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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          MISERIAS DEL SURFEO EN RED

Tejido social y tejido cerebral

Aldo Mazzucchelli

Uno de los ensayos más inteligentes e iluminadores sobre los efectos de las redes sociales en la cabeza de la gente que se haya escrito jamás es el de Georg Simmel, “Metropolis and Mental Life”, que quedó pronto y fue publicado en 1903.

Claro que el ensayo no habla de internet ni de redes virtuales en el sentido contemporáneo, pero eso es menos importante que notar que comienza, por ejemplo, con un párrafo completamente relevante a la discusión contemporánea sobre cómo nuestras interacciones con el mundo nos hacen, y en qué sentidos. Cito: “Los problemas más profundos de la vida moderna vienen de los intentos que hacen los individuos por mantener su independencia y la individualidad de su existencia frente a los poderes soberanos de la sociedad, contra el peso de la herencia histórica, y contra la cultura externalizada y las tecnologías de la vida”.

El conflicto, para Simmel, es parte de uno fundacional y viejo como el mundo, que es el que enfrenta al sujeto con la naturaleza, por su propia supervivencia. En efecto, la gente antigua y pasada de moda que conocía los peligros naturales, del frío y el hambre hasta las bacterias y los osos, tenía una visión de la naturaleza un tanto más escéptica que la del chico ecologista que programa su experiencia de lo salvaje online usando su tarjeta de crédito para pertrecharse en REI y se empeña algunas horas por mes en escribir mensajes acerca de salvar entidades tan curiosas como llenas de marketing. Me da la impresión que el sujeto contemporáneo no está del todo bien equipado para entender de qué manera el entorno natural/tecnológico en el que se lo lanza a vivir lo va destruyendo, y por ende, no se defiende bien.

Simmel comienza razonando sobre la relación del para entonces aun relativamente nuevo hombre de la metrópolis y su entorno —es decir, un entorno que había multiplicado exponencialmente los estímulos con respecto a la anterior vida rural, y que había cuantificado la vida al organizarla en relación al tiempo y el dinero, creando por primera vez un tipo de gente sobrepasada de estímulos e hiperintelectual, capaz de considerar a los demás y lo demás “objetivamente”, como cantidades frías e intercambiables. El conflicto entre personalidad original y consumo había quedado así formulado, pues la personalidad se fuerza a adaptarse al confrontar con esas fuerzas exteriores, entre ellas las tecnológicas, que en cierto modo se han vuelto, por más humanamente construidas que sean, nuestra “naturaleza”, el entorno en el que debemos sobrevivir.

Ser consciente de lo que nos hace y lo que le hacemos al entorno debiera ser, me parece, fundamentalmente ocuparse del entorno inmediato de cada uno (que es sobre todo paisaje tecnológico), y no entrenarse o empeñarse en una solidaridad estrafalaria, en la que aparentemente me importa más lo que no conozco ni tengo por qué conocer, salvo que tenga una cantidad insana de tiempo y dinero libres. Yo prefiero, a salvar un oso panda en China, salvar la curiosa especie del estudiante letrado, capaz de escribir una página en castellano inteligible. Esa especie, en Uruguay, es tan rara como el panda en china. No me resulta tan urgente el problema del osito panda que le vendió a mi sensibilidad abstracta y sin consecuencias el dueño de Animal Planet o de NatGeo (en caso que sean dos personas distintas, cosa que dudo, pero que no sé ni me interesa).

En otras palabras, si el chico ecólogo del párrafo anterior vive en un departamento de 30 metros cuadrados parcialmente hecho con asbestos y pintado con una gruesa capa de pintura que contiene plomo, en donde come comida (?) precocida que descongela en un microondas (o abre una lata de atún que contiene una cantidad medible de mercurio), tiene escasa exposición a la luz solar, se calienta en invierno con cualquier clase de energía que deja una sólida huella de depredación de recursos naturales no renovables, y vive conectado a internet redistribuyendo sus conexiones neuronales en millones de caminos sin destino mientras las ratas comandan los deshechos desparramados en la vereda en las inmediaciones del contenedor que constituye una parte importante del mínimo paisaje que divisa desde su ventana, que se ocupe de especies exóticas en peligro —en lugar de intentar entender algo de lo cercano, aprender a leer y escribir correctamente, o al menos salir a barrer la basura de su puerta, o mudarse al campo, o sumarse a un grupo radical con la finalidad de derrocar al responsable de la limpieza— parece una actividad tan curiosa que solo puedo interpretarla en términos de un nivel superior de autosacrificio que la especie está demandando de cada vez más individuos. Con fines de purificación y renacimiento, con seguridad.

