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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          CRIOLLO SÍ, DIVERSO NO

¿Política cultural? Basta de lubolos auspiciados por las ONG

Aldo Mazzucchelli

Se hablaba hace un tiempo aquí de la ausencia de monstruos, y se lamentaba el desencantamiento que tal ausencia evidencia. Sin embargo, hay al menos un candidato a monstruo. Aunque es un monstruo que no encanta nada ni da miedo. Pero al menos puede dar pasmo. Se trata del ciudadano que cree que es lo que no es, o, para decirlo de otro modo, que ha aceptado y consume una de las identidades que el menú elaborado en París, en Madrid, en Londres o en Estados Unidos nos viene prescribiendo desde hace tanto: “si usted es  ‘latinoamericano’, usted tiene estas bonitas opciones para elegir. Ahora, elija de una vez, porque, si no, no lo entiendo”. Y hay quien corre y elige.

Como quien se implanta un par de tetas que no le nacieron solas, nuestro implantado identitario se ha puesto su identidad —el mercado que le ha puesto precio a lo cultural y simbólico, habiéndolo objetivado en cosas primero, es el que permite ambas cosas—, y se la ha creído hasta tal punto que ya proclama descontraído que es parte de alguna minoría, o que su ser —cambalachero y mezclado, como el de todos nosotros— da testimonio de alguna cosa originaria. Curioso aborígen que, por su voluntarismo, logra que se note que no lo es.

Hace más de un año un par de notas se cruzaron entre interruptor (ver aquí) y otra publicación, con motivo de la aparente existencia de indios de autoproclamación en nuestro país —es decir, indios que sin cumplir con ninguno de los rasgos culturales que recomienda por ejemplo la OIT para determinar sus derechos como tales, dicen que les alcanza con autoproclamarse para “tener derecho a ser reconocidos” como tales.

Este sindrome americano de buscarse una identidad rara y ponérsela como si fuese un disfraz carnavalero, mezclándola además con una versión básica de algún discurso de los derechos, debe ser síntoma de alguna ansiedad. Posiblemente, de la ansiedad que nos viene a todos quienes sentimos desde hace tanto, quien más quien menos, la inviabilidad del proyecto moderno-racionalista, iluminista, encarnado hoy ya en un capitalismo transnacional que solo atina a producir un nuevo comercial o a regalar un poco más de plata a alguien a ver si por fin convence de su vitalidad —y si no puede convencer, al menos compra. Así, declararse “indio” e ir contra muchas de las formas de ser de plástico que el estado de cosas impone, resulta una paradoja. Pues en realidad es una más de las formas a mano de aceptar lo que desde el centro de ese proyecto se nos ha propuesto siempre: que nos adaptemos al rol de lo pintoresco. Antes llevaban a Guyunusa a exhibirla como fenómeno de feria; hoy nos la venden en el mercado simbólico, en la feria global virtual. Es decir, nos venden de modo que al comprar nos definamos ya al margen: por defecto impotentes respecto del espacio de la política real, que es el único que puede generar una resistencia y un cambio efectivos frente al accionar de este modo de estar en el mundo actualmente en vigor, excelentemente representado por ejemplo por el partido en el gobierno —el cual no pierde oportunidad, por cierto, al tiempo que de desactivar toda política, de auspiciar todas estas huidas a lo exótico que se presenta como lo más hondamente “nuestro”. Ambos movimientos son el mismo. Administrar, hoy, significa administrar según un modelo ajeno, y ahí está todo el problema. Pues ser un mero administrador es ser mal criollo.

Cancelada del modo actual la política (la última campaña electoral me exime de demostraciones complicadas), el ciudadano que mira pasar por tevé abierta la boba huída hacia adelante del consumo, y corre a integrarse a él, nuevo aspirante a las “maravillas del mundo moderno” como decía Nicanor Parra, siente además una cierta nostalgia de una pureza identitaria que, como un elemento más del entretenimiento, contribuye también a posponer la consideración política de su (y sobre todo, nuestra) situación alcanzable, real, perentoria. El mercado provee identidades como provee jabones, y vende bastante bien. Ha adosado a su comercial de venta de identidades raciales (da asco que en el siglo XXI reaparezca una vez más cierta indecente manera racista de pensar y mucha gente la mire con cariño, o al menos con indiferencia), y culturales, el mensaje “usted también puede ser lo que desee: sea asiático (o “latinoamericano”, o indio, o negro, o europeo)”. “Ser lo que uno desee” es una mutación última de Occidente. Es la forma que la metafísica adquiere cuando se la empaqueta para consumo, identidad de venta libre en farmacias.

