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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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         UN SUAVE OLOR A PODRIDO

Conviene la crisis

Carlos Rehermann

¿Por qué Lawrence hablaba de crisis para referirse aun fenómeno asociado al orgasmo? El escritor usó el término en El amante de Lady Chatterley, no como sinónimo sino como acompañante del orgasmo. Por cierto, últimamente se habla de la profunda incomprensión que exhibe Lawrence acerca del carácter del erotismo femenino, de su rechazo victoriano de la masturbación, y de otros asuntos que convierten a aquel novelista en una especie de idiota infibulador. Pero ninguna de esas especulaciones parricidas impide aprovechar con beneficio su resignificación de la palabra.

Probablemente la repesca más famosa de la palabra fue protagonizada por el presidente Kennedy en 1959, cuando explicó, en un discurso, que en chino se escribe “crisis” mediante dos caracteres, uno que significa “peligro” y otro que significa “oportunidad”. Al parecer se trata de una interpretación simplista de los ideogramas, lo cual no ha sido obstáculo para que se popularizara entre los expertos en mercadeo de los años 1980. Dos años después del discurso de Kennedy se produjo lo que se llamó “crisis de los misiles”, que con certeza no era el tipo de crisis que el presidente había imaginado. La idea de crisis como una oportunidad para cambiar para mejor fue compartida por los revolucionarios latinoamericanos que se oponían al gobierno estadounidense y su política continental. El 16 de abril de 1967, mientras Ernesto Guevara estaba en Bolivia, la revista Tricontinental publicó un artículo en el que el guerrillero termina diciendo:

¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos Việt Nam florecieran en la superficie del globo, con su cuota de muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes repetidos al imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar sus fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los pueblos del mundo!

Poco después, un agrimensor argentino que había estado preso por falsificar cuadros de Figari, vendió una tela de Chagall para financiar una revista que plagiaba el nombre de otra: Crisis. Uno de sus mentores, Ernesto Sábato, ideólogo del nombre, hizo una trampa: registró como nombre “Ideas, artes, letras en Crisis”. En la tapa, las primeras cuatro palabras eran diminutas, de manera que la revista se conoció como Crisis. A toda costa los fundadores ansiaban una crisis. Treinta años antes, en medio de una crisis global —empezaba la segunda guerra mundial, el fascismo se estaba apoderando de Europa y en todo el mundo había simpatizantes fascistas cercanos al poder—, se había fundado en Montevideo el medio que sirvió de modelo a la revista argentina: Marcha. El nombre hacía referencia a la actitud de sus protagonistas, más que a las circunstancias de su nacimiento. Crisis sucumbió a una crisis económica y política, en 1976.

La palabra original griega se refería a separación, lo cual implica evaluación y juicio: yo separo, y por lo tanto puedo evaluar, porque veo con claridad. Lo que hacen los jueces es ordenar, separar, categorizar: criticar. Juicio y crítica son sinónimos pero nuestro uso de la palabra crisis se ancló en sus aspectos negativos, especialmente desde que Hipócrates, según cuenta Galeno, empleó el término para referirse a un momento muy especial de las enfermedades. La crisis, según aquellos médicos, era un fenómeno clave, porque desde ese momento podían pasar dos cosas muy importantes: o bien la curación, o bien la muerte. Cada enfermedad tenía un día crítico (cierta cantidad fija de días luego de contraída la enfermedad), y las crisis fueran de fecha eran consideradas problemáticas.

La crisis es el momento en el que el tiempo se abre en dos,  cuando se percibe con claridad el antes y el después, pero de eso las personas comunes —que somos como los enfermos de Hipócrates en nuestra relación con las crisis— nos damos cuenta sólo después de la crisis.

Para los médicos el momento posterior también era esencial. Debido a las escasas posibilidades de tratamiento que tenían los médicos de aquellos tiempos, la crisis tenía mucha importancia para ellos, aunque no demasiada para los enfermos. Después de la crisis el médico podía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo; el agravamiento o la mejoría eran más perceptibles. Si el caso era la mejoría, podía haber cuidados paliativos que ayudaran a evitar una recaída, o que contribuyeran a fortalecer el organismo. Pero si el caso era el empeoramiento, poco se podía hacer, más que explicar a los parientes que el fin estaba próximo. Pero para bien o para mal, la crisis iluminaba.