Simmel comienza el segundo párrafo de su ensayo con otro acierto que sobrevive al siglo: “El cimiento psicológico sobre el cual se erige la individualidad en las metrópolis es la intensificación de la vida emocional debido a los rápidos y continuos cambios de los estímulos externos e internos. El hombre es criatura cuya existencia depende de diferencias, i.e., su mente es estimulada por la diferencia entre las impresiones presentes y aquellas que las han precedido”. Y observando que la organización de la vida en grandes ciudades acarrea un aumento exponencial de la cantidad de esas diferencias o impresiones, concluye que en la medida en que las metrópolis crean estas condiciones psicológicas —“con cada cruzar la calle, con el tempo y la multiplicidad de la vida económica, ocupacional y social”— crean una reacción defensiva ante el exceso y repetición de estímulos, que da al ciudadano un “aspecto blasé”. Eso dice Simmel usando el término francés de curso entonces en varias lenguas para describir la actitud de quien ya lo ha visto todo y a quien, por eso, nada le parece interesante.

Es obvia la conexión de aquellas dinámicas a las nuestras hoy, y especialmente interesante el diagnóstico de Simmel sobre los efectos de un aumento de los estímulos sobre el sujeto y su autonomía, con el resultado de mortal desinterés defensivo ante ese exceso. Solo que lo que para Simmel en 1903 era abrumador, para un ciudadano de hoy es nada, es pacífico y aburrido. Una hora en YouTube o en “Resident Evil” es infinitamente más impactante sobre el sistema nervioso que una semana en la Berlín de 1903. Habiendo aumentado exponencialmente la estimulación del sistema nervioso, algunas de las intuiciones de Simmel dan pistas para conjeturar sobre el presente y futuro, no tanto de nuestro sistema nervioso, que es muy plástico, sino de nuestra autonomía y capacidad de encontrar sentido a la existencia. Porque si hay algo característico de la etapa en la que estamos, eso es desplazar la pregunta por el sentido de la acción, en favor de la siguiente acción (mental y/o física) en un sentido cualquiera.

***

En la agenda de discusión pública de nuestra ciudad y país, un aumento en la conectividad parece ser unánimemente considerado, en sí, una cosa buena. Observar problemas de cualquier tipo en los que uno incluya preguntas sobre el avance digital es considerado una posición “conservadora”. Sospecho que dos premisas, ocultas en un razonamiento automático que raramente se hace explícito o consciente, son las que alimentan semejante conclusión. Una es que hay que estar lo más posible al día en términos tecnológicos y de consumo; otra, que más es mejor. Las dos premisas son discutibles, porque dependen de otras anteriores que están aun más hondas en el tren de sentido que mantiene la vida, que se hunden en la historia de la modernidad y que no se pueden considerar aquí. “Tu, ciudadano, deberías estar agradecido de la conectividad, de la fibra óptica, de la subsunción de la escuela en pantallas y espacios virtuales celebrando el ingreso automático de todo escolar a las rutinas del mundo global con independencia de sus ingresos familiares —y de su trasfondo cultural y educativo previo”. Antes de sumarme a la celebración, prefiero observar si hay o no algo que comentar acerca de todo ello.

