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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          RETIRADA DEL ARTISTA

El problema técnico y la gestión

Carlos Rehermann

El problema del arte

El problema técnico no es el único problema que plantea el arte, pero sí el que más preocupa al artista. En realidad “problema técnico en arte” es un pleonasmo.

Hacer un recorrido histórico por el arte con la finalidad de explicar este punto tiene numerosas dificultades. Entre otras cosas, la definición de arte abarca tantos asuntos que resulta difícil otorgarle un lugar en el diccionario. Su esfera incluye la pintura de paredes de una caverna del paleolítico —que se cree que tenía usos mágicos—, los frisos ornamentales de un baño romano —casi siempre el ornamento entra en la categoría de arte si es suficientemente viejo, de manera que el friso decorativo del baño del bar “Los girasoles” de Montevideo quedará fuera del mundo del arte al menos hasta dentro de un siglo—, los retratos de prostitutas mantenidas por los reyes y prelados de la Europa renacentista que probablemente cumplían funciones parecidas a las de una revista Penthouse de 1970—, los 21 autorretratos de Rembrandt —el Absoluto hecho visible—, la cama cuidadosamente mugrienta de Tracey Emin — cuya finalidad fue la de atemorizar a los jurados del premio Turner, que al salir del salón de deliberaciones miraban nerviosos alrededor, imaginando que la artista se abalanzaría sobre ellos armada con un consolador gigante de un ominoso color negro, mientras se rascaba su famoso herpes labial—, y mucho más.

El difunto Arthur Danto cortaba por lo sano cuando dictaminaba que “arte” fue algo que ocurrió en Occidente entre el siglo XV y la década de 1960. Sus razones son muy atendibles y su definición es clara. Su trabajo se limita al arte visual, pero sus elaboraciones acerca de la muerte del arte podrían extenderse a otros géneros. En realidad este es un mundo de zombis.

Los artistas, con diferentes clases de buen tino, se niegan rotundamente a considerar que el arte ha muerto. Tanto quienes podrían calificarse de tardowarholianos (es decir, los cultores del arte conceptual) como los pospicássicos (todos los demás, que son los menos) tienen motivos valederos para negarse a la muerte: unos, porque sostienen que lo que hacen es arte; los otros, porque sostienen que lo que hacen es arte. Ambos grupos sostienen que lo que hacen los demás no es arte. Unos, con expresiones de condescendencia y superioridad; los otros, con miradas de rabia y temor. ¿Qué se puede decir acerca del problema que se le plantea al artista al momento de ponerse a trabajar, si no es posible ponerse de acuerdo acerca de qué es el arte? Lo interesante de este problema es que justamente no es necesario definir nada para resolverlo. El problema del artista es un problema técnico. Se puede ir a la historia para poner un ejemplo, sin que se haga necesario mencionar nunca la palabra arte.

Problema técnico 1

Los pintores flamencos del siglo XV desarrollaron la técnica de la pintura al óleo hasta llevarla a cumbres luego difícilmente superadas. ¿Cuál era el “problema técnico” de aquellos pintores? La respuesta no puede ser más clara: no lo sabían. Los clientes de esos pintores, la nueva clase burguesa que estaba inventando el capitalismo, estaba muy interesada en mostrarse con sus posesiones: monedas de oro, vajilla de plata, pieles de animales, sedas de la China, terciopelos, maderas nobles y mujeres. Bien, pero ¿qué problema suponía esto para un pintor? Si hasta ese momento su clientela estaba compuesta más que nada por clérigos y aristócratas, que pedían asuntos religiosos o heráldicos, pues bien, ahora sería cuestión de cambiar de tema y mostrar objetos caros dentro del marco.

Pero no era tan fácil. El temple, técnica predominante por entonces, carecía de las posibilidades del óleo para describir brillos, texturas, transiciones, profundidades y transparencias. La sensualidad requerida por los temas (se trataba, ahora, de representar superficies, cosas, y no ideas o creencias) no se hacía presente en la chata suavidad del temple. Pero era imposible que los artistas o los clientes pudieran entender el problema que se estaba configurando, porque no había nada con qué compararlo. El proceso que lleva de Broederlam a Van Eyck es precisamente el camino de elaboración del problema. El problema no estuvo bien planteado hasta que apareció su solución. El día que “El matrimonio Arnolfini” estuvo terminado, el problema técnico quedó simultáneamente planteado y resuelto.

Esta idea ha sido frecuentada especialmente por científicos y filósofos de la ciencia. Jean Hyppolite, compañero de Sartre y Merleau-Ponty, maestro de Foucault y Deleuze, la formuló así: “Se afirma frecuentemente que un problema bien formulado es un problema resuelto, lo cual es cierto. Se olvida, sin embargo, añadir que el problema queda bien planteado solamente después de haber sido resuelto”.

