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ISSN 1688-1672

 



POÉTICAS ESPACIALES - ESPACIO - RECONOCIMIENTO Y LOCALIZACIÓN DE LAS FUENTES SONORAS -

Contrapunto (aleatorio) de poéticas espaciales / La construcción musical del espacio*

Alexander Laluz

Otro fenómeno fascinante de esta íntima correlación entre sonido y espacio es el reconocimiento y localización de las fuentes sonoras. En todo concierto sinfónico siempre esperamos escuchar –y ver- la sección de violines adelante y a nuestra izquierda, y los timbales reinando al fondo del escenario


Por más que se reivindique la esencia abstracta o el puro formalismo, la fugacidad del instante musical suele convertirse en un potente motor de evocaciones. Estados de ánimo, apacibles sinuosidades de un paisaje campestre, los geométricos y pujantes contornos de una ciudad moderna. Una extensa red sígnica que puede emerger de la íntima e intransferible recepción personal o del explícito juego de referencias, descripciones, metáforas de una composición. Así ocurre con la antigua monodia religiosa, Debussy, Mahler, Liszt, Revueltas, Fabini, Piazzolla, Nono o Barber: el espacio humano y físico evocado, (re)construido con una potencia y simplicidad únicas.

 

1. Una fascinación histórica

Ningún espacio, sea real o imaginado, se puede concebir desligado de sus sonidos. Y lo mismo puede decirse al revés. Sonido y espacio, espacio y sonido, son física y simbólicamente interdependientes. Y si acotamos este fenómeno al conjunto de emplazamientos artísticos que llamamos música, esa interrelación resulta aún más notable y fascinante. Las músicas de Tchaikovsky, Mussorgsky o Rimsky-Korsakov son tan denotativas del paisaje y la cultura rusa como la de Manuel de Falla lo es de España. Escuchamos, por ejemplo, el Trío de cuerda Op. 8 o los primeros conciertos para piano de Beethoven e inmediatamente los situamos en sus primeros años en Viena y no en otro lugar.

Esas asociaciones ya disciplinadas, y que se producen sin demasiado esfuerzo interpretativo, son, sin embargo, parte activa de un complejo proceso de significación y cognición con el cual construimos el sentido de un espacio. Los lugares, sus relieves geográficos y sus prácticas culturales, se organizan y transforman a través de ese nudo de significantes sonoros. En algunos casos, esta correlación ha adquirido tal potencia que el espacio no puede disociarse de esos sonidos sin modificar su identidad. Un ejemplo muy claro es la asociación de las músicas de Astor Piazzolla, Anibal Troilo o todo el tango y la ciudad de Buenos Aires. “La música de Piazzolla es una música radicalmente urbana –afirma el musicólogo argentino Omar Corrado-; no puede pensarse fuera de lo que caracteriza nuestra experiencia de las grandes ciudades contemporáneas: la modernidad, la percepción inestable, cambiante, el dinamismo, los extremos paradójicos de extraversión y de incomunicación.
 
El tango se popularizó en Argentina precisamente en el momento en que Buenos Aires se transformaba en la metrópolis actual, de la cual se convertiría, para sus habitantes, en símbolo privilegiado, y para el exterior, en la metonimia misma del país, lo que no ha cesado de afirmarse a lo largo del siglo. Sin embargo, para vastos sectores del público contemporáneo, es la música de Piazzolla la que ha asumido los rasgos identitarios de Buenos Aires.”(1)

De igual forma, la música de Fabini se ha asociado a nuestro imaginario de lo rural, lo tradicional o las milongas, tangos y candombes de Jauré Lamarque Pons con los pliegues urbanos de Montevideo. Quienes han escuchado con detenimiento las arquitecturas polifónicas de la gran escuela veneciana del siglo XVI, los cori spezzati de Adrian Villaert o Andrea y Giovanni Gabrieli, seguramente las reconocerán como denotaciones muy claras de esa histórica ciudad italiana y de su catedral de San Marcos.