Tomemos por caso la cuestión de la mente y un experimento relativamente viejo que aun sigue provocando comentarios. Allá por los lejanísimos tiempos de 2007 un profesor de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) llamado Gary Small comparó la actividad mental de seis voluntarios. Tres de ellos expertos surfeadores de la web, y tres novatos, examinando su actividad cerebral al navegar en la red a través de un equipo de resonancia magnética. Se los expuso a buscar en Google varios tópicos preseleccionados. Al principio la actividad cerebral de los que tenían experiencia online demostró ser mucho más abundante y compleja (no se trata de una noción cualitativa, sino cuantitativa: más actividad eléctrica y mayor nivel de sinapsis involucrada) que la de los novatos, especialmente en la zona del cerebro (córtex prefrontal) asociada con la toma de decisiones y resolución de problemas. Cuando a los mismos participantes se los puso a leer textos comunes no se verificó ninguna diferencia de actividad entre ambos grupos. Hasta ahí no hay mucho para anotar, salvo que Small repitió el experimento con los mismos seis individuos seis días más tarde, habiéndole pedido a los tres inexpertos que dedicasen al menos una hora, cada uno de los cinco días entre un experimento y otro, a surfear en la web. El resultado del segundo experimento mostró que con esas cinco horas en la internet “los sujetos naïve habían ya recableado sus cerebros”, y los escaneos esta vez mostraron que los ex-novatos habían aumentado muy significativamente su nivel de actividad en la misma zona del córtex prefrontal activada en los veteranos digitales. El experimento fue repetido con dieciocho voluntarios más y confirmó las mismas observaciones. Así es que lo único que se descubrió o confirmó en 2007 es lo rápido que una actividad (en este caso la navegación por pantalla) modificaba y re-conectaba las redes neuronales de una persona. En palabras de Small, “La actual explosión de tecnología digital no solo está cambiando el modo en que vivimos y nos comunicamos, sino que está rápida y profundamente alterando nuestros cerebros”.

De mi parte, todo OK con ello. El cerebro humano es una cosa adaptable y así ha sido siempre y así debe ser. Pero Small hizo enseguida una acotación importante (especialmente para nuestros optimistas fanáticos del “más es mejor”): más actividad cerebral no significa mejor actividad cerebral. Hay que preguntarse seriamente entonces: ¿En qué sentido estará la navegación cambiando nuestros cerebros? Obviamente en muchos distintos, pero hay una cantidad creciente de estudios que apuntan a algunas direcciones que parecen estar claras: cuando estamos online, muchos de nosotros —no todos— estamos en un entorno que promueve la lectura veloz y superficial, el pensamiento apurado y distraído por estímulos secundarios y ruidos de toda clase, y el aprendizaje superficial de datos que se usan y se olvidan muy velozmente, en la seguridad de que, en tanto datos, estarán disponibles de nuevo si los precisásemos.

Convengamos que la metáfora de lo “superficial” es algo molesta, especialmente porque no veo qué cosa hay de menos interesante o aun de distinto en la superficie respecto al interior, y considerando que las superficies suelen ser mucho más atractivas y remunerativas que los interiores, que suelen ser un poco asquerosos si es que no muy complicados y a la vez olvidables. Pero es claro que cuando se la emplea, lo que la metáfora quiere decir es algo que tiene que ver con la existencia de al menos dos órdenes, uno transitorio y otro no, uno del que se podría prescindir parcialmente al menos, y otro, al prescindir del cual estamos perdiendo lo que no podemos, en ningún caso, perder.



Perder, por ejemplo, la posibilidad de pensar en abstracto, “pensar profundo”, conectar cosas distantes no según un golpe de inspiración que se confirma como autoevidente (porque en realidad no des-cubre nada), sino por el trabajo de acumular y revisar conexiones hasta comprobar que éstas son reales y van en el sentido en que pensamos que iban
—lo cual, esto es lo importante, redunda en un cambio que nos hace más auténticos y más nosotros mismos, y menos lo abstracto de todos en mí. Nosotros mismos, esto es, en lugar de meramente existir por repetición, iterando automáticamente una creencia general, una de las consignas de la tribu a la que nos consideramos pertenecientes, consigna que por sobrenadar facilongamente en la sopa cotidiana de mensajes del entorno al que nos hemos limitado, ha venido a ser considerado cierto.

La investigación mientras tanto sigue mostrando una y otra vez que la gente acostumbrada a interactuar con textos lineales (estilo hitita, griego, hebreo, latino, el de la escuela pública del siglo pasado, en fin, lengua escrita versión 1.0) entiende más, recuerda más, y aprende más que aquellos que suelen leer unas líneas y saltar a otra cosa, vivir mentalmente encima de un hipervínculo, entre objetos e iconos, no atentos a propósitos mediatos, direcciones y sentidos de un poco mayor aliento. La cantidad de investigación sobre esto ya es abrumadora, y cualquiera que la busque la encontrará. Un buen lugar para empezar a leer es este artículo de Patricia Greenfield en Nature, de 2009, que revisa unos cuarenta estudios sobre los efectos de diversos tipos de medios sobre la inteligencia y la capacidad de aprender. Todo medio desarrolla, como dice Greenfield, alguna habilidad cognitiva e expensas de otras. Un artículo de Wired que comentaba las conclusiones de Greenfield resume que “Nuestro uso creciente de la Red y otras tecnologías basadas en pantallas ha llevado a “un difundido y sofisticado desarrollo de nuestras habilidades visuales-espaciales”. Pero esos avances van de la mano con un debilitamiento de nuestra capacidad por la clase de “procesamiento profundo” que está bajo “la adquisición pensada de conocimientos, el análisis inductivo, el pensamiento crítico, la imaginación y la reflexión”.

