro, de progreso y cambio ligada con la educación —que sirve tanto para pasar las costumbres vigentes como para que estas sean transformadas y aun revolucionadas continuamente— está vinculada genéticamente al deseo de hablar con los difuntos. Si esto fuese así, las “humanidades”, y puesto que atienden al bien de los que vendrán, no solo no pueden ser una forma egoísta y rebuscada del hedonismo estético, ni excluyen el bien común(1), sino que trabajan para él —a menudo bajo la conocida forma de servir a quien quiera mejorarse a sí mismo.


"Odisea: XI, por Johannes Stradanus".

Los di-funtos son los que ya no performean, los paroxísticamente disfuncionales, los que no fungen de nada, los privados de habla y gestos. Pero que no funjan de vivos no significa que no vivan: han tenido, durante milenios, la escritura como medio de comunicación —dejo aparte sueño y telepatía, rituales de necromancia e invocación. Al establecer y cuidar la comunicación con los muertos, las humanidades tienen una relación genética con lo escrito, la que sin embargo no parece nada arcaica, sino muy actual —y aun tendida hacia el futuro. Invoco una opinión admirable: “Cualquiera sea el abismo que separa sus regímenes, naturaleza y cultura tienen al menos esto en común: ambos empujan a los vivos a servir el interés de los que aun no han nacido. Sin embargo, ambas difieren en un aspecto decisivo: la cultura se perpetúa a sí misma a través del poder de los muertos, mientras que la naturaleza, hasta donde sabemos, no emplea ese recurso excepto en un sentido estrictamente orgánico”.

La cita es de Robert Harrison, y es el comienzo de —para mí— uno de los libros de más recompensadora lectura entre todos los que se haya escrito, pese a que es muy nuevo. Se llama The Dominion of the Dead. Ese párrafo de apertura marca una diferencia que puede explorarse desde muchos ángulos. El de la teoría de sistemas sociales al estilo Niklas Luhmann, por ejemplo, mostraría que, para los vivos, los muertos no son parte del entorno sino del sistema mismo. Lo anterior significa, al menos, que no podemos integrar los muertos completamente, puesto que son la parte de nosotros que siempre es, al mismo tiempo, más que nosotros, y que además obra a través de nosotros. La parte que no conocemos, pero que siempre intentamos conocer, y no por capricho, sino porque es el sustrato húmico (de humus) del que crecemos. Crecemos de ahí, y la palabra que se nos da al nacer tiene una condición que es anterior a todas las demás condiciones: “Aun si tenemos fe en que en el comienzo fue el logos (Juan: 1:1), nadie sabe realmente lo que la palabra logos quería decir al comienzo, pues para el tiempo en que nuestras palabras comienzan a significar algo, ya tienen un pasado, ya nos alcanzan a través de quienes nos han criado. Con independencia de nuestro dialecto, hablamos con las palabras de los muertos”. Harrison, también.

La idea de que los muertos son parte del sistema no solo “cultural”, sino individual de cada uno, explica la particularmente ambigua necesidad de apartar el cadáver pero, al mismo tiempo, hacerlo de un modo intensamente cultural, ritual y complicado: incluso el momento de mayor distancia con los muertos, el momento de quiebre, que es el del entierro, debe ser un momento densamente cultural. Lo único que no se hace con los muertos humanos es tirarlos a la basura, desprenderse de ellos, o ningunear su muerte haciendo desaparecer el cadáver. Y hacerlo es, precisamente, el último y más extraordinario insulto jamás inventado, como todas las culturas humanas saben.

Una de las instituciones humanas universales, aun anterior a lo que Gianbattista Vico considera el orden de desarrollo natural de toda cultura (“primero las selvas, luego las chozas, luego los villas, luego las ciudades, finalmente las academias”), sería —también según Vico— el entierro, preexistente al momento en que hubo hombres nómades apenas resguardándose entre los árboles. Para ver esto más claro es preciso, sin embargo, abandonar cualquier concepción del sujeto aislacionista y objetivista, y entender que la definición misma de sujeto incorpora a los demás sujetos como parte de la existencia. El sujeto no es una cápsula aislada, pese a las imágenes al respecto que desde Descartes se han difundido y hecho populares, basadas en una ontología del cuerpo que no es mucho más que una ficción objetivista obsesionada con los espejos. El sujeto tiene como uno de sus elementos constituyentes (siempre, desde siempre) lo que está ahí delante, el “ser-junto a” (Heidegger, Introducción a la filosofía, 124). Y entre ello, característica esencial de la existencia es lo que el mismo filósofo llama “el ser unos con otros”. Ese ser-unos-con-otros, el ser colectivo, es constitutivo del sujeto individual, del Dasein. Es así, creo, que cuando una de las partes del sujeto muere (es decir, por ejemplo, cuando otro hombre muere) sigue siendo parte del sistema aun como muerto, para lo cual hace falta una serie de operaciones significativas a efectos de consumar propiamente la separación de los cuerpos.

Pero el carácter constitutivo de los muertos respecto de los vivos continúa completamente vigente a través de los signos. Es esta una de las razones que se me ocurren para observar que, lejos de ser un “sistema de significación secundario” (Benveniste) basado en el habla, la escritura es aun más constitutiva de la existencia humana que el habla. Porque el sujeto solo se constituye cuando toma posesión de la dimensión de sus muertos.

Y esto solo pudo hacerse, hasta hace relativamente muy poco, a través de la escritura. Considerando que en el último siglo y poco hemos alcanzado el almacenamiento y reproducción de voz e imagen con bastante calidad y economía, es creciente la posibilidad de comunicar con los muertos por medios audiovisuales.


