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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL VERDADERO OBJETIVO DE LA EDUCACIÓN

La dificultad

Carlos Rehermann

Difícil uno

Nicolás es un barbero que con su
amigo, el cura Pero, se pasa un capítulo entero revisando la biblioteca de don Quijote en busca de la causa de su locura. En cierto momento el cura menciona un libro que allí no se encuentra: Orlando furioso, de Ludovico Ariosto, del que elogia el original italiano y condena a la hoguera su traducción castellana. Nicolás, entonces, dice algo extraordinario: “Lo tengo en italiano, pero no lo entiendo”. 

¿Por qué querría alguien conservar algo que no entiende?

Para Nicolás está claro que él no entiende porque no sabe. Si lograra acceder a cierto conocimiento (en ese caso, el idioma italiano), la dificultad desaparecería.

Cervantes leía en italiano, entre otros motivos porque había vivido en Italia, pero probablemente se las habría arreglado de todos modos para conocer el idioma que había dado tanto a la poesía. El escritor tenía un interés profesional. El comentario de Nicolás es una recomendación de Cervantes: hay que esperar a estar listo para cada libro.

A los quince años yo quería leer Orlando furioso aunque nadie me había hablado del libro. Mi interés había empezado por una pintura de Tiziano bastante simple e impresionante, que se conoce como “Retrato de Ariosto”, aunque se sabe casi con certeza que el modelo no fue el poeta. Es una pintura que innova el arte del retrato en varios aspectos, tanto compositivos (mediante una puesta en abismo del encuadre) como de la proxémica del modelo (una torsión que relaciona el plano de la tela con el eje transversal de las miradas, tanto de la figura como del espectador). Busqué en alguna enciclopedia aquel nombre, para saber a quién podía pertenecer un gesto tan airado. Resultó que no era un príncipe ni nadie poderoso, sino un poeta que había escrito un libro con un título notable. Mi ánimo adolescente, en los tiempos en que nuestros ceñudos gorilas se empeñaban en meter fierros entre los engranajes del tiempo, entendía perfectamente que un poeta escribiera acerca de la furia de un individuo. Claro, mi mala lectura había empezado aun antes de acceder al texto: furioso, me parecía, era alguien enojado y gritón, pero, si bien el pobre Orlando ciertamente se enoja y grita, su furia es locura de amor por Angélica. Olvidé el libro hasta que su lomo de diez centímetros se me echó encima una tarde, en una librería. Caramba, bastante bueno era que alguien escribiera sobre la furia del tal Orlando, pero que escribiera mil páginas significaba que se trataba de un furia digna de ser leída. 

Lo compré. Traté de avanzar a través del primero de sus cuarenta y seis cantos. Imposible: las frases parecían construidas por un disléxico, aunque era bastante probable que el problema fuera responsabilidad del traductor, el tal Jiménez de Urrea que Cervantes habría mandado quemar. Una vez que desentrañaba el sentido de los versos, la abundancia de nombres y de referencias históricas y mitológicas me obligaba a ir a las notas por lo menos una vez por página. Para aumentar la incomodidad, las notas no estaban al pie de las páginas, sino al final del libro.

Mis tenebrosos profesores de literatura no sirvieron de mucha ayuda. Uno de ellos, que solía ser convocado por los curas para pronunciar discursos en las festividades cívicas, tenía una oscura obsesión por La leyenda patria y una incapacidad radical para expresarse mediante los instrumentos que la naturaleza ha provisto al ser humano para emitir la voz; él ladraba. De manera que no hizo comentarios a mi insinuación de una orientación para la lectura del Furioso; apenas mostró los dientes. Quizá el móvil principal de los personajes (el deseo unánime, desenfrenado, ininterrumpido, ubicuo, por Angélica) lo dejaba mudo. Al año siguiente, una simpática profesora, mucho más parecida a un ser humano, me recomendó lecturas más actuales y —dijo— cercanas, pero en ese momento no fui capaz de entender la expresión de su mirada. Sospeché que ella no había leído la obra de Ariosto —habría aprovechado aquellos desbordes—, y en todo caso no era en absoluto una Angélica que me hiciera abandonar la intención de leer para dedicar mis energías juveniles a otros menesteres.

El libro permaneció en mi biblioteca. Cada invierno me asaltaba un amor súbito por Ariosto, corría al anaquel, abría el libro y descubría que seguía siendo más o menos ilegible. La situación me inquietaba, porque lo que yo había ido aprendiendo acerca de la ilegibilidad era que con los libros las cosas funcionan al revés: empiezan siendo legibles y se vuelven ilegibles con el paso del tiempo.

Por ejemplo: yo había leído Han de Islandia, de Victor Hugo, cuando tenía doce años, y ya a los dieciséis me había resultado intransitable. En ese tiempo, en cambio, leía Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, que a los veinte se convirtió en tan impenetrable para mi entendimiento como una piedra de magnetita para un rulo de manteca. Sí: a los veinte estaba sumergido en Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon, devenido  chatarra a los treinta. Es que a los treinta leía los Diarios de Anaïs Nin, vuelta insoportable a los cuarenta.

