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Sandra López Desivo

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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL PRESIDENTE Y SU RELATIVISMO INFANTIL

Sturm und Drang entreverado

Aldo Mazzucchelli

El señor Presidente comenzó su
período de gobierno en aquel discurso grávido, abrumado de futuro y promesas, ante la Asamblea General, diciendo que el problema central del país era la educación. Difícil no estar de acuerdo, al menos de una manera vaga y general
—aunque yo pienso, más bien, que el problema central de la educación es el país. En cualquier caso, no hay duda de que ambas cosas son “centrales”. La propuesta y la apuesta del Presidente era importante, y era buena. El Presidente no se equivocó cuando apuntó allá. Ya se sabe que un país sin ciudadanos mental y espiritualmente autónomos y sin mano de obra calificada crece solamente hasta donde sus ciudadanos se lo permiten. Varios economistas han venido advirtiendo en los últimos tiempos que en ese aspecto estamos golpeando ya la cabeza contra el cielo raso.

La apuesta de Mujica, como tantas otras, fue la correcta. Salvo que hoy, más de medio período de gobierno más tarde, la educación pública está en el mismo estado ideativo de las últimas décadas, pero peor, puesto que cada vuelta de la misma sanata de siempre reduce su contenido y credibilidad un poco más. El mismo entrevero educativo de siempre se compone de repetidas cosas que, por conocidas, más vale obviar. Se agrega ahora cinco docentes expulsados de sus sindicatos, porque, en la bruma de una “teoría” clasista sacada de quicio, un “jerarca”, aunque lo sea de ANEP, es más o menos lo mismo que el propietario de un medio de producción. Como si el Estado fuera una usina compareciente en multitud dispersa de galpones. En esa teoría el “jerarca”, en lugar de ser un igual pero más formado y con más cojones, por lo que ha asumido más responsabilidad, es meramente “el que manda”, el poderoso, y aquel a quien, en consecuencia (porque el dogma pseudodemocrático del Uruguay de hogaño es una versión warped del gauchazo “naides es más que naides”) hay que odiar, segregar, cuya voz se debe suprimir. Más o menos de espaldas, o al menos de refilón a todo ello, una sociedad civil harta, buscando a toda costa pasarse, en una patera si es preciso, a la educación privada.

Así como el Presidente no se equivocó al definir el rumbo, tampoco se equivocó al evaluar, por ejemplo en abril del 2012, que en materia pedagógica la antigua nave del Estado (últimamente se percibe un gusto especial por las metáforas fosilizadas, gastadas, rancias) se había ido, una vez más, a pique. “Invertimos mal el presupuesto que hemos destinado a la educación” dijo, y reconoció un “fracaso” en ese ámbito.

La situación a esa altura se volvía melancólica, si no desopilante. Declarado el naufragio educativo por parte del capitán, ¿qué hacemos los uruguayos? ¿Abandonamos el barco a nado? ¿Nos mudamos a otra lengua y otra historia? ¿Inauguramos escuelas particulares en la cocina de nuestras casas para que nuestros hijos estudien en el mayor de los solipsismos? ¿Dedicamos más recursos a la conexión a internet[1] e inscribimos a nuestros hijos en algún MOOC de Harvard o Stanford o Cambridge, para que aprendan, además de matemáticas y ciencias en serio, algo de lengua y de historia, aunque sea ajenas, puesto que es gratis? ¿Declaramos que, puesto que nosotros no podemos hacerlo bien, la educación no existe y no es importante?

El Presidente ha venido elaborando, en general en público, el naufragio oficial. Naufragio de cuyas causas seguramente no se sabrá ajeno, considerando cuánto ha hecho desde los años sesenta para dinamitar la lógica racionalista, ilustrada y, si bien limitada, al menos honestamente consciente de sus limitaciones, del Uruguay pre-tupamarodictatorial. Aunque, hay que reconocerlo también, es claro que Mujica es ciudadano de los que no solo ha reconocido en su fuero íntimo mucho del disparate anterior, sino que además tiene la valentía y la sabiduría de decirlo en público. En esa elaboración pública de un duelo (que de todos modos debiera ser una cuestión más personal o generacional, que pública y oficial), uno de los momentos de mayor lucidez de nuestro Presidente fue cuando anotó algo, sobre lo que también se advertía hace casi un año, en una columna anterior de interruptor. Algo tan obvio que había desaparecido de las discusiones, esto es, que los problemas de la educación no pueden seguir achacándose sin más a “la educación”.

