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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA MIRADA VACÍA

Impreco, luego existo

Carlos Rehermann

Pocos días después de la muerte de Gabriel García Márquez, un escritor uruguayo hizo un comentario en su columna radial semanal, acerca del valor de la obra del fallecido. Un resumen de lo que dijo podría razonablemente ser el que sigue:

García Márquez escribió algunos buenos libros a partir de Cien años de soledad, pero luego de El amor en los tiempos del cólera ya no produjo ningún libro a la altura de aquellas novelas. Comenzó su carrera siendo un mal escritor, y la terminó siendo pésimo. [Al final de su espacio, recomendó la lectura de tres novelas, para quienes no conocen la obra del escritor: las dos mencionadas y Crónica de una muerte anunciada. Acerca de la misteriosa decadencia de la calidad literaria de su trabajo de los últimos 30 años, el especialista aventuró la hipótesis de que el escritor había dicho todo lo que tenía para decir antes de 1990. (La grabación de la columna está disponible aquí).]

La columna, de una duración de 30 minutos, abunda en otras consideraciones que tienen que ver con el contexto histórico y cultural del escritor. Al día siguiente de la emisión del programa, una oyente publicó un comentario en Facebook. El comentario tenía un error, pero el contenido es lo menos importante. De inmediato varios de los amigos de esta usuaria de Facebook expresaron su solidaridad propinando en grupo la siguiente golpiza al conductor del programa de radio y al columnista (se consigna solo la lista de epítetos):

mediocre, frustrado, disfrazado de intelectual, narcisista, pedante, pobre tipo envidioso, se cree superior, no lo conoce ni la madre, hijo de canalla, escritorcito, pigmeo, tipo de temer, peligroso, tonto, boludo, enano, canalla, Eróstrato.

¿Qué irritó tanto a esas personas, que necesitaron insultar y agredir al columnista y al conductor del programa? Si se examina con cuidado la lista de diatribas y las frases en las que se insertan (que ahorramos al lector),  parece claro que lo que molestó a algunas personas fue que se dijera que García Márquez no produjo una obra sublime, perfecta y absoluta, sino que tuvo momentos buenos y momentos malos. Parece que lo más importante no es la obra sino la figura del autor. 

Uno podría (o querría) creer que un espacio como Facebook, donde las personas pueden expresarse libremente a través de innumerables formatos, permitiría esa "situación ideal de habla" que definió Jürgen Habermas: una comunidad de intercambio de ideas, de confrontación racional, de argumentación fundada, en la cual la situación sociocultural de los hablantes carece de importancia. Pero como se ve, el mecanismo que comenzó a funcionar en esa discusión de Facebook fue típico del accionar de una horda.

Mientras Atila no se paró a conversar con nadie, le fue bien: acercarse, arrasar, alejarse. El día que aceptó hablar tuvo que retirarse para siempre sin pelear.

La acción de la horda de Facebook consistió justamente en impedir que llegara a configurarse una situación ideal de habla. Algunos de los insultos que se profirieron durante la discusión, como "disfrazado de intelectual", "escritorcito", "no lo conoce ni la madre", "Eróstrato", manifiestan gran maestría para la síntesis imprecatoria. Colocan al oponente en cierto lugar social desde el que se supone que opera con frustración personal y profesional. Mientras tanto se impide escuchar razones a quienes son testigos de la discusión.

En determinado momento del intercambio en Facebook uno de los agresores pregunta por los motivos para sostener determinado punto de vista, y cuando se explica que justamente la profesión del columnista es la de crítico literario, con estudios de posgrado en la materia, uno ya cayó en la trampa, porque el otro se defiende diciendo que él es apenas un lector común, y la discusión se empantana en cuestiones como la legitimidad que puede tener un doctor en letras para hablar de literatura y el derecho de los lectores sin formación académica a dar sus puntos de vista. Es decir, se insiste en atender las circunstancias socioeconómicas del interlocutor, y no su discurso.

