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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          ¿Y EL CRITERIO DEL PÚBLICO?

En realidad queríamos decir otra cosa

Carlos Rehermann

Un clásico desetiquetado

Una de las propuestas fuertes de la temporada de ópera del SODRE fue una Carmen que, se decía, proponía ciertas actualizaciones. La prensa anunció que se trataría de “una versión diferente de Carmen, la obra clásica de 1875 escrita por Bizet, [que] en vez de utilizar el lenguaje propio de esa época, optó por elementos más actuales como danzas urbanas, hip hop y problemas sociales referentes a la violencia de género.” 

El director de escena, Marcelo Lombardero, dijo que descree de los rótulos (por ejemplo, “clásico”), y explicó: “Yo creo que es importante contar la historia pero hay cosas que se pueden contar como hace  cien o doscientos años y hay cosas que no se pueden contar como hace cien o doscientos años”.

Hay aquí una filosofía clara: según Lombardero uno tiene una historia en una mano y un modo de contarla en la otra. El director se propuso contar esta historia “de manera lógica pero responsable”. Siempre se ha contado la historia de esta mujer fatal, Carmen, dice, como un crimen pasional, “y yo creo que hoy contar esa historia desde ese punto de vista no solamente es erróneo sino que es irresponsable. Para mí el problema de Carmen no es Carmen sino Don José, con lo cual ya no estamos hablando de  un crimen pasional, sino que estamos hablando de otra cosa que es un femicidio. Don José mata a Carmen porque no la entiende y la cree de su propiedad. Esa es la historia que vamos a contar. Para contar esa historia nosotros teníamos que sacar todo el pintoresquismo y el folklorismo que había alrededor. O sea sacarle los pañuelos, las mantillas, los lunares, las gitanas y las danzas españolas”.

Carmen se convierte, entonces, en una herramienta acoplable a una agenda feminista, lo cual en principio no tiene nada de repudiable. El problema es que Carmen dice algo completamente distinto de lo que se le pretende hacer decir. Lo que escribieron los guionistas, lo que dice la obra, es que la mujer muere por su propia culpa (la inconstancia, la infidelidad, la libertad) y para peor le arruina la vida a Don José. La obra manipula al espectador porque provoca pena por Don José, que es el asesino. Para convertirla en una herramienta de género hay que violentarla. Por fortuna, Lombardero no lo logra.

La historia original es bastante diferente, aunque los hechos son los mismos. La novela de Merimée es, como su anterior Colomba, un dispositivo que examina la sociedad de su tiempo desde la descripción de una comunidad exótica. En Carmen, los gitanos tarotistas, anarquistas y contrabandistas del sur de España; en Colomba, los corsos obsesionados por la vendetta. Carmen es un relato enmarcado, narrado por un arqueólogo francés al que el asesino de Carmen le cuenta su historia. Esa historia, sin el relato del arqueólogo, es la que toma la ópera de Bizet, con lo cual se pierde la voz que pone en cuestión el fondo del relato. En la ópera no hay una versión de los hechos, como en la novela de Merimée, sino que los hechos se muestran. Por otra parte, el texto de la novela está lleno de sutilezas y contextualizaciones que lo alejan de la visión machista de la ópera. La claridad con la que se expresa Carmen acerca de su condición femenina y la aceptación de su destino trágico por causa de la sumisión de la mujer de su tiempo y su lugar sería adecuadísima para reforzar el discurso feminista, pero los autores de la ópera eliminaron cuidadosamente todo ese contenido.

Aquí y ahora

Lombardero explica que el estreno de Carmen fue un fracaso y ensaya la interpretación según la cual al público burgués de aquellos tiempos no le cayó bien que los protagonistas fueran gitanos, desertores y contrabandistas. “La idea es devolverle ese espíritu corrosivo”. Aquí hay otra visión fuertemente ideológica: el artista sería un adelantado a su tiempo, que no es cabalmente comprendido por el público. Pero en realidad la ópera fue exitosa muy poco tiempo después de su estreno, de manera que los motivos del fracaso no necesariamente se debieron a la conformación social del público, que no cambió en absoluto entre el estreno y el éxito.

Debido a que la obra no transporta los significados deseados, el director dice: “Lo vamos a resignificar. A mí me gusta mucho esa palabra: la resignificación. O sea, encontrarle un significado moderno a una cosa que resuena del pasado”.  Entonces, como la obra no dice lo que queremos decir, le vamos a hacer decir otra cosa, una cosa que esté de acuerdo a lo que aceptamos hoy en día.

Esta visión de las artes escénicas es frecuente al menos desde que Artaud hizo Los Cenci, advirtiendo: “Pondremos en escena, sin cuidarnos del texto…”. Menos de tres décadas más tarde, en los años 1960, Grotowski le hace decir a Flaszen: “El drama de Wyspianski ha sido modificado en ciertas partes para ajustarlo a los propósitos del director”.  Para vanguardistas y neovanguardistas parece ser que el texto puede decir una cosa pero también otra, y uno se pregunta por qué, si un texto no dice lo que quiere el director, se eligió ese texto y no otro que diga lo que el director quiere. 