Dijo el Presidente: “no le pidamos a la enseñanza que corrija males colectivos que son hijos de la civilización y de la marcha de nuestra sociedad”, agregando luego, entre otros aciertos, que no acepta que “los problemas sociales o la falta de valores se la atribuya a la enseñanza, teniendo en cuenta que somos los individuos los que no aceptamos ninguna responsabilidad como propia, sino que siempre la culpa la tiene el otro”. Claro que estas declaraciones, so pena de volverse flagrantemente autocontradictorias, deben hacer la salvedad de que algo de la responsabilidad del fracaso educativo tiene que ser asumida por los educadores. Caso contrario, ahora serían los educadores quienes declararían que “la culpa la tiene el otro”.

Tiene razón una vez más Mujica, que si bien no arregla nada, al menos no se equivoca en varios de sus diagnósticos sobre males con los que el Estado, generalmente se piensa, debiera tener algo que hacer. Efectivamente, un problema de la “discusión educativa” local del que se notifica en público el Presidente es mantener el supuesto de que “la educación” es algo así como una de los tantos galpones que el Estado administra y que debería hacer andar bien. No se diferencia tal concepción insular e instrumental de la educación de la que tienen los sindicatos respecto del Estado y sus dependencias como un conjunto más de fábricas de la época de la revolución industrial, donde los jerarcas son patrones. Para la concepción más ventilada en público en los últimos años, “la Educación” (ya tal nominalización aparaguada de un problema más complicado que el genoma genera escalofríos) es como “la Ancap” o “la Ose”, un área más o menos física del Estado compuesta de edificios, papeleras, baños, tizas, pantallas, rotafolios en desuso, bustos de Artigas, cuadros de Varela, banderas de a tres, plantas languidecientes, educandos y educadores, y empleados de varia condición, donde simplemente si se apretase algunas clavijas, sacaríamos mejores notas en el próximo PISA.

Una inocultable metáfora materialista y utilitarista subyace a tal desesperante “discusión educativa” criolla, que se muerde la cola y es incapaz de avanzar un paso más allá del diagnóstico autoflagelante “estamos cada vez peor”. Sin embargo, como se sabe hace muchas décadas y como Mujica viene a reconocer ahora oficialmente, la educación tiene un problema más importante que ella misma, y ese problema es la sociedad. El país. Es el país en sus creencias y en sus automatismos mentales y de valores lo que hace que un docente no pueda hacer mucho más que reproducir tales condiciones de origen, salvo que se le permita incidir decisivamente en el contexto. Dicho de otro modo, que la escuela se convierta en el grupo de referencia prioritario de los ciudadanos que tienen, en sus familias y sus culturas de base, un conjunto de valores, digamos “diversos” respecto de los que inspirase la reforma de Varela y sus centenarias secuelas, valores que conspiran directa y militantemente contra los resultados escolares deseados.

Mujica y la gente educada

Al tiempo que el Presidente dice cosas trágicamente acertadas acerca de todo lo que no es capaz de hacer el Estado que él dirige para mejorar el naufragio educativo, el Presidente compensa el acierto con algunos errores escandalosos, que se pueden resumir en uno solo: subirse al carro de la cosa facilonga dominante, y darle palo a los educados, a los que despectivamente llama de “intelectuales”, y ya que está a los universitarios en general, sean científicos, escribanos, agrónomos, abogados. La sombra que subyace a las repetidas intervenciones del Presidente en estos asuntos puede interpretarse de varias formas, y cada una es peor que las otras. Una de esas posibles interpretaciones es que Mujica quiere congraciarse con la barra de los que no han accedido a la educación superior, y usa para ello el argumento tribal número uno: nosotros contra ellos. Otra interpretación es que el Presidente, admitiendo el naufragio educativo, quiere hacernos creer a todos que el problema después de todo, puesto que no hemos sabido solucionarlo, debe ser obviado por la sociedad en su conjunto, algo como: “no sabemos ya cómo enseñar lengua ni ciencias, ¿y qué? Somos unos crack igual, y la vamos a sacar adelante por otro lado, como siempre lo hemos hecho.”Otra lectura es que él ha visto, igual que hemos visto todos, que hay algunos profesionales que obran mal. Es notablemente equivocado hacer inducción sobre esa base y cargarle la cuenta a todos los profesionales universitarios, como parece hacer Mujica cada tanto.

