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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          MORTALES ENEMIGOS

Arte o cultura

Carlos Rehermann

El peor enemigo del arte es la
cultura. Los siniestros agentes de las fuerzas oscuras que rigen nuestros destinos han logrado desplazar el arte hacia un margen vergonzante. Si desde mediados del siglo XX los Estados, con André Malraux a la cabeza, hablaban de “arte y cultura”, en la actualidad la cultura ha firmado la sentencia definitiva para el arte. Queda solo la cultura, que es algo así como Todo, incluyendo, un poco a regañadientes, el arte. Cuando alguien pronuncia esta palabra se hace un silencio; los encargados de la gestión de cultura bajan la mirada y alzan las cejas, en silencioso gesto de conmiseración.

Arte y capital: resumen brevísimo

Hasta pasada la mitad del siglo XIX, arte y poder estuvieron muy juntos. Sociedades estratificadas, con roles explícitamente definidos e incuestionados estaban perfectamente de acuerdo con unas funciones del arte que circulaban por asuntos tales como el registro histórico, el mantenimiento de identidades sociales, la celebración del poder y el enriquecimiento espiritual de los contempladores, lectores u oyentes.

El arte mostraba el estado de las cosas y al mismo tiempo planteaba una pregunta —a veces convertida en denuncia o exigencia— acerca del cambio. La figura del artista como individuo dotado de genio se extendió, a partir del siglo XV, al campo de las artes visuales. Antes de ese tiempo los poetas y los músicos eran los únicos artistas que tenían el amparo de las musas (algunos científicos también recibían favores). No había musas de la pintura, de la escultura o de la arquitectura. La protección provino de la crítica. Le vite de' più eccellenti pittori, scultori, e architettori italiani, da Cimabue insino a' tempi nostri de Giorgio Vasari, obra fundacional de la Historia del arte, inauguró la secularización del arte, al tiempo que amplió el campo de trabajo de las musas.

La estructura de la producción artística se acomodó al capitalismo naciente. La pintura es un buen caso de estudio, porque representa claramente la característica celebración capitalista del individuo, aunque no menciona que en realidad se beneficia del trabajo de muchos. Si bien la fama y el genio eran de un pintor, un taller de pintura tenía un equipo de trabajadores especializados, como cualquier taller de artesanía. Tiziano recibía los elogios por el trabajo que hacía un preparador de la superficie con imprimaciones, un dibujante que trasladaba los bocetos del maestro a la tabla, el pintor de animales, el de árboles, el de vestidos, el de letras. En un taller exitoso del siglo XVI se hacían trabajos de carpintería (armado de bastidores, pulido de tablas, clavados de telas, enmarcados), de preparación de pinturas (molido de pigmentos, mezclas, aglomerados, conservación) y de construcción de instrumentos (pinceles, espátulas, reglas,  compases, carpetas, estuches). Un  equipo de artesanos de un taller típico estaba compuesto por el maestro, cuatro o cinco pintores aprendices, y otros tantos artesanos de diversas especialidades. Los contratos que se conservan entre artistas y clientes reflejan la realidad del trabajo de los pintores de la época: el cliente suele exigir que al menos los rostros y las manos sean pintados por la mano del maestro, para garantizar que las partes esenciales de los retratos reciban la atención del genio. Diez o doce personas trabajaron en la construcción de la obra, pero uno es el Autor.

En las letras ese no es el caso. La producción literaria siempre había sido individual. Eso no cambió con el nacimiento del capitalismo, sino que el modelo de genio individual se trasladó a la producción colectiva del taller de pintura. El hecho de que la pintura adquiriera estatus de arte está íntimamente relacionado con el nacimiento del capitalismo. El perfeccionamiento de la perspectiva cónica, que supone un punto de vista único (que coincide con la idea de realismo que empezaba a exigir la época) va en ese sentido: hay infinidad de puntos de vista perfectamente equivalentes, dependientes solo del lugar (espacial, social) del que mira. Tiziano, al comandar el trabajo en su taller, actuaba como diseñador y comandante de un equipo.

Los mecenazgos de los príncipes (o en términos generales, de los ricos) fueron dando paso, con el establecimiento de los Estados nacionales, a academias que intentaban domesticar el curso del arte para beneficio del Estado. El resultado se ve por toda Europa: millones de cuadros, esculturas y edificios que, de aquellos roles tradicionales (registro histórico, mantenimiento de identidades sociales, celebración del poder y enriquecimiento espiritual) muestran descarnadamente hoy solo la desesperada y servil intención de celebrar el poder.

La desnaturalización de las artes académicas no fue la única causa de la caída de las academias en el siglo XIX. Las revoluciones, en una Europa que aun sostenía una nobleza apolillada, proclamaban la caducidad de la burguesía, y los artistas empezaron a descubrir que convenía subirse al carro: una creciente pequeña burguesía culta rechazaba, impulsada por su intención de acceder al poder, el conservadurismo de las artes oficiales; esa clase próspera y cultivada se convirtió en  cliente de los artistas antiacadémicos, en un período muy corto, en el que se produjeron cambios estilísticos radicales, entre 1900 y 1920, cuando los precios de las obras de arte se multiplicaron al punto de empezar a ser sustitutos de las joyas como bienes preferidos para inversiones de protección contra la inflación. Esa misma clientela se ocupó de llenar las vacantes del poder que quedaron después de los desastres de la segunda guerra mundial, momento en el que se inventó la palabra “cultura”, eslabón esencial para la operación mundial de liquidación del arte.