Problema técnico 2

El problema de la persona narrativa en la novela moderna siguió un proceso que reafirma esa intuición. Robinson Crusoe está narrada en primera persona. Como hace notar John Mullan, “la primera palabra de la primera novela inglesa es «yo»”. En la primera edición Defoe no figura como autor del libro; debajo del título sólo está la frase “Escrito por él mismo”, refiriéndose a Crusoe. Para los lectores de las ficciones de comienzos del siglo XVIII el problema de la persona narrativa era un asunto clave. Hasta que la ficción no comenzó a consumirse predominantemente a través de lecturas personales, el narrador era el aeda o el contador de cuentos. Estaba clarísimo quién hablaba: el tipo que estaba contando la historia. Pero en un libro, si un personaje dice “yo” —razonaba plausiblemente un lector de aquellos tiempos—, entonces ese personaje tiene que ser el autor del texto. Por eso “Crusoe” y no “Defoe” en la tapa del libro. Se necesitó un siglo entero para que la primera persona —con frecuencia en forma epistolar— hiciera lugar a otras posibilidades. El problema técnico de Defoe quedó solucionado sólo cuando pudo poner su nombre en la tapa del libro, es decir, cuando se entendió completamente. Y eso fue posible porque el público fue parte esencial del planteamiento y la solución del problema, que supuso un enorme movimiento social, el acceso de grandes masas de población  a la comprensión de codificaciones muy sofisticadas de texto, es decir, las incontables variedades de la ficción.

Gestión

Quizá porque hay una necesidad de racionalidad de la economía de los estados, en las sociedades modernas se ha venido conformando una profesión vaga, mezcla de vocación diletante con ansiedad por la eficiencia económica, llamada gestión cultural. No se trata, por cierto, de una especialidad nueva, aunque sí ha sido muy recientemente que las escuelas superiores le han dado un lugar y le han construido una currícula.

Es frecuente que los gestores contratados por el Estado o por grandes instituciones lancen ideas para convocar artistas a presentar propuestas u obras con cierta temática o perfil ideológico. Así, se convoca a concursos de cuentos sobre la democracia, piezas de teatro sobre la diversidad, obras de arte visual sobre la violencia de género. Ya se habló aquí mismo del fracaso inevitable de esas prácticas, examinados los resultados con las herramientas de la crítica. Pobreza de ideas, penuria técnica, fractalidad del tedio, horror a la incorrección, es decir, sumisión a morales heredadas. Lo esencial del asunto central que ocupa a los artistas, es decir, el problema técnico, es que no está ni clara ni completamente formulado, de manera que no es posible un trabajo fructífero que no gire en torno a un problema técnico. Por supuesto, esto está muchísimo más allá del interés de un gestor, al menos de la mayor parte de aquellos que trabajan para grandes instituciones privadas o públicas.

La conversión de la crítica en teoría, es decir, el abandono de la descripción por la prescripción, fenómeno que comenzó hace medio siglo en la Academia estadounidense y se expandió bacterianamente por todo el planeta, es perfectamente funcional a la tarea burocrática de la gestión de cultura. El problema no es ni de los gestores ni de los gobernantes, sino, muy probablemente, una respuesta inevitable a los cambios sociales que trastocaron los sentidos del arte en el mundo de los últimos 150 años: la pérdida del aura que explicaba Benjamin hace 80 años, refiriéndose a procesos que habían comenzado casi un siglo antes. Los artistas dejaron de ser factores de una conexión entre el mundo oscuro, sucio y más o menos idiota de la producción de riqueza y el asesinato en nombre de la patria y una esfera trascendente del ser. No es que ya no haya artistas que efectivamente nos hacen sentir ese contacto superior; es que los estados ya no los necesitan para sobrevivir.

Los productores de cine estadounidenses fueron quizá los primeros en poner en marcha de manera agresiva y notablemente dinámica, y por lo demás enormemente exitosa, el mecanismo de gestión que actualmente domina el mundo, hacia los años treinta del siglo pasado (cuando Benjamin hablaba de la pérdida del aura). Los cuentos de Scott Fitzgerald protagonizados por su personaje Pat Hobby, guionista de la época muda expulsado por el sistema de gestión moderno —esto es, de los años treinta—, muestran con amargo humor la muerte del cine como arte en Hollywood. El ajuste es comprensible, y para que las empresas funcionen, quizá necesario, ya que los capitales iniciales requeridos para realizar una obra cinematográfica son muy grandes. Los capitalistas necesariamente tienen que controlar la empresa y no pueden permitir que unos irresponsables (como de sobra se sabe que son los artistas, especialmente después de la pérdida del aura) se pongan a jugar con su dinero.

En la actualidad la producción sigue más o menos procesos similares en todos los géneros artísticos. Los libros se producen de acuerdo a planes diseñados por gestores editoriales; los artistas visuales han cedido terreno a los curadores, que son los gestores del arte visual, quienes promueven, ordenan, organizan y redactan textos orientadores para las exposiciones que realizan; lo mismo puede decirse de la música y el teatro. El protagonismo y la fuerza renovadora se han ido retirando del espacio de los creadores para afincarse clara y definitivamente en el espacio de los gestores, curadores, y editores.

El problema técnico en arte es perjudicial para la industria y el comercio, y la solución de la gestión es borrarlo del paisaje. El arte es una actividad irracional, antieconómica e imprevisible, y por lo tanto choca contra la racionalidad requerida para que el mundo marche bien, de acuerdo a lo que un gobierno en sus cabales necesita. Pero la insistencia de algunos gestores, basados en especulaciones de algunos economistas acerca de los beneficios económicos de la cultura es muy perjudicial para el arte (en general se evita la palabra arte y se habla de cultura, algo que se podría denominar una negación militante de la especificidad del arte). Esa tesis infundada lo único que logra es habilitar un proceso de evaluación económica de los proyectos artísticos, con lo cual se construye un desbalance que necesariamente dejará afuera, a la corta o a la larga, a los proyectos artísticos que no cumplan con el requisito de una gestión a priori, completamente ignorante del sentido del problema técnico.

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