La mejor de las interpretaciones posibles de estos incidentes sería que Mujica desea darle más importancia relativa a las profesiones manuales y a los oficios (y más reconocimiento público a sus practicantes), en detrimento de un exceso de abogados y otras profesiones liberales. En línea con eso estaría por ejemplo la creación de la universidad tecnológica. Emite así un discurso de valoración relativa mayor de unos sobre otros. Si ese es el asunto, el Presidente puede tener razón en el objetivo que busca, pero su camino es tan errado —no hace falta oponer lo que no se opone, y mucho menos denigrando a una parte de la ciudadanía en el camino— que destruye toda viabilidad para lo que quiere.

El Romanticismo que el alma pronuncia

El grupo de alemanes luego conocido por el mote de Sturm und Drang empezó a desarrollar por los 1770s, con Herder y Goethe primero y luego con muchos otros, una corriente opositora a las pretensiones de universalidad que cuajaban ya hace tiempo en racionalismo, ciencia e ilustración. La Ilustración tuvo el sueño de identificar en la naturaleza estándares que organizasen la aparente diversidad de la empresa humana en líneas seguras y estables.

Como lo resume Erich Auerbach en un famoso artículo sobre Vico (“Vico y el historicismo estético”), hubo muchas opiniones acerca de qué sería tal “naturaleza”, la que se identificó a veces con la humanidad primitiva y originaria, a veces, en el otro extremo, con la Razón iluminada. De lo que no cabía dudas era que se buscó construir un proyecto que hiciese abstracción, aunque sea momentáneamente, de las diferencias locales y las microscopías individuales, para hacer posibles bases para proyectos comunes.

La reacción romántica ante el racionalismo cobró potencial para ser, a lomos del historicismo que inauguró, a veces fuerza terriblemente conservadora, al introducir las ideas de evolución orgánica y natural en la historia misma, lo cual habilitó a ver algo naturalmente bueno en toda resistencia, en nombre de lo primigenio, la tierra y el pueblo, al progreso impulsado por la razón. De la noción correcta (también historicista) de que cada momento histórico y cada cultura tiene su propia forma de dignidad, apreciable por sí misma, hubo derrapes a una actitud valorativa donde todo lo primitivo o lejano se idealizaba y se usaba como fuerza de choque contra cualquier cosa que políticamente se considerase enemiga en el presente. Lo que también daría, por ejemplo, fundamento para los nacionalismos europeos radicales (paneslavismo, pangermanismo, etc.) que invocaban un pasado esencializado en raza e idealizado en general, y que desembocarían luego en fascismo y nazismo.

Pero, pese a su costado problemático, el romanticismo es
una actitud con la que es muy fácil sintonizar, y por buenas razones. Sirve a la individuación y a la búsqueda personal, ayuda a desconfiar de la autoridad, promueve la creatividad, defiende al distinto, y al priorizar siempre lo posible por sobre lo real, da esperanzas en que siempre se puede ir más allá y hacer algo mejor, al tiempo que acuna las fealdades del hoy en un ayer siempre más hermoso. Encima, no apoya ningún sistema de reglas sino que muestra con claridad el carácter hasta cierto punto convencional y por tanto “falso” de cada uno de ellos. Tiene todas esas ventajas y, en la lucha con los valores aparentemente rígidos del racionalismo ilustrado, tiene todas las de ganar, porque es más simpático al sujeto de a pie y su épica individual. Es, en eso, indudablemente más útil para despertar el aplauso de la tribuna que las áridas líneas geométricas de la Ilustración, que raramente representen a alguien.

Así las cosas, puede aventurarse que las robinsonadas educativas y antiuniversitarias de Mujica son una floración más de la vieja cultura anarca y romántica que lo ha nutrido desde el principio, así como es difícil no ver que mientras el Uruguay real (es decir, el privado y el que, desde dentro del Estado, no se ha desconectado del mundo exterior) crea, crece, y se va convirtiendo en sí mismo al ritmo de los medios y las necesidades contemporáneas, hay otro Uruguay gigantesco que se resiste a patadas y a escupitajos a escuchar nada que no sea la misma sanata romántica de siempre. Entonces, al promover tales valores románticos, de un relativismo a esta altura infantil, el Presidente le echa nafta al fuego del fracaso educativo. Queriendo “educar al pueblo en sus propios términos”, despreciando la Universidad y pasando señales entreveradas respecto del fracaso educativo, no se da cuenta que es precisamente más interesante ahora prestar atención al lado antipático e iluminista del proyecto moderno (es decir, antiguo), porque es en él donde hay un par de verdades viejas que servirían ahora para una cantidad de cosas.

