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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          NAVEGACIÓN Y SINSENTIDO

Imposibilidad de la isla

Carlos Rehermann

Náufragos

En 1980, una muchacha inglesa
llamada Lucy Irvine contestó el siguiente aviso publicado
por la revista Time Out:

"Un año en una isla desierta tropical. Se necesita "esposa" de entre 20 y 30 para acompañar hombre de más de 35".

El autor del aviso, Gerald Kingsland, era un inglés de 49 años que escribía cuentos de ciencia ficción con el aire cosmogónico (o delirante) de un Olaf Stapledon. Había sido editor de Mayfair, una revista inglesa parecida a una cruza entre las Playboy y Penthouse estadounidenses, oficio que abandonó para cultivar vides en Italia.

Lucy había sido algo así como una rebelde desde los 11 años, edad que tenía cuando escapó de la escuela por primera vez, aunque en ese entonces era empleada de una oficina de la entidad recaudadora de impuestos. Fue la elegida de Kingsland entre casi 60 mujeres que contestaron su aviso.

Uno de los problemas que debieron enfrentar los futuros isleños fue la dificultad para encontrar una isla desierta. Kingsland había pasado una temporada en la isla del Coco, en territorio costarricense del pacífico, con dos de sus hijos, y también en la isla Robinson Crusoe del archipiélago de Juan Fernández, en territorio chileno, esta vez con una chica Viernes, pero en ambos casos las islas, aunque con poca densidad, estaban habitadas.

Alguien les dijo que Australia tenía un programa de colonización de territorios vacíos. Allá fueron Gerry y Lucy, y efectivamente, el gobierno les consiguió una isla desierta: Tuin, una porquería sin agua dulce de dos mil metros de largo y 500 de ancho, cerca de dos islas grandes (Badu y Moa, cuyos habitantes aborígenes salvarían sus vidas varias veces), a medio camino de Papua-Nueva Guinea. Pero para darles el permiso para colonizarla les exigió que se casaran.

Lucy escribió Castaway, que se publicó en 1983, y Gerald escribió The Islander, publicado un par de años más tarde. Ambos cuentan la historia de los 13 meses que pasaron en Tuin. En 1986 se produjo una linda película, Castaway, con un extraordinario Oliver Reed (¿cómo un actor puede hacer siempre, todo, de manera extraordinaria?) como Gerald y una ajustada Amanda Donohoe como Lucy.

Isla desierta tropical: poca ropa. Lucy estaba siempre desnuda, pero no le concedía a Gerry el beneficio del amor. Gerry, un individuo sensual, era al mismo tiempo respetuoso de los espacios del prójimo: el sexo ocurrió solo cuando Lucy quiso, casi un año después del desembarco en la isla. La estadía se convirtió en una tortura erótica para el varón y en una tortura existencial para Lucy, que esperaba que su compañero fuera un individuo responsable, que se ocupara del refugio y la comida, y no de escribir libros sobre viajes interestelares.

Kingsland murió en 2000 y Lucy vive en una casa rodante en un terreno de Escocia que compró con los ingresos de su libro sobre esa aventura. Desde entonces ha publicado otros dos libros de crónicas (Runaway, sobre su adolescencia, y Faraway, sobre un matrimonio de náufragos voluntarios, como ella, que la contrataron para que escribiera su historia), además de una novela y un libro sobe el cultivo de cerezas. 

Ni una mujer

Hace notar el crítico John Mullan que la primera novela inglesa, Robinson Crusoe (el título original es agotadoramente largo), está escrita en primera persona, hecho del cual extrae interesantes conclusiones acerca de la historia de las literaturas nacionales. Resumiendo un poco brutalmente, la idea es que algo nace cuando un yo decide empezar a hablar. Al mismo tiempo, es claro que la novela habla de la vida de un personaje (Crusoe pasa 28 años en la isla, es decir, positivamente una vida) y de una peripecia radical (la construcción de una supervivencia).

La literatura de naufragios será, desde entonces, la novela evangélica. La salvación es el tema explícito, y la virginidad del mundo del náufrago da la oportunidad para que el yo del autor exprese su ideal del mundo. El pastor suizo Wyss escribió, un  siglo después de Defoe, su Robinson suizo, pieza clave para desentrañar el género. Pues si es plausible que un inglés, isleño él mismo, súbdito de un imperio global, imagine un héroe naufragado capaz de esclavizar a un aborigen sin que éste lo perciba, parece delirante que a un suizo se le ocurra que alguien se pierda en una entelequia tan extravagante como una isla desierta. Pero a Wyss le interesaba sobre todo la metáfora del mar, sustancia de cuya realidad no tenía una idea demasiado clara.

Jules Verne, el más prolífico inventor de naufragios, admiraba sin límites el libro de Wyss, al punto que llegó a escribir una continuación de la historia. Varias de sus novelas tratan de naufragios, y algunas son explícitas parábolas acerca de la posibilidad de construir una sociedad armónica. Dos años de vacaciones, Escuela de Robinsones, Los hijos del capitán Grant, Los náufragos del Jonathan, El faro del fin del mundo, Naufragio del Cinthia, y especialmente La isla misteriosa, dialogan con los libros de Defoe y de Wyss.