Ecos de una danza lejana. Violas, chelos y contrabajos en pizzicato introducen el patrón rítmico que acompañará la exposición del primer tema. Inmediatamente, el corno inglés y la flauta presentan ese material melódico y el clima evocativo de esta ‘Danza lejana’, el segundo movimiento de Noches en los jardines de España (1909-1916) de Manuel de Falla, queda definitivamente instalado. La versión es notable: Vladimir Golschmann dirige la Saint Louis Symphony Ochestra y Arthur Rubinstein es el pianista solista.

La obra no tiene un programa narrativo que oficie de guía en el encadenamiento de imágenes, pero su carácter evocativo es innegable. “Téngase presente que la música de estos nocturnos no pretende ser descriptiva –habría escrito el propio Falla-, sino simplemente expresiva, y que algo más que rumores de fiestas y de danzas han inspirado estas evocaciones sonoras, en las que el dolor y el misterio también tienen su parte”.(2) No son jardines ni situaciones concretas las que se transforman en imágenes sonoras, sólo impresiones, climas que se funden notablemente con la materia sonora. Pero en el pensamiento de este compositor gaditano, seguramente vibraban los colores, perfumes que anudaban afectos en torno al jardín histórico del Carmen de los Mártires en Alhambra. Como lo documenta el musicólogo español Javier Suárez-Pajares, Falla le había dicho al filósofo Luís Jiménez: “Es como si ahí, en los Mártires, sonara una danza y la escucháramos desde aquí”.
 

2. Reconocimientos y transformaciones del espacio

Otro fenómeno fascinante de esta íntima correlación entre sonido y espacio es el reconocimiento y localización de las fuentes sonoras. En todo concierto sinfónico siempre esperamos escuchar –y ver- la sección de violines adelante y a nuestra izquierda, y los timbales reinando al fondo del escenario. Algo similar ocurre con un cuarteto de cuerdas: la localización espacio-registral de los dos violines, la viola y el chelo es (casi) siempre la misma, los registros más agudos hacia nuestra izquierda y los graves a la derecha. Estos modelos o esquemas de distribución espacial fija también nos auxilian en la audición de cualquier grabación. Al poner un disco en nuestro equipo de audio doméstico, la imagen sonora que emerge de los parlantes recrea esa distribución, situándonos en un espacio imaginario similar al del concierto.

Pero, ¿qué ocurre cuando los instrumentos o voces no se ajustan a esos esquemas y la secuencia de notas de una melodía se reparte entre varios instrumentos y voces, o se desplazan por toda la sala de concierto? Seguramente el espacio se vea dramáticamente transformado y sea necesario apelar a nuevas estrategias de escucha y comprensión. Y la conclusión más natural sería adjudicar semejante transformación a un lenguaje experimental, a una búsqueda vanguardística. Desde el discurso musicológico y crítico, se diría que estamos ante un ejemplo de las poéticas espaciales –o poéticas de la especialización del sonido- que se han desarrollado en el siglo XX, especialmente a partir de la segunda postguerra. Y es probable.

Sin embargo, ya en la lejana Edad Media la técnica del hoquetus (u hoketus, ochetus, oketus, ochetto, hocket) integraba al espacio como materia creativa a través de la distribución de las notas de una melodía entre dos voces –o instrumentos- o en algunos casos entre tres. En el siglo XVI, los compositores de la ya citada escuela veneciana, trabajaron con el concepto y la técnica de los cori spezzati, o coros quebrados o dispersos en el espacio. Con este procedimiento, el espacio y la acústica de la magnífica Catedral de San Marcos eran capitalizados compositivamente para sumergir la escucha en una envolvente estereofonía. Otros ejemplos pueden rastrearse a lo largo de los siglos XVIII y XIX: Berlioz en su Réquiem de 1837, la clásica Overture 1812 de Tchaikovsky, Wagner en Parsifal (1882), entre otros.