Cuando Lawrence hace intervenir esa palabra para referirse a ciertos momentos del encuentro sexual entre Connie Chatterley y el guardaparque Mellors,  lo relaciona con una descripción de la mentalidad de Connie que instala al inicio del libro:

Una mujer podía tomar a un hombre sin caer realmente en su poder. Más bien podía utilizar aquella cosa del sexo para adquirir poder sobre él. Porque sólo tenía que mantenerse al margen durante la relación sexual y dejarlo terminar y gastarse, sin llegar ella misma a la crisis; y luego ella podía prolongar la conexión y llegar a su orgasmo y crisis mientras él no era más que su instrumento.

  

Connie espera la crisis de sus amantes para estar tranquila, puesto que ellos han pasado a otro estadio y ya no piden nada; se trata de una forma de salir del rol que le imponen sus amantes mientras están ocupados con sus propias crisis.

En tiempos como el actual, cuando cunde un desánimo que galopa a lomos de un entusiasmo de cotillón y el lustre del desgaste se interpreta como brillo de lo nuevo, hay quienes confunden este pletórico desgano general con una crisis. Pero hay varias señales de que no hay ninguna crisis. No hay, por ejemplo, crisis de valores: se trata apenas de un desacomodo ante la propia hipocresía, porque molesta la libertad de otros, que no es la que uno reclama para sí. Tampoco suelen ser verdaderas las crisis económicas que se informa que recorren el planeta: casi siempre es que un mandatario ha desfalcado a su pueblo. Menos que menos hay crisis política; la política, en realidad, está conectada a un cóctel lítico y el pronóstico es reservado.

No es posible hablar de crisis en una época tan serena, tan igual a sí misma como la nuestra. Lo que se ve cuando se mira en dirección al pasado es tan liso y quieto como lo que se ve cuando se mira en dirección al futuro. Da la impresión de que las cosas van a ser más o menos iguales por mucho tiempo: más ciudadanos indignados que reclaman represión, gobernantes rapaces y políticos apolíticos. Nada de esto se parece a un encuentro apasionado en una cabaña del bosque o a un momento clave de la enfermedad. Da la impresión de que pasa como a veces le pasaba a Hipócrates: el día crítico pasó y no ha ocurrido nada: mala señal. Una crisis viene acompañada de una aguda sensación de que no se aguanta más. Pero esto se aguanta. Esto es suave. Estúpido, pero suave y tranquilo.

Se dirá que hay guerras atroces, asesinatos en masa, atentados sangrientos. ¿No son esas auténticas crisis? En absoluto; esos paroxismos han sido siempre los granos que componen el desierto de la historia.

Que no haya crisis explica la ausencia de crítica, es decir, de juicio. Da igual pararse aquí que pararse allá; es lo mismo lo que está viniendo que lo que se está yendo; antes y después son idénticos. La obsesión por la novedad —cualquier novedad, cualquier cosa nueva, incluso si lo nuevo es apenas una variante previsible de lo anterior, o si lo que viene es lo mismo que se fue hace dos o tres ratos— es una necesidad de ver algún cambio en este paisaje rigurosamente horizontal y sin grumos.

Las crisis están marcadas por la muerte, justamente porque se producen como pelea por la vida: la crisis de Connie es un incidente en la procreación, el comienzo de su muerte, porque cuando uno echa un hijo al mundo, ya ha cumplido con su contribución animal y se convierte en un estorbo; la crisis de Hipócrates es un juego de postergación de lo que se sabe con certeza que vendrá, más tarde o más temprano. Aquí, en cambio, no hay peligro de muerte, de modo que no hay por qué preocuparse por la vida. O tal vez ha sobrevenido ya el apocalipsis zombi: algo de olor a podrido comienza a sentirse, pero no estamos en Dinamarca y por lo demás en los supermercados hay una gran variedad de desodorantes de ambiente.

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