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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA DESAPARICIÓN DEL CUERPO

Nube: nada

Carlos Rehermann

Espacio y tiempo

Investigadores de la empresa IBM lograron almacenar un bit de información en 12 átomos.  En el disco duro de la máquina en la que se está leyendo esta nota, para almacenar la misma cantidad de información se necesita un millón de átomos. En términos prácticos, la tarjeta de memoria de mi celular, que tiene 64 gigas, podría albergar algo así como 10.000 gigas, es decir, el equivalente a la memoria de diez discos duros de los más grandes que ahora se fabrican.

Uno de los problemas que enfrentan estos avances tecnológicos es que son materiales. Esta clase de memoria de átomos sigue siendo magnética, tal como son los sistemas actuales. Esto significa que las partículas de materia se ordenan de cierta manera (inclinadas para un lado para representar el valor 1, y para otro para representar el valor 0, por ejemplo), pero cuanto menor es el tamaño de las partículas, más problemas de estabilidad aparecen. Uno de los principales problemas es la temperatura. A menor tamaño, menor debe ser la temperatura de trabajo; si esa temperatura aumenta por encima de cierto punto de equilibrio, la información se pierde. Las temperaturas de trabajo de las memorias atómicas son cercanas al cero absoluto, es decir, más de 250 grados bajo cero.

Hay varios otros sistemas que se están explorando para aumentar la capacidad de almacenamiento sin perder rapidez, sin ocupar más espacio físico y con una durabilidad del entorno de los 30 años, que es el estándar que se le exige a un sistema de memoria en la actualidad. Para muchos, el tamaño es lo de menos, e incluso la velocidad es secundaria: lo más importante es que lo que uno quiere archivar permanezca intacto ya no tres décadas, sino indefinidamente. 

Estigma

Hay tatuajes que se conservan desde hace más de cinco mil años en las pieles momificadas de algunos cuerpos, tanto de reyes (como algunos faraones egipcios), como de cazadores errabundos que el azar quiso mantener enteros (como Ötzi, el Hombre de hielo encontrado en 1991 en los Alpes).

Las primeras menciones modernas de tatuajes se encuentran en los relatos de los viajeros ingleses del Pacífico, en el siglo XVIII. La palabra samoana “tatau”, es la que, a través del relato del naturalista Joseph Banks, que formaba parte de la expedición de James Cook, da origen a la denominación actual de la práctica de la incisión de la piel para introducir en la dermis una carga de pigmento. Pero el tatuaje tiene nombre griego, es decir, no es solo una práctica exótica: stigma. El estigma tenía un empleo administrativo entre los romanos, tal como lo tuvo entre los griegos y otras culturas mediterráneas: se marcaba a esclavos y reos, y con esa acepción de señal vergonzante conservamos la palabra hasta hoy, aunque en su origen apenas designaba el acto de pinchar.

Durante más de 1.500 años de cristianismo el estigma fue censurado por el cristianismo y cayó en desuso. En tiempos feudales los siervos y los esclavos eran señalados con un collar en torno al cuello, mucho más práctico para encadenarlos para el traslado o la inmovilización. La señal no tenía mucho sentido en un mundo en el que todos los seres humanos eran siervos, salvo, ya en el segundo milenio, para los ciudadanos poseedores de algún saber artesanal o algún capital de giro.

Cuando los marineros de Cook volvieron a Europa, trajeron con ellos la moda del tatuaje, que se hizo bastante común en su profesión. La tradición del tatuaje con una finalidad de marca comunitaria se hizo tan fuerte que hasta Winston Churchill tenía el estigma de un ancla en su brazo, probablemente como rastro de su cargo como Primer Lord del Almirantazgo. 

En las comunidades isleñas del Pacífico, en el sudeste de Asia y en Japón los tatuajes dejaban de ser marcas relativamente puntuales, con un sentido de señal simple, para extenderse por todo el cuerpo, o a veces la cabeza, con diversas funciones: ornamentación, señal de posición social o advertencia.

El uso del estigma para señalar convictos renació en las cárceles modernas, aunque esta vez como forma voluntaria de identificación de cualidades personales o pertenencias a grupos internos.

La moda universal del tatuaje es reciente. La máquina de tatuar inventada por Edison se usó masivamente en los campos de concentración alemanes, para estigmatizar eficientemente a los millones de víctimas de la burocracia nazi. Pero recién en la década de 1970 nacen los primeros servicios comerciales de tatuaje en los Estados Unidos. En la década de 1990 del siglo pasado se produce una expansión mundial que hoy parece estabilizada.

En todo caso, el rasgo más significativo del estigma y el tatuaje es su permanencia: dura toda la vida, y aun después de la muerte. No es posible establecer causalidades, pero hay derecho a sospechar que existe cierto sentido en la coincidencia entre la desmaterialización de la inscripción en papel y la difusión masiva del gusto por el tatuaje.