Pero es recién en el siglo XX que estas investigaciones sonoras y estéticas adquieren un fuerte impulso para constituirse en un desafío creativo. Karlheinz Stockhausen lo exploró en su Gruppen (1955-1957), utilizando tres orquestas sinfónicas ubicadas en distintos lugares de la sala de conciertos, o en el experimento aeronáutico-musical del Cuarteto para Helicópteros de 1998. Varias de las composiciones del italiano Luigi Nono, como Prometeo. Tragedia dell’ascolto (1984), también pueden tomarse como ejemplos de una intencional fusión creativa de sonido y espacio. O las intervenciones sonoras en ámbitos urbanos del valenciano Llorenç Barber (Vaniloqui Campanero, Voco Vos, Vísperas, Tocata con e senza fuga), las búsquedas tímbrico-espaciales de Wu li (1989-1990) de Hans Joachim Koellreutter, y, más cerca de nosotros, varias de las composiciones de los uruguayos como Álvaro Carlevaro, Daniel Maggiolo, Fernando Condon. En todos estos casos, la localización de las fuentes sonoras en el espacio deviene variable compositiva, un eje en la configuración del discurso musical y una desafiante hipótesis para (re)construir un modelo de escucha activa.

Tambores en Munich. Llegan desde un territorio ubicado fuera del recinto reservado para la liturgia del silencio. Suenan desde el espacio contaminado de realidad y arrebatan la pulcritud y el orden de la recepción sinfónica. “Un grupo de 6 tambores (dos chicos, dos repiques, dos pianos) que comienzan tocando fuera de la sala”, dice Álvaro Carlevaro(3). “Una vez que entran a la misma, se dividen en dos grupos (un chico, un repique y un piano cada uno) que avanzan por cada uno de los costados que delimitan el sector de plateas”. El movimiento provoca el contraste con “la clara inmovilidad y fijación espacial del aparato orquestal, buscando así a través de esta confrontación, un ámbito de relación, interacción y dialogo entre estos dos fenómenos contrastantes”. Pero el orden y la frontalidad siguen modificándose: “otros percusionistas ubicados en cada una de las galerías (costados y posterior) que forman una cruz con la orquesta, algo así como brazos prolongados del aparato orquestal, que si bien mantienen en parte el carácter de permanente inmovilidad del mismo, ofrecen la posibilidad de espacializar el sonido en múltiples direcciones a lo largo y ancho de toda la sala de conciertos: movimiento espacial sonoro desde la perspectiva de la ‘imposible’ movilidad.”

En Levante.piano (1999-2000) de Álvaro Carlevaro no es posible ni imaginada la quietud. Es una obra que con-mueve desde un fascinante cruce de rituales, tradiciones y modernidad: son los tambores afromontevideanos desafiando e integrándose a la orquesta histórica y resignificando el espacio de la Herkulessaal der Residenz de Munich el 6 de junio de 2004.(4)
 

3. Las pinturas sonoras del paisaje

Una de las discusiones que más ha dividido a compositores, teóricos y filósofos a lo largo de la historia ha girado en torno a la capacidad –o no- de la música para describir o narrar acciones, situaciones, ideas.(5) En relación a la música vocal, las opiniones no son tan divergentes, ya que en estos casos son muy claras las múltiples articulaciones narrativas y expresivas que el dispositivo musical tiene con el texto poético. Ejemplos de ello son los bellísimos ciclos de canciones -o lieder- La bella molinera y el Viaje de invierno de Franz Schubert, ambos compuestos sobre textos de Wilhelm Müller, o el género operístico donde la música, si bien puede llegar a funcionar con cierta autonomía, tiene como función completar la narración a través de diferentes niveles de interacción con el libreto y la puesta en escena.

El punto más crítico se da en la música instrumental. ¿Una composición para piano o para orquesta sinfónica puede describir un paisaje o una pintura, narrar una historia, remitir a una idea extramusical? Si se asume una posición formalista, que reafirme el concepto histórico de ‘música absoluta’, no cabe duda que la respuesta es negativa: el significado en la música instrumental está en sus propios valores formales, texturas, estructuras rítmicas, armónicas y melódicas. Poniéndolo en términos semióticos, se puede afirmar que el signo sonoro-musical es autorreferencial: el significante no remite otro objeto que su propia realidad material, se denota a sí mismo.