La isla es el ambiente ideal para construir un relato filosófico: Thomas More colocó allí su Utopía, Wyss quiso educar a los jóvenes, y el inglés Ballantyne multiplicó por tres a Crusoe en su La isla de coral, donde sigue a Defoe en sus consideraciones edulcoradas sobre la supremacía del cristiano blanco, asunto que convenció a miles de maestros del imperio de su valor educativo. Pero en ninguna de esas historias se logra la sociedad ideal. Falta algo, lo cual es bueno, ya que mantiene andando el relato. El problema es invariablemente traído de afuera: bandidos, piratas, caníbales, incluso en el libro que más se acerca a la construcción de una sociedad ideal, La isla misteriosa, de Verne.

  
Allí un ingeniero, un periodista, un marinero, un sirviente negro y un joven (es una lista estrictamente borgiana) se instalan y van reinventando la tecnología de la Europa de su tiempo (la década de los setentas del siglo XIX), para ponerla al servicio de una granja semiautomatizada , un aserradero y astillero y un taller donde fabrican pequeños artefactos que hacen amable la vida en una cómoda caverna que les sirve de hogar. No se le ocurrió a Verne que la evidente vocación metafórica de su historia deja muy a la vista la falta de mujeres. Ya en el libro de Ballantyne, 20 años más viejo, los tres muchachitos de 14, 15 y 18 años, bañándose desnudos en el mar tibio y transparente, y jugando a perseguirse y atraparse, ponían en peligro el interés que podrían tener los lectores por los piratas y los caníbales de las siguientes páginas.

¿Navegar adónde?

La metáfora del mar y sus caminos, del rumbo, de las tempestades, de los naufragios, sigue siendo recurrida, especialmente por políticos que jamás anduvieron en bote, y quizá explica la ausencia contemporánea de historias de naufragios e islas.

La metáfora del rumbo viene de perillas para criticar a un oponente en presencia de la masa votante. Para saber por dónde se avanza en el mar, esa cosa amorfa que parece igual en todas direcciones, el experto maneja unos instrumentos raros que le permiten saber, haciendo eje en el cosmos, qué viento hay que seguir. Ver a un individuo mirar la nada con un sextante para después inscribir misteriosos signos y trazados angulares sobre una carta marina es participar de una liturgia. Cuando el político de oposición dice que el gobierno desconoce el rumbo que está tomando, está diciendo que él sí sabe manejar el sextante. A los demás nos resta apenas admirarlo.

Un siglo justo después de la publicación del libro de Ballantyne sobre tres adolescentes tan límpidos como para publicar sus retratos en estampitas del Vaticano, William Golding terminó definitivamente con la posibilidad de escribir una historia de naufragios al publicar El señor de las moscas, cuya tesis parece ser que vivimos en el mejor de los mundos posibles. También es posible ver la historia como una puesta al desnudo de los vicios de la sociedad organizada. En todo caso, liquidó de un teclazo la aventura romántica isleña.

El cine, por supuesto, no se preocupó en absoluto por la demolición que emprendió el escritor, y produjo nuevas historias de náufragos pensadas para personas que jamás leerían a Golding. La más interesante es La laguna azul, que retoma el tema de la virginidad, esta vez estrictamente, para canalizar algunas culpas de los adolescentes de los años 1970. La historia se basa en una novela irlandesa publicada en 1908, cuando aún era posible imaginar islas paradisíacas y en Europa empezaban a fundarse comunidades naturistas. La película se presentó en las salas el mismo año que Lucy Irvine contestaba el aviso de Gerald Kingsland para irse a vivir a una isla desierta.

Quizá en 1980 todavía había espacios por conquistar, o surcos posibles en la parte acuosa del mundo. Alcanzaba la madurez sexual la primera generación nacida después de la invención de los anticonceptivos orales. La metáfora del rumbo era plausible para el público adolescente, y una más, la del navío como cuerpo del héroe, se activaba con fuerza. Para las filosofías dualistas, comunes en occidente, el navío representa a la perfección el cuerpo que transporta el alma, sus pasajeros. El relato de un naufragio es una historia que sigue a pies juntillas el modelo de Campbell: el héroe es obligado a pasar a otro mundo (la isla); en el proceso pierde el barco (la vida física), pero su espíritu (los náufragos) atraviesa un período de aprendizaje y finalmente logra reconstruir una nave (un cuerpo nuevo, más esencial, simple, frágil, pero que la fortaleza espiritual mantiene entero) que le permite volver al mundo.    

El problema es que ya no parece evidente que haya algún sentido en la navegación. La aventura de Gerald Kingsland y Lucy Irvine no fue la de emprender una nueva vida en Tuin. Su peripecia fue anterior a su llegada a la isla, y consistió en una búsqueda burocrática en oficinas del catastro y del censo de varios países. Todavía no hemos encontrado la manera de contar esa historia, necesariamente trágica.

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