No se trata de imponer autoridad arbitraria, ni de volver al pasado, sino de que Uruguay se proponga a sí mismo un mínimo de organización y objetivos comunes a toda la sociedad (id est: universales), sin los cuales, garantido, no
hay ningún sistema educativo que funcione. Los consabidos Finlandia o Chile, y muchos otros, tienen mejores resultados porque tales sociedades, con los problemas que tengan, no están aun en una fase tan avanzada del relativismo solipsista a la uruguaya, en el que buena parte del país se mira el ombligo intrigado acerca de cómo se dará la “próxima fase del proceso de cambios”, cuál será el “tipo de sociedad a construir”, y otras pamplinas por el estilo en las que solo puede creer un grupo de gente a quien el Estado le ha dado una beca para que pierdan contacto con toda coordenada de tiempo y espacio. Me refiero no a un científico loco o un profesor de Humanidades, sino a un empleado del Correo, de Afe, del Gas, de la Intendencia Municipal de Montevideo, y de muchas entidades similares a esas, los que sumados son un porcentaje sustancial de nuestra fuerza de trabajo, y los que van componiendo el núcleo duro de la doxa uruguaya.

Mujica, al devanar su romanticismo fundamental mientras la educación pública se pulveriza, confunde aserrín con pan rallado: el presidente en tanto individuo y luchador social podrá tener todo el amor que quiera por el Romanticismo y sus derivaciones, reverenciar el trabajo manual y la repentización del genio frente a la necesaria formalidad
del hombre común que busca hacerse camino con esfuerzo
y disciplina en el mundo del saber abstracto, y se puede reír cuanto quiera de las formas, sobrar a los formales que aun quieren hacer las cosas de acuerdo a ciertas reglas, y darle palo a los tragas y los educados. Pero, en tanto Jefe de Estado, no tiene derecho a permitir que esa dimensión personal oriente sus funciones ni su pensar educativo. Si el Presidente cree que ha fracasado, no tiene que decirlo en público despertando lástima o conmiseración, o risa, o animando algún tipo de reacción personal (“qué honesto
que es el Presidente”, o “mirá qué capo como se ríe de los perejiles que la yugan de ocho a siete”). Tanto o más que un presidente honesto, se precisa uno serio, que entienda la diferencia entre su peripecia y la de su país, y que deje de llevarse puestas las tareas colectivas, reduciéndolas a una épica de boliche en la que si todos nos vemos identificados, todos nos perdemos también.

El Estado no puede ser Romántico, salvo que quiera acabar en fascismo y en desastre. La Razón, que es bastante mala para guiar una  vida individual, es todavía insustituible para funcionar a nivel institucional garantizando, con la fuerza de la regla y la aspiración de universalidad, las avivadas de los sujetos particulares que siempre van a querer sacar ventaja particular de lo que es común y general. El contagio que viene trasladando semejantes reacciones emocionales y formas de ver personales y subjetivas a asuntos que son de todos y deberían entenderse, a toda costa, de modo objetivo, es uno de los venenos más conspicuos que viene, con la filosofía de entrevero del Pepe, remachando desde arriba el fracaso educativo en el Uruguay.
 


Nota:

[1]Este tema de invertir más en internet es, en el Uruguay, una licencia poética. El monopolio y las prioridades de Antel en este asunto, aun con su inversión para conectar todos los hogares a fibra óptica, arroja como resultado hoy, en la conexión de mi casa a tal fibra óptica, una velocidad de bajada de 1,5 mbps a las 3 de la mañana, y de 0,3 mbps a las nueve de la noche. Un mes atrás, la conexión en otra casa en el exterior del país que cuesta menos de cuarenta dólares al mes y también he medido, con el mismo instrumento, arroja constantemente valores de 25 a 45 mbps. El lector desconfiado puede probar sus propias velocidades gratuitamente aquí, y fiscalizar con números los servicios del Estado, algo que hay que empezar a hacer mucho, pero mucho más en serio.

 

 

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