No obstante, cualquier hecho musical, como vimos al comienzo de este artículo, también puede activar un sinnúmero de asociaciones no musicales: afectos, emociones, imágenes de un lugar físico, conceptos, movimientos. ¿Quién no escucha los truenos que irrumpen en la escena en el campo del tercer movimiento de la Sinfonía fantástica de Berlioz? ¿No ocurre lo mismo con los relámpagos en el cuarto movimiento de la Sinfonía Nº6 ‘Pastoral’ de Beethoven o con el movimiento del agua en los primeros compases de ‘La Cathédrale engloutie’, el preludio número diez del ciclo Preludes, de Debussy? Sí, allí están esos fenómenos naturales, los paisajes, la legendaria catedral Ys que deja oír sus campanadas cuando baja la marea. Este tipo de descripciones sonoras se han practicado en casi todos los períodos históricos de nuestra música occidental y, más allá de las discusiones sobre su valor estético-musical, han cimentado una expresión de la música instrumental que alcanzó su punto culminante en el siglo XIX: la música programática.
 
Sus antecedentes pueden rastrearse en muchos géneros que se cultivaron en renacimiento, el barroco y también en el clasicismo. Tal es el caso de muchas oberturas de óperas, piezas teatrales, oratorios, pasiones, o los llamados conciertos programáticos y piezas de carácter. Pero su consolidación como subgénero sinfónico se dará con dos figuras clave del romanticismo: el francés Héctor Berlioz y el húngaro Franz Liszt. El primero, desarrolló a través de varias de sus obras -Sinfonía fantástica Op. 14, Episodios de la vida de un artista, 8 Escenas de Fausto Op. 1, Harold en Italia, Romeo y Julieta, entre otras- el concepto de sinfonía programática. Y Liszt transformó los esquemas de la obertura en lo que denominó poema sinfónico, a partir de las experiencias técnicas y formales que llevó a cabo durante su trabajo como director de la orquesta de la corte de Weimar, entre 1848 y 1861. En ambos casos, las estructuras formales de las composiciones orquestales se apoyaban en un programa narrativo: la descripción de una historia personal, un entorno natural, un poema u obra de teatro, un cuadro. Y sus títulos eran los primeros signos que introducían al escucha en el entramado narrativo. En el caso de Listz, por ejemplo, los poemas sinfónicos llevaban títulos como: Lo que se oye en la montaña, Prometeo, Sonidos de fiesta, Hungaria, La batalla de los hunos, que no dejaban ninguna duda de su intención descriptiva.

A partir de estas experiencias, y proponiendo nuevas síntesis de los antecedentes históricos de la música programática, otros compositores del siglo XIX abordaron este subgénero. Del repertorio francés son muy conocidas las composiciones programáticas de César Franck –Las eólidas, El cazador maldito-, Camille Saint-Saens –Danza macabra-, Gabriel Fauré o Vicent D’ Indy. Balakirev, Borodin –con la muy conocida En las estepas del Asia Central-, Mussorgsky –Una Noche en el Monte Calvo-, Tchaikovsky, Rimsky-Korsakov, recrearon los paisajes e imaginarios tradicionales de Rusia. El bohemio Bedrich Semetana hizo lo propio en poemas sinfónicos como Por los bosques y prados de Bohemia, Mi Patria, El Moldava, y también Antonin Dvorák en El duende acuático, La rueca de oro, La paloma de los bosques.

Todas estas obras no sólo son huellas de una atractiva integración de sistemas sígnicos. También son testimonios musicales de los imaginarios, sensibilidades, tradiciones, mitos que atravesaron la vida social y cultural del viejo continente. Sus sonidos, sin desmerecer el valor autónomo de sus diseños formales –como dijo el propio Berlioz sobre su Sinfonía fantástica: “que la sinfonía puede ofrecer por sí misma un interés musical independiente de todas las intenciones dramáticas”- subrayan esa singular condición de la música para evocar y organizar la memoria colectiva y presentar “las experiencias del lugar con una intensidad, un poder y una simplicidad no igualadas por ninguna otra actividad social".(6)

