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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA IZQUIERDA Y EL CONFORT DEL INFIERNO

Los indiferentes

Aldo Mazzucchelli

Hay quien piensa y ha escrito que lo peor es la traición, ilustrando tal afirmación en que Dante haya domiciliado a los traidores en el noveno círculo. Creo que se puede argumentar bastante bien que peor que estar en el noveno piso del Infierno, que al menos otorga la notoriedad de haber sido el peor-peor, es tercer canto de la Commedia, en el Antinferno, entre los indiferentes. Allí, en lugar de ser malo, uno queda reducido a ser, como fulminara sobre un colega una vez Herrera y Reissig, “casi malo”. Es decir, menos que lo peor-peor. Dante no se digna a hablar con los indiferentes, a reportearlos, como hace en casi todos los demás círculos. “Non ti curar di lor, ma guarda e passa”, aconseja Virgilio. “No te ocupes de ellos. Mira, y sigue”. Esa multitud, que el poema compara a granos de arena, y de la cual el turista infernal se sorprende, no creyendo que la muerte “hubiese deshecho a tantos”, es elocuente descripción, proto-moderna, de lo que pasa cuando el sentido se ausenta de la vida, y la cobardía del acomodo y la comodidad pasa a mandar. En ese caso, ya no es fácil ser nada, ni siquiera malo.

Leyendo a Francis Fukuyama 24 años más tarde, se entiende la esterilidad fundamental de ciertas zonas del pensamiento occidental contemporáneo para entusiasmar, conquistar, convencer, por más probadas en la práctica que sean o parezcan muchas de sus premisas.

En el verano boreal de 1989, el entonces subdirector del equipo de planificación de políticas del Departamento de Estado norteamericano publicó, en la revista The National Interest, un artículo que se haría famoso y se convertiría en la semilla de un libro, que apareció tres años más tarde. Aquel ensayo, llamado “¿El fin de la historia?”, lejos de guiarse por la interrogativa cautela signada en el título, adopta —sobre todo en su comienzo— un tono triunfal, casi de barrabrava filosófico. Creo que ese tono triunfal es precisamente lo importante, y lo es en sentido negativo: oculta, en lo totalizador del éxito, cierta futura ausencia de diferencias (indiferencias) —y sin diferencias no se puede ofrecer un sentido. A partir de su imposición histórica en el campo socioeconómico, un problema del pensamiento democrático y republicano (y el problema que la “izquierda” local cree que tiene lo que llama la “derecha”(1) local) se revela al haber redondeado, finalmente, una esplendorosa, esférica, exitosa incapacidad de generar pathos y, en consecuencia, sentido —porque el sentido no sale nunca de un razonamiento, y menos de un éxito. Sale de una pasión. La deslegitimación de su enemigo ideológico trajo, cuando menos, una pareja deslegitimación de sí mismo.

Dialécticamente, sugeriré, ese problema ha pasado a ser, sin embargo, ahora más de la “izquierda” que de la “derecha”. Especialmente en los lugares en que, como en América Latina, puesto que la Historia nunca llegó del todo, tampoco logra abandonarnos por completo.

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Fukuyama suena más o menos así: “El triunfo de Occidente, de la idea de Occidente, es evidente, antes que nada, en la completa desaparición de cualquier alternativa sistemática viable al liberalismo occidental”. Como esta, acumula Fukuyama otras sentencias de muerte, sin espacio a diferencia alguna. Por ejemplo, famosamente dice que lo que se estaría atestiguando por entonces sería “no solo el fin de la Guerra Fría, o la muerte de un período particular de la historia de posguerra, sino el fin de la Historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal de Occidente como la forma final del gobierno humano”. El problema, una vez más, no es con los argumentos. El fin de la Historia, o del historicismo como forma natural de estar en un presente siempre perspectivado, parece efectivamente haber terminado, o estar en estado de latencia al menos. El problema es con la ligazón que hace Fukuyama del fin de la historicidad con el modelo occidental de desarrollo, intentando mostrar que una cosa legitima a la otra. Porque si no la legitima, podemos constatar el fin de la Historia, y al mismo tiempo no creer ni por un momento que el capitalismo y el consumo son la sede de cualquier sentido posible, de aquí a la eternidad.

