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Sandra López Desivo

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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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 Argumento contraintelectual en honor del fútbol

Pataduras solo puede haber donde se sabe lo
que es patear bien

Aldo Mazzucchelli

Puesto que uno de los asuntos de este espacio son las Humanidades, nada mejor que considerar aquí el hecho de que un porcentaje enorme de la humanidad ama el fútbol y no se cuida de las censuras intelectuales que a menudo se le enderezan. El primero de los ataques intelectuales clásicos contra el fútbol ha sido del subtipo melancólico. Lamentaba algo que no sabemos bien qué es. Segrega (aun se lo lleva un poco) ayes e insultos al constatar la ecuménica gravitación de la gente hacia el fútbol. Ese argumento procede según la autoridad única que le confiere el accidente natural que ha ubicado la cabeza al tope y los pies abajo. Cuando esta ofensiva intelectual contra el fútbol estuvo en su heyday, a comienzos del siglo XX, se dijo que el fútbol se iba a llevar puesta la inteligencia y el refinamiento entre los jóvenes. Se reclamó, oponiendo lo que no se opone, que se fundasen bibliotecas y universidades en lugar de “footballs”. Lo que hizo la gente, en Uruguay, Argentina y muchos otros lugares, fue elegir, ante la disyuntiva que se les presentaba, las dos cosas. Fueron a la universidad y jugaron al football, y encima dejaron entrar —recordar, en Uruguay, el cisma de Nacional en 1911 y el de Peñarol en 1913, ambos realización y triunfo de las tendencias democráticas en los dos equipos grandes— a los no ingleses ni universitarios, a los obreros y empleados de todos los barrios.

A esa variante de antifutbolismo intelectual se le adhirió otra, que gustaba caer presa del fetichismo de los estadios —otra haraganería decimonónica. Le Bon y Spencer tuvieron bastante que decir en contra de las masas. Pero del hecho contemporáneo de que en los estadios —en realidad, prácticamente solo en los estadios de las naciones que van quedando, en sus reflejos masivos, entre las más rezagadas del mundo, como las rioplatenses— esté sobrerepresentado un grupo de ciudadanos tribales y violentos no sale, por ningún razonamiento válido, que esos deban ser considerados los gustadores típicos de fútbol, o que el fútbol sea un espectáculo violento o tribal. Al contrario, es fácil demostrar que por cada homo erectus que se agita en la tribuna hay unos cuantos homo ludens que lo están mirando por televisión, que entienden mucho mejor que ese hincha lo que está en juego y lo que está pasando, que dan en su vida al fútbol un lugar mucho más interesante que el lugar religioso que le da el fanático.

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Pero refutar todo lo anterior es más fácil que hacer un penal sin golero en comparación con lo que viene, que es la tesis de hoy, y que va como sigue: el fútbol (y cualquier deporte seriamente practicado) preserva y ofrece cierta experiencia de la verdad, gracias a que la competencia implacable en un entorno sujeto a reglas produce una selección de virtudes individuales no reemplazable ni relativizable por palabras o discursos. Esto, a diferencia de lo que ocurre en casi todas las demás actividades humanas de algún interés, donde la competencia está mediada por varias cosas que la trastornan y, a menudo, la adulteran en su carácter y resultados.

Algún lector aquí saltará en su asiento disgustado por la aparente inocencia del párrafo anterior, arguyendo que el fútbol no tiene nada de verdadero, que es “puro negocio”, y encima un negocio más corrupto que casi todos los demás. No dudo de la corrupción existente tanto en el fútbol como en cualquier otra parte, pero afirmo que eso no tiene nada que ver con el argumento, y ni lo roza siquiera. Consabidas críticas acusarán a esta tesis de ingenua por supuestamente ignorar los efectos de la “industria” y el “sistema” sobre los resultados. Tal punto de vista no llega, sin embargo, siquiera a enfocar en el factor misterioso que tanto seduce a la mayoría de la humanidad. Lo que está en juego, en el fútbol, no es tanto ganar, ni tampoco los medios particulares, que siempre son complejísimos y finalmente un poco incompresibles, que llevan al resultado. Lo que está en juego en el fútbol es la posibilidad, aun, de experimentar una dimensión dura y real de la vida, basada en el cuerpo, y no mediada por la palabra, que todo lo vuelve relativo.

En menos espacio: lo que está en juego en el fútbol es una esperanza o una ilusión de metafísica.

Pues, curiosamente, la humanidad pareciera seguir teniendo una inclinación natural muy notable hacia la metafísica, que ni siquiera centenares de generaciones de metafísicos profesionales disfrazados de deconstruccionistas han logrado destruir. Y en la dura necesidad del talento futbolístico para sobrevivir en un medio que se come todo lo que no tiene ese talento y no es capaz de renovarlo es donde está el hálito de verdad, resistente, y no puramente relativo, que el deporte genera.