El cielo fulminado. En la semioscuridad de la sala de conciertos, una nota grave, repetida en una sucesión de rápidas semicorcheas, azota casi tan fuerte como un trueno: el conjunto de cuerdas entrecorta la lírica angulosidad que dibuja el violín solista. Es un presagio de tormenta que se cierne sobre el paisaje estival y contrae los músculos que reposaban en la butaca. La melodía vuelve y otra vez el trueno y la tensión. El pastor no esconde su miedo ante lo que se avecina: “Toglie alle membra lasse il Suo riposo/Il timore de' Lampi, e tuoni fieri…”. El canto de los pájaros ya fue arrebatado por el viento en el primer movimiento. Los oídos de la sala contemplan como el agobiante calor se ve sacudido por otro arrebato de la naturaleza. La tormenta finalmente se desata con toda su fuerza en el virtuosismo del último movimiento confirmando el temor del pastor: “Ah che pur troppo il Suo timor Son veri/Tuona e fulmina il Ciel e grandioso/Tronca il capo alle Spiche e a' grani alteri.”

El caso es muy fácil de identificar y es muy probable que el lector ya tenga los sonidos en su mente. Antonio Vivaldi (1978-1741) describió la transformación de ese típico paisaje pastoril a través de los tres movimientos de Verano, el concierto número dos, en sol menor RV. 315, del ciclo conocido como Las cuatro estaciones.(7) Su programa narrativo, al igual que los de los otros tres conciertos, es bien conocido. Las numerosas versiones que se han hecho de todo el ciclo, los comentarios que se suelen publicar en los programas de mano, la difusión de los sonetos que acompañan las obras, las historias de la música, han disciplinado nuestros paseos interpretativos por los diseños melódicos y armónicos que creó Vivaldi. Así, las constricciones culturales se han plegado a nuestras experiencias personales para articular eficazmente el plan narrativo y descriptivo con las estructuras musicales: esos sonidos tienen un valor formal independiente, también valen por ser las potentes imágenes del calor que abrasa el relieve campestre, el canto de los pájaros, el presagio de la tormenta, el miedo del pastor, la nube de insectos.
 

Notas:

1. Corrado, Omar, “Significar una ciudad - Astor Piazzolla y Buenos Aires”, en Revista del Instituto Superior de Música, Universidad Nacional del Litoral, Nº 9, Santa Fe, Argentina, 2002.

2. Según el musicólogo español Javier Suárez-Pajares, la autoría de este texto, que fue publicado en las notas del programa del estreno de Noche en los jardines de España, suele atribuirse al propio Manuel de Falla.

3. Estas citas fueron tomadas de la entrevista que le realizara el autor de este artículo al compositor uruguayo Álvaro Carlevaro, radicado en Europa hace ya varias décadas, y publicada en el artículo ‘Transformaciones, permanencias y cruzamientos en la creación contemporánea’, Brecha, 9 de enero de 2004.

4. El estreno de esta obra se realizó con la Orquesta Sinfónica de la Beyerischen Rundfunks, dirigida por Lothar Zagrosek y contó con la participación de seis percusionistas uruguayos de primera línea: Jorge Camiruaga, Nicolás Arnicho, Ricardo Gómez, Fernando Núñez, Noe Núñez y Marcelo Zanolli. Esta obra, además, integra un ciclo junto con Levante.tamboril (2001-2002) en cuyo estreno en Stuttgart, Alemania, también participaron percusionistas uruguayos.

5. Para quienes estén interesados en conocer la historia de estas discusiones, recomiendo un muy interesante trabajo de John Neubauer: La emancipación de la música. El alejamiento de la mimesis en la estética del siglo XVIII, La Balsa de Medusa, Madrid, 1992.

6- Stokes, Martin, Ethnicity, Identity and Music. The Musical Construction of Place, Oxford, Berg, 1994.

7. La primera obra de este ciclo es el Concierto Nº 1, en Mi mayor RV. 269, “La Primavera”. Y los dos últimos: Concierto Nº3, en Fa mayor RV. 193, “El Otoño” y Concierto Nº3, en Fa menor RV. 297, “El Invierno”. Los cuatro son parte del primer libro de Il cimento dell'armonia e dell l'inventione Op.8, una colección de conciertos para violín solista, conjunto de cuerdas y bajo continuo compuestos alrededor de 1725.
 

* Publicado originalmente en la Revista Dossier Nº 12.

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