Después que uno ha leído mucho en su vida, y probablemente porque los contenidos ya es raro que resulten nuevos, uno se fija bastante en algo menos abstracto y más tangible: el tono en el que alguien escribe. El tono perentorio, absoluto, hiperracional y al mismo tiempo repleto de momentos terminantes (una especie de final interminable a todo platillo y escalas de una insoportable balada pop) que adopta el escribir de Fukuyama, corresponde bien a un vacío, el vacío de sentido que deja el exitoso y largo orgasmo de “la democracia liberal de Occidente”. No es nuevo que la palabra éxito y la palabra exit (salida) están peligrosamente cercanas, tanto en la fonética como en el mundo de la vida. El que alcanza el éxito tiene que pasar a otra cosa. Y uno se pregunta a qué otra cosa es que ha pasado el consumismo democrático de Occidente una vez que se han pasado a cobre las últimas lascas del Muro. Se puede, pongamos por caso, dar sentido al mundo, en cuyo caso, uno permanece en el ámbito del símbolo. Y, estando así, la imposibilidad de tocar la realidad (porque siempre el símbolo se interpone) sigue alimentando, gracias a Dios y a las Humanidades, la metafísica. O se puede, también, operar en el mundo. En cuyo caso uno queda reducido a ser una sucesión de opciones, tomadas y rápidamente olvidadas, sin sentido salvo el de que aparecerá una nueva opción. “Entretenernos hasta morir” (Amusing Ourselves to Death) fue un exitoso escrito de los tiempos paleolíticos anteriores a internet (1985 d.C.), en que el profesor Neil Postman modestamente aportaba, desde el título y antes que Fukuyama, la descripción telegráfica y completa de cómo iba a lucir el mundo un par de décadas más tarde.

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Fukuyama apoyaba su análisis en las famosas lecturas hegelianas de Kojève, y el carácter absoluto de su tono viene de la convicción filosófica de que la historia, que es Historia que se desenvuelve en el espíritu, ha alcanzado —a ese nivel de la idea— su culminación allá por los lejanos tiempos en que cuajó la Ilustración filosófica y política, lo que Hegel había amojonado a 1806 y la batalla de Jena. Todo lo que ha venido pasando luego son meras consecuencias visibles de aquello, en las que los distintos aledaños manifiestan a su tiempo lo que en el Espíritu Absoluto ya ocurrió, sin modificarlo un ápice. La descripción política e histórica que proponía Fukuyama de lo que viene luego de 1989 es razonablemente atinada, y el final es melancólico: “El fin de la Historia será una época muy triste. La lucha por el reconocimiento, el deseo de arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la lucha ideológica global que convocó el arrojo, el coraje, la imaginación y el idealismo, serán reemplazadas por cálculo económico, un interminable solucionar problemas técnicos, ambientales, y la satisfacción de sofisticadas demandas de consumo. En el período pos-histórico no habrá ni arte ni filosofía, solo el cuidado perpetuo del museo de la historia humana. Puedo sentir en mí, y ver en otros a mi alrededor, una poderosa nostalgia por el tiempo en que había Historia.”

A casi un cuarto de siglo de la tristemente exacta, publicación de Fukuyama, y sin que ninguna alternativa conocida haya aparecido a un sistema socioeconómico global cada vez más fuerte pese a las supuestas “crisis terminales” que se le diagnostican, el pensamiento democrático y republicano sigue, sin embargo, siendo incapaz de entusiasmar a casi nadie —especialmente a casi nadie de las nuevas generaciones. Una suerte de ilegitimidad de tal pensamiento se percibe, generalizada, por todas partes. Ilegitimidad que viene de razones por completo inmateriales. Sospecho una, acaso principal: toda ausencia de agonía (voluntad en lucha) genera indiferencia.

L’indifferenza è il peso morto della storia. L’indifferenza opera potentemente nella storia”, escribía, rapsódicamente, Antonio Gramsci en un papelito anotado en 1917. “Obra pasivamente, pero obra. Es la fatalidad; es aquello con lo que no se puede contar; es aquello que destruye los programas, que arruina los planes mejor construidos; es la materia bruta que destroza la inteligencia. Esto que sucede, el mal que se abate sobre todos, acontece porque la masa de los hombres abdica de su voluntad (…). Entre el ausentismo y la indiferencia pocas manos, sin control alguno, tejen la tela de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no se preocupa; y entonces parece que la fatalidad fuese la que trastorna todo y a todos, parece que la Historia no fuese otra cosa que un enorme fenómeno natural (…). Algunos lloran piadosamente, otros insultan obscenamente, pero ninguno o muy pocos se preguntan: ¿si yo hubiese hecho también lo que era mi deber, si hubiese buscado hacer valer mi voluntad, habría pasado lo que ha pasado?”