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Consideremos, a efectos de contraste, las artes plásticas. En ese campo (a diferencia de lo que pasa con todo deporte de alto nivel), cualquiera puede ser un artista, un pintor. Y puede lograrlo de la noche a la mañana. Es bien conocido el fenómeno según el cual todo intento de argumentar a favor de criterios de legitimidad específicamente artística —sea esto lo que sea y en caso de que existiese— será ignorado por los involucrados en el negocio de las artes plásticas contemporáneas. La legitimidad “artística” de las artes plásticas contemporáneas yace, finada hace tiempo, bajo múltiples capas de discurso sobre el arte, emitido por los galeristas, agentes, y artistas funcionales al asunto, para mayor gloria de la perduración incontestada del sistema institucional mismo que estos agentes y demás componen. Esos discursos no son emitidos para comunicar un contenido, sino para insinuar, ominosamente, un metacontenido: “hay discursos sobre el arte, como éste, que indican dónde el arte es. El hecho de que sean a menudo oscuros, o directamente cantinflescos, no es menos interesante que el hecho de que, dado que ni usted ni yo creemos saber lo que el arte realmente sea, vale (a continuación) el argumento de que quienes tenemos el sartén discursivo por el mango somos nosotros”.

En contraste a ese relativismo demoledor, ¿cuál es la verdad del fútbol? Es muy simple. No hay discurso posible, en el mundo entero, que haga de un jugador de fútbol algo mejor de lo que es, ni peor de lo que es, una vez se lo lanza a la cancha a competir con sus pares. Y no es que no se haya intentado e intente torcer todo esto a discurso. Los contratistas lo hacen de la mañana a la noche, maquillando y puliendo en retocados videos las hazañas modestas de su representado, a ver si tienen suerte de colocárselo a alguien. A menudo lo consiguen, es decir, por un momento, ese discurso legitimador de pataduras consigue una transferencia. Pero todo el mundo sabe que si el futbolista no es bueno, si no tiene condiciones reales de talento y capacidad para entrenar, aprender constantemente y superarse, no hará carrera tampoco en el club que lo compró. El problema no es de grado, sino de esencia: en cualquier régimen profesional, no llega a primera división nadie que no sea un jugador de fútbol, nadie que no cumpla con los estándares mínimos de la profesión (difíciles de definir analíticamente, pero evidentes por cuanto son los demás integrantes del sistema, los jugadores, los que se los marcan inexorablemente a cada aspirante). En cambio, no hay “pataduras” en artes plásticas. Cualquier aspirante con virtudes para anexar a cualquier producto un discurso viable, desde el punto de vista de los legitimadores discursivos de valor artístico, puede triunfar.

Es verdad que la comparación fútbol-artes plásticas no es enteramente justa: dar con algún aspecto de lo obviamente legítimo y genuino es mucho más fácil para un juego, que puede limitar el mundo a reglas, que para un mundo como el del arte, que se arrima a coincidir con el mundo a secas. El del arte es un meta-mundo en el que la misma noción de regla debe estar en juego. He ahí su grandeza y su desastre. Carlos Rehermann ha traído este tema recurrentemente a nuestro espacio de interruptor, y la reseña que hace de un libro reciente en interruptor revista es una muy buena síntesis de una parte del asunto en consideración.

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Creo que además de reivindicar sus virtudes metafísicas, se podría llevar este argumento un paso más adelante y sugerir que la virtud del fútbol es que, pese a toda su superestructura discursiva e imaginaria, lo decisivo en él (en la cancha) sigue siendo lo no-hermenéutico, la dimensión de estar en el mundo sabiendo hacer las cosas sin que esto pueda ser reductible a lenguaje
—es decir, sin que el hacer se convierta en pasto de meras interpretaciones contrapuestas. Se puede discutir mucho sobre virtudes y defectos de futbolistas o atletas, pero hay hechos duros, y hay rangos de la discusión. Es posible discutir si Messi es mejor o peor que Cristiano Ronaldo, pero nadie empieza siquiera a considerar en serio la noción de que Messi podría ser peor que Álvaro González. No porque el segundo no pudiese pagarse representantes y abogados, sino porque no lo es, y es imposible que persuada a otros (ni él querría, salvo que estuviera loco) de que lo es. Quien no conozca nada de fútbol dudará de mi argumento, pensando que todo es relativo. No puedo convencerlo de su error, por cuanto es un error de experiencia, no de opinión. Naturalmente que quien aun elija transitar en sus pensamientos de acuerdo a la creencia —entre una mala lectura nietzscheana y un dogma sesentista— de que “no hay verdades sino solo discursos e interpretaciones”, pondrá todavía el grito en el cielo, confundiendo el fútbol con un discurso más, y la eficacia de un dribbling con una mera ilustración de la eficacia en general. Es esta una posición que también cree que lo único que uno puede hacer, como ser humano, es pensar y hablar/escribir en lenguaje articulado. En lugar de haber entendido el giro lingüístico, se convierte uno así en esclavo de la perplejidad que ese momento de la filosofía allegó. Cualquier representante de esa superstición filosófica central (la de que “todo es lenguaje” y que de ahí no se puede salir) está actualmente capacitado para deslizar, concluyente, que la “demostración” de que todo es lenguaje está en que todo puede traducirse a lenguaje verbal. Cosa de la que dudo (cuando estoy subiendo una escalera, nada en mí piensa ni sabe en palabras subir una escalera, salvo mi existencial estar haciéndolo), pero que si fuese cierta, equivaldría a decir que dado que puedo traducir un cuadro de Remedios Varo a dólares, el cuadro está enteramente compuesto de billetes. Este razonamiento de histeria linguisticocéntrica cree, pues, que cuando Messi está en uno de sus slaloms, el jugador “piensa” o “lee” la jugada, en lugar de saberla y jugarla con un cuerpo en donde el lenguaje verbal no juega ningún rol conocido.