No puede sorprender mucho que leer textos lineales se asocie con habilidades muy diferentes (y esenciales para entender el significado de lo que pasa más allá de la superficie) a las de ser ducho en la capacidad de manejar espacios y cuerpos. Leer y escribir siempre han sido actividades que se desarrollan a la vez en varias dimensiones, algunas no espaciales sino invisibles. Si quiero, por ejemplo, conocer los rasgos del lenguaje hitita según se lo ha registrado en caracteres cuneiformes, no solamente tengo que pasar mis ojos por textos que contengan y desplieguen esa información, sino que tengo que querer conocer los rasgos del lenguaje hitita según se lo ha registrado en caracteres cuneiformes. Tengo que querer eso por encima de todo, elegirlo muchas veces ante la posibilidad de interrumpir a mitad del primer párrafo para ir a verificar si tengo un correo (según otro estudio, en 2009 los oficinistas promedio yanquis chequeaban su correo 30 a 40 veces por hora en horario de trabajo, acaso ansiosos de súbitamente perder todo estatus social al convertirse en parias desconectados por más de dos minutos), o si alguien que me interesa está de puntito verde en Facebook, o cualquier otra cosa. Lo cual es bastante difícil, porque semejante motivación (la de conocer una lengua muerta, digamos) raramente está disponible online. Es algo que a menudo viene de la interacción del sujeto que tiene que sobrevivir con un cuerpo en un mundo completo. Es decir, al menos parcialmente de fuera del mundo virtual.

Nicholas Carr, quien daba en 2010 un adelanto de un trabajo sobre estos temas, concluía así: “No hay nada malo con absorber información rápido y en pedacitos. Siempre hemos hojeado los diarios más que leerlos, y hacemos correr nuestros ojos rutinariamente sobre libros y revistas para captar algo de una pieza de escritura y decidir si vale la pena leerla más a fondo. La capacidad de correr sobre textos es tan importante como la capacidad de leer profundamente y pensar con atención. El problema es que ese pasar por encima de todo rápido se está volviendo nuestro modo dominante de pensar.  Mientras que antes era medio para un fin, una forma de identificar información para estudiarla después, ahora se está volviendo un fin en si mismo —nuestro método preferido tanto de aprender como de analizar. Mareados con los tesoros de la red, estamos ciegos al daño que podemos estarle haciendo a nuestras vidas intelectuales y aun a nuestra cultura. Lo que estamos experimentando es, metafóricamente, un retroceso de la vieja trayectoria de la civilización: estamos evolucionando de ser cultivadores de conocimiento personal, a convertirnos en cazadores y recolectores en la selva de datos electrónicos. En el proceso, parece que estamos condenados a sacrificar mucho de lo que hace a nuestras mentes tan interesantes”.

***

Así es que llegamos a nuestra situación escolar, maravillada tan intensamente con la conectividad, y tan poco efectiva para todo lo demás. Darle a un niño la posibilidad de conectarse con datos pero no prestar suficiente atención a solucionar la cuestión del para qué, de sentido y direccionalidad, jerarquizaciones, límites, deberes, propósitos (al principio copiados, para que luego sepa cómo definir los propios), verificaciones y tests, es un problema evidente de las realidades educativas contemporáneas, no porque nadie lo haga adrede, sino simplemente porque el sistema —dentro y fuera de la escuela— ni siquiera alcanza a ver el asunto: el progreso tecnológico y el discurso global de consumo incesante no incluye en su agenda el asunto del sentido. Y los maestros también son gente, ciudadanos sujetos a ese discurso, que lo están introduciendo en la escuela. Así, aquellos niños que tengan por otro lado, como se dice —en su casa o su entorno— estímulos para desarrollar esas dimensiones metaoperativas, serán felices navegadores capaces de crecer con y en lo virtual al igual que fuera de ello, porque para ellos hay distintas dimensiones que interactúan y permiten contrastarse unas con otras apoyando el crecimiento. Lo mismo aquellos de cualquier edad lo suficientemente avisados como para zafar de la dictadura del consumo y explorar otras vidas. Los demás, que en Uruguay vienen siendo mayoría, serán dejados atrás, porque no se les enseña a pensar por sí mismos. Ya están siendo dejados atrás. Eso, que están haciendo —sin querer hacerlo pero sin saber cómo no hacerlo— los organismos de gobierno y asistencia social al no controlar realmente lo que pasa en las aulas y no enfrentarse con las malas prácticas y exigir resultados, no es de “izquierda” ni de “derecha”: es una forma sorda de generar una nueva sociedad exclusiva. Pero no es la exclusividad del que posee objetos (reales o simbólicos) frente al que no los posee, sino la mucho más terrible exclusividad de los que poseen algún sentido y propósito frente a una creciente mayoría que solo puede protestar lo que ya no importa ni es de recibo, o navegar sin rumbo. 