Esa misma visión de la intercambiabilidad de los significados parece muy extendida incluso hoy; al menos es la visión de Lombardero. Da la impresión de que el espíritu irracionalista de las vanguardias se instaló cómodamente en la posmodernidad, aunque después de haber perdido su capacidad para poner en cuestión las ideas dominantes.

La coartada para justificar por qué se hace una obra que dice lo contrario a lo que se quiere decir, o que dice algo distinto, suele ser que hay que atraer nuevos públicos.

  

Atraer gente

Hay una pregunta clave que parece contestada de antemano: ¿Por qué alguien debería atraer público? La respuesta más lisa es: por dinero. Si uno vive de la venta de lo que fabrica, necesita clientes. Si uno le vende al estado también necesita clientes, porque el estado se desespera por la aprobación de las masas, de manera que tiene que garantizar éxitos de público. Hay, sin embargo, motivos altruistas.

La preocupación de William Rouse, traductor de la Odisea y de la Ilíada a un inglés llano en la década de 1930 tenía sentido en aquella Gran Bretaña. Grandes hordas de lectores, hasta poco antes inexistentes, pero ahora lanzadas a la calle por las escuelas gratuitas, eran atrapadas por las publicaciones baratas destinadas a adolescentes (como explica Orwell en “Boys’ Weeklies”), mientras que la alambicada lírica de los traductores de los clásicos las expulsaban de los libros. Eran los tiempos de Joyce, cuando parecía posible escribir “como se piensa”, ya no como se habla —que era el lema de Rouse—, contribuía a convencer a una parte del público de que a la literatura le había llegado la hora de la libertad. Ya no se trataba de escribir como escritores sino de escribir como una persona cualquiera, un teórico “hombre común” al que la industria editorial le venía dedicando una colección de libros (“Everyman’s Library”). Para Rouse esa era una forma de ser fiel a Homero. Pero sus motivos no eran económicos. Como muchos, Rouse estaba convencido de que leer a los clásicos hacía bien.

“Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura”, dice Calvino en una de sus tesis de Por qué leer los clásicos. No importa si hemos leído o no la Odisea: su impronta está en nuestra cultura, y cuando leemos la visita que Ulises hace al reino de los muertos, sentimos el estremecimiento de un regreso. Un recuerdo que la lectura despierta, que quizá entró a nuestra memoria en la infancia, cuando sin prestar atención lo absorbimos a través del relato lejano de un partido de fútbol que escuchamos a través de una ventana de una casa vecina, en el que Solé trasmitía el dolor del reencuentro con la madre que Ulises no sabía muerta, y que ahora se acerca al umbral del infierno a beber la sangre de los sacrificios; no lo sabíamos, y el relator del partido tampoco, y creía estar relatando la infructuosa defensa que un zaguero hacía de su arco pronto a caer, pero no importa: los clásicos están ahí, y por eso son clásicos. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

Bien, pero  ¿por qué no hay mantillas ni gitanas ni lunares en la puesta de Carmen que se hizo en el SODRE? Al parecer, las mantillas y los lunares serían rechazados por cierto público que en cambio acepta una troupe de bailarines de hip hop.

Pero si se cambia la coreografía y se proyectan fotos de mujeres víctimas de violencia de género, ¿por qué se mantiene sin cambios la letra de las canciones, los diálogos y cada una de las notas de la partitura musical? Si el significado de la historia es inconveniente, de modo que hay que cambiarla para que se acomode a la agenda de género, ¿no habrá en las notas musicales la misma ideología misógina que hay en la historia? ¿Por qué no se cambia la partitura, y se pone algo de Cold Play, que es bastante educadito y respetuoso de las diversidades, y se cambia la letra por alguna poesía consensuada entre colectivos de base y académicos bienpensantes? Es decir, ¿por qué se hace Carmen y no se hace otra cosa, si es que Carmen dice cosas que no queremos decir? Quizá por el esnobismo de sostener un clásico aunque no sepamos por qué. Quizá para complacer a una comunidad aferrada a la nostalgia de una cultura de élite. Quizá, esperemos, porque la fuerza de los clásicos se impone incluso a quienes tienen una agenda.

Siempre que se ponga en escena un clásico habrá una visión marcada por el contexto. La fidelidad es una entelequia, pero tenemos el deber de buscarla. Un criterio como para empezar sería no intentar hacerle decir a las obras lo que no dicen.

En el fondo, además del ansia por arrear multitudes a las salas de espectáculos, hay cierta soberbia de los artistas y productores. Quizá fuera mejor hacer Carmen (o cualquier otro clásico) dejando que las personas ejercieran su criterio, y juzgaran por sí mismas la obra, algo que tal vez hagan mejor que los realizadores.

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