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Ante eso, como hizo el indio Kondori al labrar el portal de la iglesia de San Lorenzo, en Potosí, o como representaron los vanguardistas de la Semana del 22 en Sao Paulo, o los de Martín Fierro en los veinte en Argentina, el proyecto con virtudes propias que tiene América para ofrecer ha sido, y es, algo que puede llamarse, porque de alguna manera hay que hacerlo, el proyecto criollo —que es por necesidad un proyecto antropófago, que asimila lo que sea que se le ocurra comerse. En él, lo indio, lo negro, lo europeo, tienen su lugar y se articulan según una dialéctica propia que pertenece a la historia de su articulación. Se hacen código nuevo, o no existen —y no hay duda de que existen. Son lo que han sido y en ello lo que puedan ser. Su historia es a la vez fatalismo y posibilidad. Y así como el indio —me refiero al indio auténtico, cultural, donde esté y como sea— es una dimensión central constitutiva en el conjunto del proyecto criollo, las variantes de cualquier indigenismo son un desvío comprensible y al mismo tiempo lamentable. Constituido, como todo ismo, en la reificación de un objeto en una economía simbólica que sigue patrones ilustrados y racionalistas (es decir, despóticos ilustrados: no es ya siquiera el indio adánico de Colón), pertenecientes a la codificación hegemónica del mundo atlántico de fines del siglo XVII hacia acá, es la forma en que lo otro —lo europeo o lo sajón trasplantado— ve al indio americano como tendencia aislable, separable, a efectos de incorporarlo a su economía simbólica. Pica fino para integrar a su propia olla.



De modo que la cuestión, como siempre ha sido, no es quién es caníbal y quién no lo es (unos siempre quieren acusar de caníbal a los otros, cuya defensa directa es negarlo, o cuya defensa irónica es aceptar serlo), sino quién se almuerza a quien. Al identificar América con una u otra de sus partes no mezcladas, se hace una operación propia del mundo sajón, cuyo proyecto confió en la separación de los ingredientes sociales y su desarrollo conflictivo pero administrado en paralelo desde un modelo central controlado por una de las partes —así, Estados Unidos tiene hoy un presidente negro, lo cual a su modo y dentro de ciertos límites podría servir a alguien de prueba sobre la eficacia, para ellos, de ese modelo de integración que mantiene las diferencias culturales. En ese modelo no hay una torsión que modifique la forma clásica de la ley como acuerdo finalmente aceptado por los sobrevivientes, es decir, por los que no fueron tan disidentes o tan imposibles de incorporar que fueron exterminados a virus y metal.

Pero lo fundamental aquí es que el sajón es un modelo que nunca fue el seguido en la América hispánica —igual que el barroco tenebroso y brillante meridional europeo nunca fue igual que el barroco individualista y pensativo de Rembrandt—, y que al intentar importarlo ahora, como intentan hacer los delegados más o menos inconscientes del pensamiento académico yanqui en nuestras universidades locales, bajo forma de una defensa de las supuestas víctimas “minoritarias” y “diversas”, el modelo se convierte en su contrario histórico. Es intentar imponerle, a un modelo criollo de desarrollo e integración de la diferencia cultural, una matriz sajona obsedida por la conciencia virginal de lo “diverso” como “otro” problemático —lo que lleva, de modo compensatorio, a ese discurso inocentón sobre la diversidad que nos venden. Es, además, obligar a la América hispánica a desechar su modo de negociar el ingrediente “Dios” en toda organización simbólica de lo social —es decir, el ente legitimador por excelencia, el único contenido que puede generar organización, respeto natural y genuina libertad en la vida de una comunidad. Es racionalizar y desbarroquizar lo criollo, cuantificar y partir en objetos y objetitos lo que solo es si está unido al todo, haciéndolo algo que nunca fue, para que el americano sea un consumidor periférico cada vez más ordenadito, de acá hasta lo que quede del tiempo. En la América hispánica el proyecto colonial que mantendría a “lo americano” en estado de apartheid (cf. Bolivar Echeverría, La modernidad de lo barroco) fracasó temprano, hacia fines del silgo XVI, y ya desde comienzos del tiempo barroco el hombre americano es identificable con el proyecto criollo, así como el proyecto criollo se constituye, primero bajo la influencia jesuítica, como alternativa al iluminista. El capital pulverizó, aparentemente, todo este proyecto ya desde que derrotó a los jesuitas, pero habría que ver cuál es la viabilidad futura de los vencedores de entonces.

He ahí, es decir, allá en el tiempo, la famosa “esencia barroca” americana, que no es ninguna esencia, sino una herencia atlántica que se hizo fructificar de un modo distinto en América. Procedimientos teóricos al estilo de los de Carpentier (siguiendo a D’Ors), que cree ver una sustancia intemporal barroca en la arquitectura maya, confunden lo raro y distante culturalmente, que por eso es de percepción complicada, con el impulso barroco, que consiste en la elaboración hiperconsciente del impulso dormido en un material tradicional —para el caso, el arte clásico. Si a un interlocutor cualquiera le habla un “indio americano” (el mismo pronunciar el sintagma ya es problemático aquí), le habla un sujeto de cultura ya parcialmente otro dentro de un contexto de interconexión semiótica muy complejo, un casi indio y un casi criollo, siendo ésta última la categoría más amplia y no marcada, abarcadora del proyecto de cohabitar un espacio durante más de cinco siglos, en conflicto y desigualdad pero construyendo las marcas de un código común que hoy es ampliamente hegemónico, operativo y visible, y sobre todo, viable políticamente. Si le habla un indigenista, en cambio, lo que le habla es un constructo de clase media ilustrada, una monstruosidad racionalista casi toda importada de otra parte, una entidad de autoproclamación, la cual va como quien dice por delante de su persona. Se trata de una entelequia bípeda institucionalizada, una especie de lubolo auspiciado por una ONG, o el famoso camello fruto de la famosa comisión, reunida ésta en una oficina del Ministerio de la Cultura o en el Departamento de Estudios Latinoamericanos de alguna universidad intelectualmente dependiente.

 

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