Cuerpo desvaído

La desmaterialización de los registros se manifestó prematuramente en el arte visual, con el nacimiento del arte conceptual a partir de elaboraciones nacidas con las vanguardias históricas, hace 100 años. Si bien es en las artes antes llamadas visuales que el arte conceptual se manifiesta con más vivacidad, la música tuvo un período conceptual a mediados del siglo XX bastante radical, con manifestaciones como 4’33” de John Cage (cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio, en tres movimientos) o Toilet Piece de Yoko Ono (el registro sonoro del vaciamiento de una cisterna de baño). Las latas de mierda de artista, de Manzoni, e infinidad de obras cuya materialidad carece de importancia en comparación con la idea compositiva son manifestaciones de esa poderosa corriente hacia la desaparición de los cuerpos que emprendió el siglo XX.



Hasta los años 1980 del siglo pasado la mayor parte de los escritores seguía produciendo su obra mediante un proceso de inscripción de marcas sobre papel. Ya en el siglo XXI nadie produce a través de ese procedimiento. La conservación de la información escrita sigue teniendo un soporte físico que podemos sentir con nuestro cuerpo cuando el proceso industrial de edición se completa, pero un porcentaje importante de la producción actual nunca se materializa.

Este texto, por ejemplo, está destinado a ser visto por los ojos del destinatario solo a su requerimiento, cuando solicita su exhibición al sistema de memoria en el que está guardado; en este caso, una computadora en alguna parte del territorio uruguayo, probablemente con algunas copias de seguridad en computadoras en otros países.

La correspondencia privada también se guarda en memorias a veces físicamente localizables por el usuario (si emplea sistemas de almacenaje en su computadora) pero con cada vez más frecuencia en algún lugar desconocido de China, Estados Unidos o Europa.

Hemos aprendido que los sistemas de seguridad redundantes son más seguros que nuestras máquinas hogareñas; por un lado, los equipos de los proveedores de memoria en red son mejores y por lo tanto menos expuestos a fallas, y por otro, mantienen varias copias que garantizan que un mal funcionamiento de un equipo no produce pérdidas de los archivos allí guardados.

Se ha propuesto un nombre para el sistema en red de conservación de los archivos, asociado con lo inmaterial: “la nube”. Es una expresión que representa bien la imagen mental que solemos tener del sistema de archivos, aunque en realidad sería mejor imaginar una maraña de millones de kilómetros de cables entrecruzados, y millones de hectáreas de placas de circuitos impresos donde millones de puntos se incendian a cada instante, lo que pone en funcionamiento automáticamente memorias suplentes que producen copias de seguridad adicionales, redirigen el tráfico hacia sí mismas y dan la idea de que todo funciona perfectamente.

Esto que soy

Soy lo que escribo, entre otras cosas porque si algo en el mundo tiene sentido, debería permanecer un poco más que este lapso fugaz entre el nacimiento y la muerte. La escritura es la amplificación del cuerpo en el espacio y en el tiempo.  Pero algo puede ser cuerpo solo si es materia, y entonces, si la escritura desaparece de las cosas, si solo se manifiesta, fantasmal, cuando el médium electrónico la convoca, termina el cuerpo del escritor y el mundo se desvanece.

Estigmatizarme, escribir para siempre mi cuerpo es cerrar un círculo simbólico para convertirlo en objeto concreto y real. Si la escritura sobre la tabla, la arcilla, la roca o el papel eran la manifestación de mi cuerpo de escritor, la escritura en mi piel, acto definitivo e irrevocable, es una declaración absoluta (especialmente porque el cuerpo tiene una superficie finita) acerca de la realidad de lo que soy.

Los cuerpos tatuados —mucho más que los también de moda perforados— son gritos de permanencia, declaraciones de eternidad voluntaria de la inscripción, metalenguaje puro, como la lata de mierda de Manzoni o la música sin sonido de Cage, porque el motivo concreto (la palabra inscrita, el símbolo o la imagen plasmada) no tiene tanta importancia o no traslada tanto significado como el hecho mismo de haberse tatuado. Si un maorí se distinguía de otro maorí por la diferencia de sus respectivos tatuajes, la diferencia hoy en occidente se da entre el estigmatizado y el prístino, individuo que da la impresión de ser transparente, mudo y efímero.

Las libertades que los cuerpos parecen haber conquistado, especialmente en el plano de los vínculos eróticos, en realidad obedecen a una pérdida de corporeidad: la píldora anticonceptiva vino a desvincular los efectos físicos del coito: ahora podemos conectarnos sin el peligro de que cambien los cuerpos.

Por razones profesionales (o por paranoias profesionales) los escritores somos quienes con más preocupación vemos la desmaterialización de los archivos. Yo no quiero que mis manuscritos (esas acumulaciones de bits, esos montones de nada organizada) estén guardados en objetos diseñados para durar 30 años. Yo quiero vivir para siempre en mis manuscritos, como han vivido los que sobrevivieron a Alejandría o pervivieron en Sankt Gallen, cueros y papiros milenarios.

Esto en lo que me estoy transformando hoy, esta fantasmagoría vaporosa, sin sede, mezcla de inmanencia y humedad, me deshilacha y me convierte en nada.
 

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