El boniato como meta

El razonamiento de un Director de Cultura del gobierno de Montevideo era: “cultura” viene de “cultivo” agrícola (una equivocación perdonable, dada su limitada cultura); por lo tanto, para promover la cultura promovamos el cultivo de hortalizas.

Así, ese etimólogo que merece ser indexado en el linaje de Isidoro de Sevilla, por el alegre malabarismo que hace con los significados, implantó un programa de plantación de hortalizas para que los niños tuvieran acceso a la cultura.

La culpa no la tuvo Malraux, con su creación, en 1959, de un ministerio de “asuntos culturales” y su plan de implantación de “casas de cultura” (que tuvo un notable éxito en Uruguay). El problema es que Malraux imaginaba que “cultura” y “arte” eran sinónimos. Eran años de reconstrucción de posguerra (sobre todo simbólica, ya que Francia tuvo un papel ambiguo durante la ocupación, que salvó vidas pero liquidó conciencias), tarea para la cual Malraux imaginó una gran red de instituciones públicas que permitiera a los franceses un acceso igualitario a las artes, a través de centros regionales, administrados por los municipios pero con fondos nacionales y participación del gobierno central en el suministro de contenidos. La política de Malraux tenía como fin apropiarse nuevamente del arte como auxiliar o socio del poder, representado en este caso por el Estado. Pero el siglo XX ya no tenía la homogeneidad y el orden que tanto necesita el mandamás para gobernar tranquilo. El arte, como reflejo de ese orden disperso, disímil y múltiple, no era funcional, como no lo era desde fines del siglo XIX, solo que las horribles guerras y revoluciones no habían permitido ponerlo de manifiesto.

La estrategia del poder, entonces, fue matar al arte. Este plan comenzó a aplicarse en varios ámbitos.

Desde adentro, con la máscara de estupor de Warhol y ropajes de moda, el concurso de los medios masivos y la idea, cara para la cadena de montaje inventada por el filonazi Henry Ford, de que solo importa lo nuevo. Desde afuera, a través de la activa participación del Estado para la aniquilación de cualquier resistencia, es decir, mediante una selección activa del arte que se apoya, se promueve y se financia. Hay que recordar que en otros tiempos los artistas no eran subversivos; había una uniformidad mucho mayor de las visiones acerca del mundo, y por lo tanto el arte pocas veces resultó amenazante para el poder. Pero después de las vanguardias de principios del siglo XX la situación era otra. Muchas obras y muchos artistas eran vistos como un peligro para la estabilidad del poder. Así, los estados progresistas, proclamando la inclusión y la democracia, comenzaron a poner bajo el rótulo de cultura a una enorme cantidad de actividades. Simultáneamente, como el arte se había convertido en sinónimo de ruptura y desafío al orden establecido, se impuso una inversión del silogismo: si el arte que vale es rupturista, lo que es rupturista es arte.

La sociología y la antropología sirvieron involuntariamente de justificación para el atropello.

El resultado es que hoy es imposible decir qué es el arte. No solo resulta imposible ponerse de acuerdo, sino que siquiera proponer una discusión sobre el asunto genera sarcasmos de buena parte de los artistas y los gestores de cultura. No solo no se sabe qué es, sino que se evita activamente la pregunta por la cosa, si se me permite la metáfora. Por lo tanto priman los criterios sociologistas: podemos hablar de cultura, pero no sabemos qué es el arte, aunque estamos seguros de que dentro de la cultura probablemente hay arte. Pero sí sabemos qué es el diseño, la publicidad y a los malabares, y sabemos que pertenecen al ámbito de la cultura, de manera que los ponemos ahí dentro. El razonamiento es un poco cínico, porque por ejemplo los diferentes modos de desfilar de la infantería de los ejércitos de los distintos países también forman parte de las culturas de esos países, aunque ningún gestor cultural los colocaría bajo su amparo. Pero no pueden explicar por qué.

Si plantar boniatos es cultura, como decía aquel Director de Cultura, tanto como escribir la divina Comedia, es claro que la meta preferida —por los gestores y por quienes quieren beneficiarse de la financiación del Estado— será la plantación y cosecha de boniatos, porque es mucho más difícil hacer un juicio acerca de la Comedia que acerca de un boniato.

Cualquier gestor cultural puede evaluar un boniato, que se puede medir, pesar y comer —¡comer, patrimonio cultural intangible, cultura!—, pero se necesita a una persona con habilidades especiales para hacer lo mismo con la Comedia. El poder no necesita personas con habilidades especiales, que suelen tener la costumbre de ser impredecibles, tanto como el arte, cuestionador y promotor de cambios. El poder necesita gente hábil para darle a la manivela que mantenga las cosas en marcha por la misma ruta de siempre.

Así, la cultura es hoy la principal enemiga del arte. El arte sobrevive en el pasillo de la muerte, encerrado en condiciones de extrema seguridad y a la espera del paredón, bajo la vigilancia de amables pero inflexibles gestores culturales.

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