Toda racionalidad queda alegremente perdida, y vuelve, por milenios incansable, el argumentum ad hominem.

El problema de no existir

No existir es un asunto preocupante, aunque en ocasiones puede llegar a ser un alivio, como sostienen algunos suicidas. En términos generales pensar en demasía acerca de la propia inexistencia no tiene consecuencias muy edificantes.

Algunos pueblos desarrollaron una estereo-angustia acerca de la inexistencia: metidos entre dos nadas, les preocupaba no solo a dónde vamos sino de dónde venimos. La reencarnación y la ley del Karma resuelven el asunto, del mismo modo que el infierno y el empíreo solucionan las angustias cristianas. Los paganos tenían una versión del más allá bastante horripilante: para ellos, estar muerto era francamente un desastre lamentable, y para explicarlo convertían la inexistencia que se produce con la muerte en algo más sutil: una existencia vaga, una brumosa sombra semiconsciente, constituida por el dolor perenne de saberse casi nada hasta el fin de los tiempos. En realidad la inexistencia es inimaginable; lo horrible es constatar que nuestra existencia es desleída.

La sensación de no existir que experimenta cada vez más gente con progresiva intensidad es explicada por el antropólogo estadounidense Thomas de Zengotita como consecuencia de la sobreexposición a los medios de comunicación de masas.   

Zengotita dice que nuestra manera de mirar cambió a lo largo del siglo XX. Cuando uno mira una pantalla (en general cualquier medio de comunicación de masas, incluyendo los carteles publicitarios estáticos), la actividad que se produce es muy diferente a la que ocurre cuando uno mira un árbol o cualquier objeto de la naturaleza o del entorno. El árbol se deja mirar; nuestra mirada va hacia el árbol. En cambio, cuando uno mira un mensaje emitido por un medio masivo el mensaje lo mira a uno; uno es el destinatario, y es tratado como alguien muy especial. Uno es un objeto de deseo: objeto del deseo de ventas del anunciante. Sentirse deseado es halagador, incluso si sabemos que es porque simplemente alguien quiere nuestro dinero.

El mundo de los medios masivos se convierte, así, en el único mundo que tiene algún interés para mí, puesto que se muestra interesado en mí. Mi mirada, entonces, empieza a perder intensidad; ya no va hacia el mundo, sino que yo me dejo mirar por el mundo.

En ese punto yo adquiero la misma naturaleza perceptual que el famoso. Lo que define al famoso no es lo que hace, sino su función de dejarse mirar, es decir, hacerse desear. Todos nosotros tenemos esa misma función para los medios, cuyo sentido último es dar espacio a la publicidad: nuestra función es dejarnos mirar, hacernos desear. El problema es que uno no es realmente famoso: es decir, no aparece en las pantallas.

Entonces uno empieza a tener, dice Zengotita, la sensación de no existir. Como nuestra mirada perdió energía, ya no va hacia las cosas, para recuperarla hay que ponerse en el lugar desde donde sí la mirada se proyecta: los medios. Si no entramos a los medios (es decir, si no nos convertimos en famosos) no podemos mirar. Zengotita resume que si uno no es famoso experimenta una intensa sensación de inexistencia. Surge así una misteriosa angustia por la propia inexistencia. Terrible angustia, inexplicable, porque uno sabe, o al menos recuerda que le enseñaron, que existe. Es el comienzo de la locura.

La creación de una figura absoluta (en el caso de García Márquez, un artista total, incuestionable, cada una de cuyas creaciones es perfecta, incuestionable y sublime) es muy conveniente para los dueños de los derechos de reproducción y venta de sus libros. Semejante construcción sirve además para reafirmar el rol consumidor de quien no tiene permitido el cuestionamiento. Si además de experimentar  la angustia por no existir se nos derriba la imagen de los famosos que sí existen, entonces ni siquiera nos queda la esperanza de ser, alguna vez, famosos nosotros mismos. Cualquier ataque a un famoso es un ataque al poco resto de existencia que aun tengo.

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