No se si Gramsci tenía razón. Su tono me parece demasiado el de alguien que traslada lo individual a lo social como si se pudiese hacer tal cosa sin pérdida. Pero la pregunta final de Gramsci, que es la pregunta retórica que siempre hay que hacerle al indiferente, tiene alguna importancia ante la perpleja conciencia de esa zona del pensamiento occidental que no convoca, no entusiasma, y no convence, pese a haber tenido, desde el punto de vista instrumental, más razón que sus aparentes enemigos históricos. La “izquierda” vernácula, por ejemplo, cuando busca recabar ejemplos de lugares en donde alguna de sus supuestas ideas prácticas han sido aplicadas, solo puede musitar referencias inseguras a patéticos fracasos, o ya ocurridos, como Cuba, o en vías de escandaloso acaecimiento, como Venezuela. Pero, aunque en punto a modelos de desempeño social la “izquierda” no tenga mucho que aportar, en su pathos metafísico, en su sensibilidad para el sentido, sí que ha obtenido un momento, una inercia si se quiere, que aun la mantiene como proveedora de legitimidades. Cuando la “derecha” local se pregunta cómo es posible que algunas de las interpretaciones de la historia reciente que la “izquierda” local ha desarrollado hayan prosperado y se hayan vuelto, incluso, hegemónicas, lo que esa “derecha” debiera pensar, primero, es cuál fue el nivel de indiferencia con el que, en los años 1940 a 1960 del siglo pasado, se dedicó a hacer la plancha, a orientar el poder y la práctica del Estado hacia el clientelismo y, pese a los sabios diagnósticos que ella mismo hizo allá en los sesenta, hacia soluciones a medias, dudosamente profesionales, pero que mantuvieron al país flotando. Pero mucho más aun, debe preguntarse cómo es posible que toda metafísica —me refiero a todo el espacio en el cual, ante la relación problemática con el Ser, se intenta algo— haya sido patrimonio de la “izquierda”, sea a través del arte, sea a través de la “cultura”, sea a través de la educación. Incluso el ámbito metafísico de deconstrucción de la metafísica, copado por el posestructuralismo académico. Si alguien mira (auto)satisfecho durante décadas cómo esos tres espacios van a manos de otros, toda queja posterior es absurda.

Los tiempos no ayudaban, es claro. En plena pugna de Guerra Fría se había venido concretando velozmente la tarea de destrucción de toda legitimidad para la herencia de Occidente, tarea que se había ido llevando desde que los existencialistas se apropiaron de todos los espacios inteligentes y críticos desarrollados, antes, desde el corazón mismo de la filosofía burguesa (de Schopenhauer y Nietzsche a Heidegger). La izquierda académica podrá declararse más o menos antioccidental, pero ha sido la principal heredera legítima de todo lo que el más rancio pensamiento tradicional occidental ha producido. Así, el “intelectual de derechas”, de existir, resulta una suerte de paria, o bastardo, dentro de su propia tradición, de la que debería alimentarse y en la que debería legitimarse. Me resulta exquisitamente anecdótico mencionar aquí que Francis Fukuyama fue a estudiar letras a París cuando era joven, con Derrida y Barthes. No es raro que, hombre sagaz, enseguida se haya dado cuenta que su lugar no estaba ahí, en el corazón mismo de la más exitosa reacción antioccidental de la historia occidental. Desarrolló, por lo que se percibe en su tono, un intenso sentimiento de revancha, que cuajó en aquella victoria pírrica de 1989. Aunque Fukuyama haya tenido razón y el “último hombre” (lo que agregó al título cuando publicó todo en libro: The End of History and the Last Man, 1992) sea una realidad obvia para muchos de los formados en la última generación con noción de sentido, memoria, direccionalidad histórica, etc., la razón de su escrito no conquistó muchos corazones que digamos, porque representa nada más que un momento, extremadamente negativo dentro de su exultante positividad, que solo abre un inmenso, anchísimo espacio para la indiferencia. Si lo que triunfó es el aplastamiento del “enemigo” y lo que se abrió es un espacio sin oposición, tendremos (como tenemos) ministros de economía o encargados de las empresas públicas que, en gobiernos de izquierda o derecha, hacen todos lo mismo. Pero un triunfo en lo instrumental, por su naturaleza no suficientemente autocrítica ni autoconsciente, no puede generar sentido. Se convierte, desde su propio éxito, en ilegítimo.

Ahora bien, no habrá más Historia ni hombres, pero dialéctica hay en cantidad. Para perder legitimidad, basta con tenerla. ¿No es, pues, que la “izquierda” local va camino a perder su legitimidad a velocidad de tren bala cuando, en lugar de preocuparse del sentido, se preocupa únicamente de la operatividad, de la eficiencia? Ahora, la “izquierda” ha asumido para administrarle a la “derecha” el mundo indiferente en el que (por esfuerzos de ambos) se desembocó. Hasta Fukuyama, que añora los tiempos en que vivíamos en estado de historicidad, deja la puerta abierta a un retorno de aquellos tiempos: “Acaso esta perspectiva misma de siglos de aburrimiento después del fin de la Historia sirva para hacerla arrancar de nuevo”. ¿Tiene recursos la “izquierda” para siquiera formularse la pregunta retórica destinada al indiferente? ¿Están a mano tales recursos cuando se ha instalado uno en el poder y lo está usando para hacer crecer el Estado y el poder corporativo, debilitar los controles, y asegurarse lo que cree será un reinado eterno en el confort y la seguridad del poder, mientras los generadores de pathos (educación, arte y política) se van al infierno? Para saberlo, le bastará mirarse en el espejo histórico de la “derecha”.


Nota:

(1) Escribo izquierda y derecha entre comillas porque para mí lo que se refiere hoy en este país por esos ruidos no significa nada muy semejante a lo que el mundo en general ha entendido por tales durante décadas.

 

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