De ser correcta esta observación sobre la centralidad del factor no-hermenéutico en el fútbol, su existencia es la que libera al fútbol de (o lo hace resistente a) tanta tontería profesionalmente comunicada por micrófonos y pantallas. Lo que realmente fue en la cancha no se puede decir.

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El caso es también interesante porque interviene en él una inversión metafórica historizable. En trance de preparar un escrito sobre el estilo del fútbol uruguayo en los años 1920, constato una vez más, leyendo a los corresponsales de la prensa extranjera situados en Colombes y en Amsterdam, que se decía repetidamente “arte” a lo que hacían en la cancha aquellos Andrade, Scarone y Romano de hoy vaga memoria. La calificación —acompañada por su antinomia “ciencia”, que también se usaba a menudo para referirse a la inteligencia táctica de aquellos uruguayos— refería por entonces a un orden discursivo ya establecido y claro, decimonónico de pies a cabeza, que es el del genio y la genialidad, con su cualidad descriptiva principal: la originalidad. Para los cronistas deportivos franceses o italianos lo que hacían los uruguayos era algo que nunca se había visto. Así sus dribblings, fintas, engaños, regates o como se le quiera llamar, sumados a su habilidad para el pase corto de alta precisión y velocidad que mareaba el edificio defensivo de los rivales, les parecía todo un ejercicio creativo de pura invención, aun sobre una cancha de pasto y con los pies. “Verdaderamente se puede llamar “frasear” al juego de los sudamericanos. Sinuoso, ora apretado, ora abierto, elegantísimo, articulado, múltiple, claro, elocuente. La pelota dibuja sobre el terreno cuadros de rara perfección estilística. Todo se hace con suavidad, con gracia, casi con humor”, escribía Bruno Roghi para la Gazzetta dello Sport, mientras que un catalán de nombre Enrique Carcellach anotaba: “Por mi parte he de confesar con toda ingenuidad que a pesar de llevar más de 20 años viendo jugar al fútbol a formidables equipos de este y otro continente (de América), no solo no había visto jugar con la maestría con que juega el 11 nacional de Uruguay, sino que ni aun sospechaba que el fútbol pudiese llegar a ese grado de virtuosidad, a ese límite artístico, a que llegaron los uruguayos en el partido de ayer”.(1)

Cuando se decía “arte” allá —y pese al uso de metáfora musical (fraseo) en una de las citas incluida aquí arriba—, en general se pensaba en las artes plásticas, que por entonces se anticipaban en la representación pública a las demás artes y figuraban como su buque insignia o resumen ideal. Lo interesante es que el lugar común de hace 100 años ha invertido su valor. Hoy decir que el fútbol es “arte” implicaría (aunque el lenguaje aun no lo ha notado) más un demérito del fútbol que una virtud, puesto que lo que se vende hoy como fútbol probablemente tenga una dimensión de legitimidad (en términos de talento comprobable y logro o hazaña humana) bastante más fundable que lo que se presenta como arte. En ese sentido es que la relación entre generador y receptor de legitimidad se ha invertido. A lo sumo, aceptemos que el arte existe, pero que se ha mudado, de las galerías, al fútbol.

Quede pues sentada esta afirmación, por estrafalaria que parezca: el curioso atractivo del fútbol, lejos de ser una indicación de decadencia cultural o moral, es nada más que la continuidad de un rasgo antropológico. Pese al escepticismo y a la crítica negativa en sentido filosófico, pese al chisporroteo verbal de la deconstrucción y al global éxito de su estrategia de demolición de todo, pese al cinismo ambiente y la desesperación, y pese a que el rey está desnudo en artes plásticas y que su cuerpo es de un mal ver que da pasmo, la gente sigue teniendo un afecto hondo e inconmovible por lo que parece verdadero más allá de discusiones y opiniones. Será transitorio, será cambiante, y será formulable desde infinitos puntos de vista, distintos y aun contradictorios —que de todos modos nunca lo rozan. Pero está ahí, de cuerpo presente.

 

(1) Citados ambos en Lombardo, Ricardo, Donde se cuentan proezas. Fútbol uruguayo (1920-1930), Banda Oriental, Montevideo, 1993.

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