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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA VIDA EN NINGUNA PARTE

Pantalla y deslocalización

Carlos Rehermann

Proliferación de las imágenes

La repetición obsesiva  de variantes de la afirmación “vivimos en una civilización de la imagen” ha tenido bastante éxito desde que comenzó a propalarse, es casi seguro, en los años 1960, la era de los mass media.

Pero la  cultura de la imagen no nació con los mass media. En realidad hay que retroceder hasta la Edad Media, cuando el organismo feudal más ubicuo, la Iglesia de Roma, imponía una historia y la difundía a través de lo que hoy nombraríamos historietas. La hoy llamada Biblia pauperum era un libro religioso en cuyas páginas se contaban historias religiosas con imágenes con pies escritos en lengua vernácula (y no en latín, como se publicaban las biblias). También las iglesias de entonces estaban atiborradas de imágenes. Cuando, hasta el románico, las paredes ocupaban más espacio que las ventanas, los frescos contaban historias sagradas. Luego, cuando el gótico hizo desaparecer los muros, las imágenes se volvieron literalmente luminosas, aplicadas a los cristales coloridos de las ventanas.

Las imágenes tenían su lugar: las iglesias y los libros. Con el nacimiento del capitalismo las imágenes, en forma de cuadros, se metieron en las casas burguesas, y comenzó entonces un proceso de deslocalización que hoy llega a un clímax. La primera etapa de la deslocalización fue la proliferación. Esa proliferación se multiplicó a través de  la copia y luego se potenció con la reproducción mecánica.

Quizá el último lugar de las imágenes, el último sitio concreto que uno podría citar como hogar de las imágenes fue la caja de zapatos que probablemente hasta hoy se conserva en muchas casas. Las familias proletarias guardaban su memoria familiar en cajas de cartón. La gente fina, claro, compraba álbumes que solían reservarse para colecciones temáticas: nacimiento y bautismo, primera comunión, bar mizvah, quince, casamiento. Una memoria encuadernada de acontecimientos memorables.

Deslocalización de las imágenes

Una familia quizá tenía algunos centenares de fotos, muchas de ellas tomadas por fotógrafos profesionales. Antes de la fotografía digital era común que los padres se sentaran con sus hijos a mirar las fotos familiares, ocasiones ideales para mostrar la rama de cada uno en el árbol genealógico. La muerte se hacía presente con naturalidad en esas fotos, en forma del spectrum, ese estar todavía ahí y al mismo tiempo haber partido, que definió Barthes en su libro tal vez más perfecto, La chambre claire. Las fotografías familiares, como las ilustraciones bíblicas o de las iglesias, eran herramientas para la narración de una historia.

¿Alguien se reúne con sus hijos, hoy, a mirar las quince mil fotos digitales que tiene repartidas en nubes, Boxes, Drives y notebooks? La proliferación infectó la esfera privada e hizo perfecta la deslocalización. El desorden  inevitable impide que un árbol genealógico se condense en la miríada de repeticiones de acontecimientos de una suprema banalidad. El precio nulo de la toma conspira contra el momento: todo es ocasión para una foto, que es idéntico a decir que nada es ocasión para una foto. Nada es memorable; el instrumento de la memoria es una tonta imagen borrosa y mal encuadrada. 

Las imágenes perdieron lugar y simultáneamente se convirtieron en destellos eléctricos insustanciales, tanto en sentido estricto como figurado: son banales, no significan nada, no tiene sustancia, no están en ningún lugar. Las imágenes mismas, y ya no meramente el sujeto fotografiado, son verdaderos espectros, en el sentido de Barthes y más allá. Las imágenes son inmateriales, y así como no se pueden destruir físicamente, no se pueden aprehender como las viejas figuras sostenidas en un bastidor, en un vidrio de ventana, en una pared, en un cartón gelatinado.

Como somos seres portadores de cuerpos, nuestro sentido de posesión y de pertenencia requiere  imágenes y sensaciones corporales para construirse: mis fotos son mis fotos mientras puedan guardarse en mi caja de zapatos. Mi One Drive o mi Box no es más que un fantasma que, como buen fantasma, lo que mejor sabe es provocar miedo: ¿quién me asegura que todas esas fotos no han de perderse? La ectoplásmica existencia de las imágenes de mi vida está en peligro y puede desaparecer para siempre, por ejemplo si se produce un cambio súbito en el NASDAQ (la fantasma nodriza) y la empresa de mi Drive desaparece.

Para que una foto exista plenamente debe cumplir con dos requisitos: remitir icónicamente a un referente (aquello que estaba delante de la lente de la cámara cuando se accionó el obturador) y existir en un lugar en el mundo. De lo contrario tiene la misma consistencia que  una imagen retiniana: dura lo que dura la luz y la memoria; en cuanto dejo de verla deja de existir. En cambio, mis fotos están siempre allí, en la caja de zapatos en el ropero, incluso si yo no las veo.

Subjetividad irreal

La deslocalización se completa, es decir, cierra un circuito de irrealidad, porque el modo preferencial de ver las imágenes se realiza a través de una pantalla. Las imágenes proliferan en pantallas que tienen un fulgor efímero, complementario del proceso neuroquímico que se produce en la retina cuando un fotón excita los conos y los bastones, que son las células fotosensibles de la retina. La pantalla funciona eléctricamente para reproducir a la inversa el funcionamiento de la retina: trasmite imágenes mediante la síntesis aditiva de puntos verdes, rojos y azules, del mismo modo como los conos verdes, rojos y azules de la retina producen imágenes mentales en combinación con las respuestas monocromáticas de los bastones. La pantalla es una copia de la retina. La duración de las imágenes en nuestra memoria no es mayor que la imagen persistente que nos suministra la retina: unos pocos segundos posteriores a la exposición a la luz.

La pantalla que produce una síntesis aditiva crea la ilusión de estar presenciando la percepción directa de otro, al contrario de lo que ocurre con las impresiones en cuatro tintas que emplean una síntesis sustractiva. Mirar una pantalla es como tener dos retinas: una, la nuestra, que se convierte en reproducción de la pantalla, estructuralmente idéntica, pero en lugar de ser receptora es emisora.

En cierta medida, todas las fotografías que vemos a través de una pantalla luminiscente son falsificaciones de una retina. Cuando miramos una foto hacemos lo mismo que John Cusack cuando se deslizaba dentro de la cabeza de John Malkovich, en la película de Spike Jonze Being John Malkovich. La fascinación de usurpar el cerebro de otros viene acompañada con la ilusión de ocupar otro punto de vista.

La idea de ocupar puntos de vista ajenos, estrictamente perceptuales tuvo cierto desarrollo mientras las fotos se mantuvieron en un lugar en el mundo: una caja de zapatos, o un cine, en el caso de las imágenes en movimiento (en ambos casos, sin embargo, con la amortiguación de relieve psíquico que impone la síntesis sustractiva, que permite, y hasta obliga, a un mayor espacio para la reflexión acerca del acto de percibir). Pero la deslocalización actual solo permite que ocupemos un lugar-otro, sin lugar. Extraídos de nosotros, caemos, no dentro de un Malkovich, sino, como quienes salían de su cabeza en la película, en el borde nocturno, desalmado y peligroso de una autopista anónima.

 

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