"Galería subterránea del Necromanteion, santuario dedicado a Hades y Perséfone, donde los griegos peregrinaban a comunicarse con los muertos. Situada a orillas del Aqueronte, noroeste de Grecia."

Sin embargo un muerto en pantalla es algo muy diferente de un muerto escrito. En el segundo está estilizada la conciencia del que vivió, mientras que el primero es un simulacro, una mimesis, del viviente. Ambas experiencias generan relaciones completamente diversas con esa parte de nosotros que vivió antes bajo otro nombre. Por tanto, voz e imagen no pueden propiamente reemplazar la palabra escrita: ésta última establece un tipo específico de relación con el mundo, y con el logos del mundo —pensamiento en palabra y narración—  que la oralidad no reproduce, y al que el resto del “sistema de los vivos” solo accede a través de la escritura. La oralidad, a su vez, tiene su propia forma de ser en relación con el mundo. Una y otra no se sustituyen mutuamente sin pérdida, lo que en mi opinión aconsejaría seguir conservando la escritura como parte de la cultura general, en lugar de continuar un movimiento de abandono de la escritura compleja y de largo aliento que, pienso, está llevando a la escritura a volver a convertirse en una especie de conocimiento esotérico, o de lengua extranjera, para la gran mayoría de las personas. El aparente fracaso de la estrategia de alfabetización general parece sugerir que quizá esta última sea la situación: no perderemos en tanto humanidad, la escritura, pero la relegaremos de nuevo a un grupo de iniciados de alguna clase. No lo sé, aunque es posible —pero ese no es el tema aquí, en cualquier caso.

No poder integrar a los muertos significa, a su vez, que no estamos en condiciones de olvidarlos. Que su palabra sea la nuestra significa, al menos, que no tenemos el poder que creemos tener sobre nuestro lenguaje. No solamente en que no somos capaces de innovar tanto como pensamos a veces, sino, más interesante acaso, que los intentos de forzar el lenguaje a decir, por ignorancia, lo que no puede decir, generalmente terminan en un decir ridículo que, antes o después, es expuesto a alguna forma de letrada humillación, y enseguida al olvido.

***

Parte de esta fenomenología macabra que nos ocupa por unos momentos es el curioso fenómeno de que la muerte libera el significado de una persona, que hasta ese momento había estado como fragmentado en sus múltiples aspectos y decires. Morir es finalmente poder hacer síntesis. Y la síntesis se hace siempre en, o a través de, los demás. Dudo que sea un acto estrictamente voluntario de los que quedan, me parece que es algo que simplemente le pasa a los vivos cuando uno de ellos pasa a ser muerto. Esa es una sospecha que tengo a menudo acerca de la persistencia, pese a todas las evidentes críticas de que es pasible, de las diversas formas de la generalmente odiada institución del canon —y esto en todas las culturas, no solo en las occidentales. En lugar de ser meramente una institución caprichosa manufacturada por y para el poder terrenal, sería institución de un poder bastante más impersonal y ancho. Algunos muertos son más recordados que otros, porque algunas síntesis forman más parte del ser de todos que otras, dentro del sistema que incluye y comunica vivos con muertos.

Gregory Nagy (Greek Mythology and Poetics, capítulo 8) ha argumentado persuasivamente sobre la conexión entre las etimologías de ΣῆΜΑ (sêma) y noos, dos términos vinculados en su uso griego en tanto uno es el poder de comunicación del signo, el otro el poder mental de la interpretación de signos. Las voces de la familia de noêsis (comprender, captar), noein (percibir), nous (mente), según un artículo de Frame, “vienen de la raíz indoeuropea -nes, significando ‘retorno a la luz y la vida’”. Profesar la interpretación de semas es, volviendo al par del principio, profesar dos cosas: la interpretación de signos y la interpretación de tumbas, de muertos: en griego antiguo, sêma funciona como voz de una y de la otra cosa. De ahí que se pueda vislumbrar, pese a todas las discusiones, la permanencia y transformación futura de las humanidades, pues interpretar tumbas/signos está en nosotros. No permanecerá acaso en su forma institucional actual, pero sí en su propósito, que ha conocido diversas formas institucionales, pero cuya raíz es sugerida por la conexión que ve Nagy entre el signo y el poder de su interpretación, que es el poder de “volver a la vida”. Hojeando el citado capítulo de Nagy noto un hecho interesante, reportado por Dale S. Sinos: “... los puntos de giro (las marcas que los carros debían pasar, girando alrededor de ellas) en los circuitos de carreras de carros en los juegos pan-helénicos estaban convencionalmente indicadas por las tumbas de héroes”. En Ilíada, XXIII, se ve cómo es posiblemente una tumba (sêma) el lugar marcado para el giro de los carruajes:

“Es o bien la tumba de un hombre que murió hace mucho
o era un punto de giro en tiempos de los primeros hombres.
Ahora Aquiles de pies ligeros lo ha hecho ser el punto de giro en la carrera”.

La tumba, el signo, es a donde hay que ir —hasta donde hay que ir— como una de las cosas que hace el ser humano, independientemente de cómo queramos conformar institucionalmente la actividad. En la séptima Nemea escribe Píndaro: “Tanto los ricos como los pobres vuelven después de haber doblado el signo de la Muerte”.
 

Nota:

(1) Paradójicamente, se me acaba de acusar públicamente (ver link aquí) de sostener, respecto a la profesión, una posición hedonista como la que aquí se menciona. Es al revés. Una crítica a la posición hedonista representada por Stanley Fish fue desarrollada por quien escribe en el contexto de un artículo publicado hace un tiempo en Chile.
 

 


 

 

 

 

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