Sé de sobra que hay un optimismo digital que es aparentemente muy contemporáneo, muy oriental y muy autosatisfecho. Sin embargo es viejo —las sociedades o microsociedades con más años de inmersión en lo digital hace rato que lo cuestionan y buscan caminos que incluyan una buena dosis de offline. Tal optimismo descuida lo importante al celebrar sus supuestos logros (generalmente tales logros se expresan cuantitativamente, en estadísticas que suben, y no se comentan, sino que la exhibición entusiasta de las estadísticas es seguida con el siniestro silencio de lo que se supone autoevidente), al tiempo que ve con relativa indiferencia bien de facto (más allá de las declaraciones) cómo media población o más se hunde en una descerebración de propósito que hace que cuando “terminan el liceo” estén peor que cuando lo empezaron y sin nada que hacer. Naturalmente, más y más no lo terminan en absoluto, y tienen razón, porque terminarlo a esta altura no les enseña casi nada. “Terminar el liceo” (o la escuela)… La expresión es, en el Uruguay como está ahora, un chiste: hace dos años una profesora amiga de iniciales MJC recibió en el liceo público de Colonia Nicolich, en primero de liceo, a un estudiante completa y perfectamente analfabeto, que había recibido el cruel y criminal “pase social” que acostumbra hace unos años aplicar Primaria. No hay concepción de la escuela, excusa práctica, o logro tecnológico, ni los habrá, que justifique esa basura del “pase social”. Escribir y leer son cosas esencial y radicalmente distintas que navegar y moverse en un nivel u otro tecnológico, y la escuela tiene obligación de garantir que hasta el último de sus egresados es, al menos, no analfabeto. Simmel observó hace ciento diez años que la autonomía del sujeto se promueve en general contra el medio social. Pero la tendencia contemporánea es a vaciar aquello que podría defender al sujeto en su espacio crítico y al menos ponerle en la agenda buscar sentido y propósito, y ofrece a cambio una miríada de posibilidades de satisfacer instantáneamente su nada con un vacío subsiguiente. Y la escuela uruguaya, en parte, está en esa. Y el liceo uruguayo, en parte, está en esa. La alternativa es clara: o le das a alguien seis horas diarias de internet libre y caótico, por más “búsqueda de datos” que sea, o lo desconectás un poquito y dedicás parte de esas horas a enseñarle a leer y escribir por métodos comprobadamente efectivos que van, además, en contra de los deseos y los “derechos” al surfeo liviano o al entretenimiento ad nauseam. Y cuando llega a casa, o le das a alguien seis horas de FIFA World Soccer, o le das alguna sociabilidad corpórea, y algunas dificultades duras —y si fuera posible, lineales— para que se mida contra ellas y aprenda algo más que entrenar sus reflejos y su furia de competencia en un universo plano y simplificado en unas cuantas reglas, colores y posibilidades. Hasta que la escuela pública y la secundaria pública no entiendan que ese es su problema principal, y que no lo es celebrar la conectividad, ni ser guardería dedicada a la pseudo-legitimación del “pase social”, ni lograr siempre diluirse un poco más en su exigencia de modo que el estudiante no se sienta agredido en sus infinitos derechos al entretenimiento, seguiremos destruyendo el tejido social y el tejido cerebral, que como es notorio son prácticamente una sola cosa.

Quiero observar finalmente que el progreso tecnológico no siempre da la razón. Lo que pasa es que a menudo elimina las condiciones que habrían hecho posible reconocer que el que tenía razón era el otro.
 

 

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