Pero Orlando furioso había empezado siendo ilegible, y pasado el tiempo había seguido más o menos en el mismo estado, aunque misteriosamente cada visita permitía la chispa de una octava clara como un cielo de marzo (el libro se organiza en estrofas de ocho versos). Como sea, yo lo conservaba en un estante, como el barbero Nicolás. Empecé a creer que, si tuviera algo de tiempo —quince días, a razón de tres cantos por día, en una pousada con pensión completa y habitación con terraza sobre la Playa 3 del Morro de Sao Paulo, por decir algo—, podría aprovechar su lectura.

Un invierno, por fin, se me ocurrió que si supiera italiano tal vez podría seguir el consejo de Cervantes. Después de todo, se dice que Schliemann aprendió griego leyendo La Ilíada. ¿No podría yo —pensé, veinticinco años después de haber comprado el libro— aprender italiano leyendo el Orlando furioso?

No, no aprendí italiano leyendo el Furioso, pero aprendí a leer el Furioso leyéndolo en italiano. Más de treinta años después de haberlo intentado por primera vez, pude entenderlo. Ahora retengo la lectura, demoro en terminarlo, porque descubro en cada ocasión que el mundo está todo el tiempo en génesis.

Pasó demasiado tiempo como para que recuerde dónde estaba la dificultad de Orlando furioso. Lo que sé es que la dificultad era mía. Era un escollo que no estaba en la cosa.  

Difícil dos

Una alumna de liceo lloraba en una habitación vecina. Me acerqué, conmovido por la angustia que expresaba. Como en una escena de folletín del siglo XIX, se encorvaba en una silla, con unos papeles arrugados en la falda, la tinta de las cuartillas acuarelada por sus lágrimas. “¿Qué pasa?”, pregunté. “No entiendo, no entiendo, no entiendo”, lloró, extendiéndome las hojas maltratadas.

Eran apuntes que el profesor de literatura había repartido a sus alumnos. Este es el párrafo que hacía llorar de impotencia a la adolescente:

Por lo tanto parece harto trabajoso y tal vez estéril el esfuerzo orientado a deslindar un criterio absoluto que sirva de punto de referencia supuestamente objetivo con respecto al cual resulte factible evaluar con precisión indiscutida el desplazamiento sufrido por la novela contemporánea.

La imposibilidad de leer esa fantástica frase la convierte en una explicación bastante clara de algunos problemas de la educación actual. Una persona normal, sometida a semejante maltrato, luego de un proceso de angustia, impotencia, rabia y asco, opta por abstenerse de cualquier tarea académica. Es decir, se convierte en “mal alumno”.

La dificultad, en ese caso, ha sido creada por el profesor. Donde muy probablemente no había escollos, el profesor vino a colocar uno en el camino de la alumna. Quizá un contacto más directo con la materia de estudio no habría planteado ninguna dificultad. Si se trata de mostrar algo con respecto al cambio entre novelas de dos períodos históricos, ¿por qué no dar a leer las novelas, y que los estudiantes saquen sus conclusiones, en vez de intentar cocinar sus neuronas con frases desquiciadas?

En un ensayo sobre la dificultad, George Steiner hace una clasificación en tres (o cuatro) categorías. Un tipo común de dificultades es el que llama “contingente”. Las experimentaba Nicolás, que no sabía italiano; llegado el momento, si aprende el idioma, esas dificultades desaparecerán.  Las dificultades contingentes son las que trata de atacar la educación escolar: ortografía, gramática, aritmética, datos de historia, geografía, biología. En suma, correspondencias entre hechos y signos. Noticias, asunto para Wikipedia.

Una segunda clase de dificultad (que Steiner llama “táctica”) tiene que ver con la voluntad del autor de oscurecer su obra. En general esa intención tiene motivaciones políticas: por ejemplo, en tiempos de tiranía algunos artistas construyen unos universos de difícil interpretación. El cine de Carlos Saura durante la dictadura franquista, por ejemplo, era deliberadamente difícil. Al no hablar directamente de algunos asuntos, la densidad metafórica de esas obras es anormalmente alta, lo cual multiplica la riqueza de significados. Cuando el artista no necesitó ya oscurecer su obra porque había terminado el peligro, sus películas cambiaron radicalmente y en buena medida dejaron de tener el mismo interés. Es un asunto interesante, porque uno sospecha que buena parte del sentido que los espectadores identificaban en aquellas películas en realidad no estaba en las películas sino en los espectadores.

La dificultad táctica también es política cuando se trata del trabajo de un falsario que introduce dificultades para colocar su obra en un lugar de difícil acceso. Esta clase de dificultad, programada para impresionar al público, es la que empleó el profesor de literatura cuando redactó su frase delirante. Se trata de una actitud éticamente reprobable; aplicada para atacar a unos alumnos es ya un caso criminal.

Las dificultades más interesantes son las que Steiner llama “modales”: ante la lectura, no logramos estar seguros de qué nos está diciendo realmente el texto. Dudamos entre varios sentidos que nos sugiere la obra. Es el caso de obras que fueron muy populares en el pasado (como la de Ariosto) pero que ahora nos cuesta años apenas entender racionalmente, y nos resulta imposible acceder a una comprensión inmediata. Cuando se despejan las otras dificultades (después que uno aprende el idioma, conoce los personajes y las costumbres, se adecua al estilo) las auténticas, puras, gozosas dificultades aparecen en todo su esplendor. Atacar estas dificultades debería ser el objeto de la educación, pero probablemente los diseñadores de políticas educativas están acosados por graves dificultades contingentes.

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