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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



IMPERATIVO ELÉCTRICO - INSUFICIENCIA HEROICA - HAMED, AMIR - SEMIDIÓS - ESCRITURA - SINCERIDAD - CLINAMEN - IMPERATIVO ÉTICO -

Sobre Semidiós*

Roberto Echavarren

Ese ignorante, el niño, al ir creciendo, se topa con las singularidades algo pedestres del ambiente familiar (al que llama la "corte"), con la barra de los amigos (en el "campito de fútbol") y con eros (en la casa de unos vecinos a la que apoda el "castillo")


La insuficiencia de sus dotes de héroe podría caracterizar al protagonista de Semidiós, drásticamente llamado Sherezade. Pero también la humillación, el dolor y el bochorno ante la insuficiencia de los demás: las maestras, por ejemplo. En este relato de desarrollo, de crecimiento, de formación o de educación de la mente y los sentidos, el narrador no busca elegancias. Atina y conmueve por lo atropellado, nos toca en su ruda pero indeclinable compulsión de contar, para lo cual un pobre cuerpo ignorante acude a una máquina que lo castiga, se sienta frente a un teclado sin palabras a esperar que unas descargas de corriente eléctrica lo sacudan en choques dolorosos y aterrorizantes. De modo tal el imperativo eléctrico se plantea aquí como el solo motivo ético para la confesión. Ese imperativo emana de una instancia de autoridad, ¿cuál? El imperativo ético asusta y tortura a la víctima inadecuada, insuficiente con respecto a lo que se exige de ella. Ante ese lance, la insuficiencia de los otros no sirve de consuelo al narrador. Pero sí lo exaspera. Exaspera al escribiente, al protagonista, a Sherezade, el cacareo torpe y autojustificado de las maestras de su infancia. Ellas miman el razonamiento pero son incapaces de ponerlo en práctica.

Ese ignorante, el niño, al ir creciendo, se topa con las singularidades algo pedestres del ambiente familiar
(al que llama la "corte"), con la barra de los amigos (en el "campito de fútbol") y con eros (en la casa de unos vecinos a la que apoda el "castillo"). En cada una de esas circunstancias y registros pone a prueba sus propias facultades, o falta de ellas, que él ignora hasta ese momento. En el campito recibe, como un héroe de Homero cuya Ilíada es para él el ábrete sésamo de lo escrito, de lo literario, una herida contundente que no lo postra como el cadáver de Héctor, pero sí le abre la cabeza. Los médicos la examinan y reacomodan en el hospital. Entonces el niño resucita con un don de más, el dibujo, que al poco tiempo pierde, y con una "desmañada" capacidad práctica y mecánica.

En el "castillo", última etapa de su peregrinación hacia la adultez, es víctima de ciertas puestas en escena sádicas, de un teatro de la crueldad donde se revelan las dotes y las insuficiencias de su cuerpo más apto para ser penetrado que para penetrar.

La máquina de escribir, como la máquina de En la colonia penal de Kafka, da un formato, justifica el escribir sobre un cuerpo, el cual de por sí carece de palabras. La escritura escanea el terreno de sus caídas, de sus imperfecciones, de sus maladaptaciones al interactuar dentro de los diversos registros de experiencia en su medio de acción. Y presta un ritmo necesario al chorreo, vertimiento, flujo efusivo cuyo transcurso se preserva y recrea al teclear, manifestando un margen de redundancia o consistencia en los trayectos de ese cuerpo.

Paralela a la frustración con las maestras y a los diversos accidentes y desencuentros en el mundo, el niño descubre en la lectura hitos que lo estimulan y lo hacen crecer, una vía marcada por Homero, Lucrecio y Dante. En La Ilíada el combate; en De la naturaleza de las cosas la dinámica, el turbión de los átomos latente a través del engañoso estatismo del mundo, sostiene y desgarra los panoramas del siglo y de la escritura; en La divina comedia el amor. A cada uno de esos libros encontrados en el camino por un azar necesario dedica el narrador un comentario penetrante. En La Ilíada capta y lo fascina la guerra como vía para realizar la aventura del cuerpo a través de la lucha. En Lucrecio encuentra el secreto de lo visible, entendido como película atómica en clinamen que forma la apariencia de las cosas, su manifestación fenoménica, fuera de la cual no puede garantizarse que existan. Aprende que el arte de aparecer es todo el arte. Y por ser entiende no la sustancia aristotélica sino el paso impermanente, la irrupción, recorrido, caída entre espasmos de un juego de fuerzas, el torbellino de los átomos en el cosmos. En La divina comedia sólo encuentra un amor contrariado que reemplaza su desfavorable condición por un devoto venerar distante a la amada que lo rechazó. Además encuentra allí a Dante, el autor, una mala persona capaz de echar a su maestro querido, de quien más aprendió, a los infiernos.

Una política de la máquina de escribir dicta una economía en que el dolor, la remebranza, la censura y el atrevimiento se entrecruzan en contrapunto. Un modelo tanto más extraño cuanto más íntimo y propio. Semidiós conmueve por lo sincero, si lo sincero es un mérito literario, y creo que sí lo es dadas ciertas condiciones, y su formato no es extravagante sino sobrio, mínimo, en función de una exigencia: los testimonios brutos de esta Sherezade rioplatense. Después de leerlo queda el cielo más despejado de pretensión, de equívoco, o de humanismo. Queda el resto de un propósito íntegro y cabal. Queda la escritura.

*Comentario de la novela de Amir Hamed, Semidiós (H editores, Montevideo, 2001)

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